“Incorporar a Picasso al Prado sería muy saludable”
Miguel Zugaza, director del Museo del Prado desde 2002, ha pilotado la entrada de la pinacoteca en el siglo XXI Pendiente de la ley de Mecenazgo, muchas instituciones quieren imitar su modelo de gestión
En el Museo de Bellas Artes de Bilbao, que él dirigió, con su terraza arropada por los árboles del parque y disfrutando de una gloriosa comida, conversa Miguel Zugaza de su vida entre óleos y viejos maestros tan vigentes. Custodio de Goya, El Greco, Velázquez, Rubens, Tiziano o El Bosco, avezado, ponderado instigador cultural, sereno, cercano y batallador de lo público con grandes dotes para sacar partido de lo privado, la gestión durante 12 años –tres Gobiernos por medio– de Miguel Zugaza al frente del Museo del Prado es uno de los ejemplos de éxito en el ámbito internacional. Nacido en Durango en medio de una familia entregada a la cultura, vasco en el mundo, ha sabido defender el Prado de la crisis con su diplomacia de Deusto y la seguridad de que ese transatlántico de la cultura contemplará la historia presente con el guiño de su sabia mirada.
¿Cuál fue su primer cuadro, el primero que le impactó? Los de mi casa, los de mi madre, ella pintaba, así que desde niño no solo veía cuadros, sino la dificultad que entrañan, por eso entiendo a los artistas. Pero comprender que lo que llamamos arte supone algo más, probablemente fue en las primeras visitas a este museo, al de Bellas Artes de Bilbao. Era un baptisterio en el camino de iniciación para quienes crecimos aquí.
¿Y después? Cuando fui a Londres a ver la Tate Gallery, allí disfruté mi primera experiencia seria con el arte contemporáneo. Tengo la sensación de haber entrado en ese museo y salir renovado.
Un cuadro es un objeto bastante cotidiano; aun así, los museos se han convertido en auténticos centros de espectáculo de masas. ¿Cuál es su magnetismo para ejercer tanta atracción? El arte es una forma de entender el mundo. Como los seres humanos somos muy cotillas, nos interesa saber cómo ven el universo los demás. Siempre me ha llamado la atención la poca gente que visita el Jardín Botánico, vecino al Prado, en comparación con quienes entran en el museo. En muchos aspectos, el arte no es más que una imitación de la naturaleza, y nos fascina. Primero, la capacidad técnica de los artistas para reproducir lo real, y segundo, la visión del creador, su interpretación del mundo. Por eso, muchas veces, cuando la gente acude a los museos, entra a ver cuadros, pero también a encontrarse con biografías, con los propios artistas y quieren enterarse de su evolución, de los cambios a la hora de percibir lo que les rodea. Nos interesa ese ejercicio de individualidad.
Más que una visión del mundo, ¿no buscamos belleza? Sí, pero tan importante como eso es el conocimiento, la sabiduría, esas dos caras de la misma moneda. El arte, desde los griegos, era un sistema de conocimiento, después evoluciona a otra cosa. Cuando entras ahora en un museo de arte contemporáneo es fácil encontrar un cartel que diga: “El arte ha muerto”. En contraposición a eso, los museos históricos muestran la evolución del ser humano. Ese era el emblema del gran artista como Leonardo, que pinta, pero no deja de interesarse por la técnica, la historia.
De ahí que reprodujeran también, como diseñadores de lo ignoto, objetos, vida, mundos que no estaban al alcance de sus entornos, como ‘El rinoceronte’ de Durero, por ejemplo. Cuando se restauraba en el Prado el Adán y Eva de Durero por parte de Maite Dávila, yo le decía: “Nunca vas a estar más cerca de Dios”. Trabajaba con dos originales de un artista que fue capaz de renovar el canon de la figura humana en la edad moderna. Para eso se centró en dos figuras que representan el inicio de la humanidad, por tanto era una manera de acercarse a lo divino. Esa mentalidad científica es la que me interesa. Lo que llamamos belleza es el celofán que envuelve el regalo que en sí es el arte. En realidad, lo importante queda en la exploración de caminos nuevos del conocimiento.
Al público de hoy nos cuesta hacernos a esa idea porque ya todo ese bagaje nos lo da la fotografía, los mapas, la infografía, el diseño. Las pinturas de entonces podrían tener algo de catálogo del mundo, pero, insisto, ¿no era el tratamiento de una cierta belleza lo que distinguía a unos artistas de otros? Era una calidad determinada, su técnica y su visión. Cuando hablamos de Velázquez, no lo podemos reducir a la belleza, hay algo mucho más potente. También nos quedamos cortos si hablamos de su técnica prodigiosa. Las meninas tiene algo de esa precisión fotográfica, pero nos interesa más su pensamiento. Utiliza el lenguaje de la pintura, pero nos asombra ese cerebro, cómo opera la mente que da lugar a cada uno de sus cuadros. Velázquez, además, no tenía una vida de leyenda como la que nos puede fascinar en Van Gogh o Goya o Caravaggio… Fue un funcionario, bien mandao, no sabemos casi qué se le pasaba por la cabeza, desconocemos sus viajes a Italia, tan importantes para su carrera; en cambio, su pintura es capaz de trasladarnos una visión de su época, de la Europa, la España en crisis, en decadencia, en la que se ilumina el pensamiento contemporáneo. Entonces ahí la belleza queda en un lugar apartado.
¿Está sobrevalorada? Es un concepto un tanto anticuado. A mí me vale también. Pero prefiero hablar de calidad, aunque hoy, si la calidad la medimos desde el punto de vista técnico, los artistas contemporáneos terminan por rechazar la idea de trabajar con las manos, ejecutar el objeto; están más centrados en la inventiva y sus sistemas de pensamiento.
O sea, ¿nos llevaríamos grandes sorpresas hoy con artistas de renombre que no saben hacer la O con un canuto, que son más bien manazas? Bueno, la habilidad técnica se ha ido despreciando por sectores del arte de vanguardia.
Miguel Zugaza
Nacido en Durango (Bizkaia) en 1964, su carrera dentro del mundo museográfico comienza a ser meteórica cuando con apenas 30 años ya era responsable de conservación del Centro de Arte Reina Sofía. Hijo del editor Leopoldo Zugaza, estudió Geografía e Historia en Deusto y en la Universidad Complutense.
Su exitosa labor al frente del Museo de Bellas Artes de Bilbao cuando el efecto Guggenheim había eclipsado un tanto el perfil de la pinacoteca hizo que el Gobierno de Aznar se fijara en él para arreglar los problemas de gestión del Prado. En 2002 entró como director, un puesto desde el que impulsó una ley específica con la que ha conseguido una autonomía y un consenso ejemplares.
¿Cuál es la obsesión más pedestre de un director del Prado? Que no te roben un cuadro.
¿Y la más noble? Dar impulso a dos misiones: producir ciencia, que se conozca mejor lo que conservas, y difundir, poner a disposición de la sociedad esas obras para públicos muy diferentes, tanto un escolar como un catedrático de universidad. Cuando se inventaron los museos tal como los conocemos hoy, en la época de la Revolución Francesa, lo hicieron para eso.
Y el estrellato, ¿dónde queda? Son los artistas de la colección. Pero no está mal que se considere a Tiziano, a Rubens, a El Bosco personalidades imprescindibles para el mundo de hoy.
En el Prado existe esa ventaja. Una colección imprescindible, pero cuando no se tiene tanto, ¿no se les va un poco la medida a otros museos? ¿Notan una competencia agresiva? La ventaja de los museos de arte antiguo es que no se parecen entre sí, no existe competencia. Pero los de arte contemporáneo se parecen más unos a otros, y esa rivalidad se nota. El arte es espectáculo o no es nada, yo no lo veo con desconfianza. Y generalizar que la gente acuda a los museos en masa es un activo, incorporarlo como un hábito.
¿Ha aumentado la afluencia con la crisis? Hasta el año pasado sí. En el Prado, 2011 y 2012 han sido los de mayor afluencia de visitantes. En 2013 se ha resentido por la caída del turismo en Madrid, ahí dependemos de la capacidad que tenga una ciudad de atraer un número concreto de visitantes.
¿Empieza eso a ser un drama? Pues habrá que cambiarlo, ¿no? El Prado hará todos los esfuerzos para que no continúe tal tendencia. El turismo cultural se centra mucho en los museos. Ejercemos influencia. La crisis ha hecho mella.
¿La cantidad es poder? Hablo de visitantes… Es un error medir el éxito de un museo por el número de visitantes. Lo he dicho cuando triplicábamos el número de visitas. Puede ser un indicador importante, pero no el principal. El problema es que no hay otros que nos ayuden a medir la salud de nuestras instituciones.
¿Eso lo dice ahora porque desde el Reina Sofía, este año, parece que les han superado en número? Me alegro por ellos. Me parece estupendo que les vaya bien en ese sentido, pero insisto que no es necesario dar trascendencia a eso incluso cuando te va bien.
¿Aumenta por ello el pique que hay entre ustedes? Clama un poco al cielo. La rivalidad entre museos históricos y contemporáneos existe en todas partes del mundo. Es saludable y positivo. Una historia que se remonta a la querella entre antiguos y modernos, al siglo XVIII por lo menos. Cuando existe, además en un determinado espacio, que se den tanto complementariedad como competencia resulta muy sano.
Hace gracia además que los caracteres de los dos responsables que lo dirigen sean tan distintos. Usted, vasco, hacia dentro, y Manuel Borja-Villel, levantino y expansivo. Llamativo contraste. Ya, lo que debe haber es una competencia noble y no personalismos. Yo no entiendo así mi dirección del Prado. Es la institución la que prima. Me llevo muy bien con él y su gestión me parece acertada, hace lo que mejor puede hacer en un museo de esas características: reinventar sus discursos y posiciones con respecto a su lugar en un panorama como el del arte de nuestros días. Tiene una visión potente, te guste o no su programa.
¿Los de los museos históricos se sienten un poco por encima? No, no, en términos de suficiencia, no. No lo admito.
Pero el convencimiento de que lo suyo es más exclusivo y los museos contemporáneos se parecen todos entre sí puede llevar a sacar esa conclusión. Pero es verdad. Por una razón histórica. El coleccionismo que se ejercía por los monarcas siglos atrás no se parecía entre ningunos de ellos. Luego, esas colecciones han sido las que han nutrido nuestros museos nacionales.
Lo que no le ha debido de sentar bien a Borja-Villel es que le quisiera quitar el ‘Guernica’ en aquella operación mediante la cual usted proponía que se trasladara al entorno del Prado. ¿Han superado esas diferencias? Hay que partir del principio de que nadie le quiso quitar nada a nadie. Pero sigo pensando que el Prado hay que completarlo con Picasso, con el arte de principios del siglo XX. Es un museo que progresa históricamente. En la medida que el tiempo avanza, si antes acababa en Goya, dentro de unos años tendrá que incorporarse Picasso. Es algo natural y tiene que ver con el rigor de los acontecimientos en la historia del arte, no es una visión caprichosa.
Pero Picassos hay muchos. ¿Por qué se habían empeñado en concreto con el ‘Guernica’? Mientras esté desempeñando un papel importante en el Reina Sofía, tendrá que quedar ahí. Pero en un futuro, y yo no lo veré como director del Prado, tarde o temprano, tendríamos no solo que atender a la voluntad del artista –que quiso que acabara en el Prado–, sino al sentido histórico del cuadro y de su posición definitiva entre sus pares, Velázquez y Goya especialmente. La propuesta se centraba en una colaboración conjunta. Tratar de trabajar los dos museos juntos en un espacio que era el salón de reinos, una invitación a colaborar, pero se entendió injustamente como una especie de ataque al otro museo, por otra parte, muy típico de nuestro país.
Bueno, aquello venía a ser como quitarle la novia. No sé si me estoy explicando bien. Tarde o temprano, la historia acabará teniendo ese desenlace, pero mientras sea crucial ese cuadro para el Reina Sofía, no.
Ha dicho usted que no lo verá, pero no que no hará lo posible para que se produzca, aunque sea más adelante. No, solo pienso en voz alta sobre algo que terminará pasando, como ocurrió ya con el arte del XIX. Por otra parte, creo que una forma de normalizar la historia de este país también pasa por aceptar que Picasso puede estar en el Prado. Sería muy saludable desde el punto de vista de la madurez cultural española.
A ver si también vamos a tener la culpa los españolitos de a pie de eso. No, es una manera de trasladar al mundo un discurso de aceptación natural de la historia, que ya hemos digerido incluso lo que ha ocurrido en nuestro siglo XX. Para ello, el símbolo del Guernica es muy fuerte.
¿Eso lo diría también siendo director del Reina Sofía? Lo dije cuando fui su subdirector, así que no tengo ningún problema. Pero lo mismo que creo que debe ser así en el caso de Picasso, no me opongo a que el discurso del Reina pueda empezar con Goya. Caben esos solapamientos.
Cuando usted llegó al Prado nombrado por Pilar del Castillo, en pleno Gobierno de Aznar, pensó que lo suyo iba a ser temporal. De hecho, ni se mudó con su familia. Lleva ya 12 años y tres Gobiernos, mucha mano izquierda la suya. Lo que es una figura de consenso es la institución, y cuando se hizo un pacto parlamentario en la época de Felipe González, la idea era apartar a la dirección del museo de una lucha partidista y que siguiera su camino natural. Profesionalizarlo y separarlo de la batalla política. Creo que, en mi caso, como director, he podido constatar la pervivencia de ese espíritu.
¿Es lo único que genera consenso en este país, el Museo del Prado? Debe ser así en todo nuestro sector.
De todas maneras, su habilidad para la diplomacia queda probada. Diré que cuando acepté el puesto, tampoco se daban tortas por él.
¿Qué ocurría? Era una época muy complicada con respecto a la situación interna. Se notaba un manojo de nervios, se entremezclaban las competencias entre la dirección, el patronato, los conservadores. Se imponía establecer orden.
¿Ahora, quien más manda es el director? Cada uno se ocupa de lo suyo. Hemos conformado un sistema con bastantes contrapesos, está todo muy repartido.
Ha sido un modelo que todos han querido copiar con su propia ley después: desde el Teatro Real hasta el propio Reina Sofía. Es muy positivo, se basa en la autonomía, la libertad, pero también en la responsabilidad de la propia institución a la hora de dotarse de medios. Nosotros lo llevamos a rajatabla. Este año, a pesar de caer el número de visitantes, vamos a producir el 70% de la autofinanciación, es muchísimo. Por lo menos, este año, en cuanto a las ayudas públicas, han congelado la caída.
¿Se fían? Yo espero que sí. No ha sido para nadie plato de buen gusto recortar los presupuestos públicos.
Parece que algunos lo aplican con placer sádico. No me imagino a nadie así.
Yo sospecho de algunos, no sé por qué. Yo me fío, está en los presupuestos. Lo que hay que hacer es un reconocimiento a la sociedad civil. El número de amigos del museo ha crecido, por ejemplo, con cantidades aportadas de entre 80 euros y 8.000, lo que aportan las empresas benefactoras supone el 15% del presupuesto. Hemos recibido ahora la donación de la familia Várez Fisa... Esto es muy importante, y encima sin nueva ley de Mecenazgo.
Esa norma que nunca llega. Para hacer una buena ley de Mecenazgo habrá que esperar lo que sea necesario, pero que sea una buena ley, no un retoque.
Hasta el momento, ¿qué lo impide? La situación económica.
¿Montoro? Los criterios de Hacienda, parece.
Para usted, ¿cómo sería una ley de Mecenazgo ideal? En España, aquella que premie la aportación privada al ámbito público. El tejido cultural español lo soportan las instituciones públicas; por tanto, la aportación de las privadas a ese ámbito debe tener un beneficio mayor. Sea en museos, centros de investigación, salud, educación… Si se hace una ley que contente solo a los lobbys privados, tendrá menos valía para nosotros.
¿Debería el Museo del Prado ser rentable? Lo es en muchos sentidos. Lo que aporta a la Comunidad de Madrid, por ejemplo, es superior a lo que le cuesta al erario público, genera mucho más dinero y más empleo para la ciudad de lo que recibe.
¿Por qué los políticos no entienden los beneficios tangibles y no tangibles de la cultura? Para que lo entiendan se lo debe reclamar la sociedad civil. La cultura forma parte de la esencia de los servicios públicos y la sociedad debe entender que un puesto de trabajo en un museo es tan importante como en un hospital o un colegio. Debe ser la sociedad la que reclame que cuando llegan las dificultades no sea la cultura quien pague las consecuencias.
¿Está usted haciendo un homenaje a Goya? ¿Por qué?
¿Llamando a la rebelión del 2 de mayo? No, no, ocurre que los datos que tienen que ver con la cultura y la economía los manejamos con mucha torpeza. No somos capaces de transmitir bien su importancia, la sociedad debe tomar conciencia de que, aparte de la importancia que tiene la cultura con respecto a nuestra identidad, es un gran activo económico. Genera riqueza y trabajo de calidad. Nos apoyaremos en él para salir de la crisis, no tengo ninguna duda.
¿Marca España? No sé muy bien qué es.
Un fiasco, por ahora. España debe desempeñar un papel de liderazgo en la creación artística y en el patrimonio. Nos hemos equivocado en muchas cosas, pero algo bueno de los tiempos pasados es que hemos formado grandes profesionales en este campo y hay que sacar partido de ello.
Cuando les enseña a sus hijos un cuadro, ¿qué les transmite? Intento no ser muy pesado, los niños deben establecer una relación con la pintura natural, que vayan mirando, más que enseñarles. El arte, de todas formas, es una experiencia que se disfruta más de adulto, como un buen vino, mientras tanto puedes ayudarles a despertar sus sentidos de una manera conveniente. Así es como lo disfrutarán después, cuando cuentas con una experiencia de vida importante.
¿En la emoción de mirar un cuadro prima más la experiencia que el instinto? Sin duda. No se puede admirar la Vista de Delft de Vermeer si no cuentas con una experiencia de lo que es el paisaje, la ciudad, necesitas información para interpretar su valor. Los museos no deberíamos ser tan paternalistas ni debemos sustituir con cúmulo de información lo que se circunscribe a una experiencia privada. Podemos hacer más con quien se ha quitado la telita de los ojos en cuanto a prejuicios y se abre a esa experiencia.
¿La telita de no disfrutar de un museo porque crees que no lo vas a entender bien? Sí, aunque esa pesa más en los centros de arte contemporáneo. Al entrar en un museo, hay gente que piensa que viene a examinarse; debemos acercarnos con la mentalidad de dar un paseo más que creyendo que vamos a hacer unas oposiciones. Uno debe llegar con cierto nivel de ignorancia para interesarse por las obras, luego lo vas aumentando a medida que superas el primer nivel de lectura.
¿Es el Prado, como dice Eduardo Arroyo en su guía del museo, la casa de los artistas? Es su dominio, claro que sí. La personalidad de todos ellos marca el ritmo, puede ser como visitar un barrio de artistas. Hay tal proporción y calidad de todos ellos que tienes la sensación de entrar en sus talleres. El recorrido está centrado en sus vidas, su personalidad, con tal fuerza que aunque lo quisieras cambiar, no podrías. Se ha decantado así, de esa forma maravillosa, con los años. En cuanto a los artistas vivos, también. El museo se convierte en una fuente de inspiración constante para el arte moderno. Es algo que se sigue produciendo de manera natural. Los grandes pintores franceses del XIX pasaron por el Prado. Quien tuvo mayor influencia fue Eduard Manet, en Picasso, la experiencia del museo es crucial y ahora, lo mismo. Tanto para Francis Bacon como para Lucian Freud, con quien tuve la suerte de compartir una visita, notas que representa un lugar muy especial para ellos.
Se lo sabrá usted de memoria. No soy un buen guía del Prado yo, los hay mejores dentro del museo; los conservadores son una fuente de sabiduría constante, tienen un nivel extraordinario. Trabajar con gente así en torno a una colección excepcional es un privilegio constante.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.