Daniel Brühl: “Soy un hipocondriaco de cuidado”
Treinta y cinco años, hipocondriaco, fuerte y formal. Hijo de padre alemán y madre catalana Esta es la historia de un actor de éxito forjado sin academicismos Una crónica de 24 horas deambulando con él por su Barcelona natal, en busca de las huellas de la infancia, de los amigos, de algunos de los respetados cineastas a los que ha conquistado
La tramontana azota con furia la barba pelirroja y el espeso cabello del actor, vestido durante una soleada tarde otoñal con vaqueros, camisa Burdeos y zapatillas deportivas a juego, mientras sus ojos marrones contemplan cual Ulises enfilando Ítaca el manto azul del horizonte desde un impresionante balcón con vistas al Mediterráneo. “Esta es la luz de Barcelona que echo de menos cuando estoy en Berlín”.
Del lado de allá, del lado de acá. Daniel Brühl González lleva el primer apellido de su padre alemán y el segundo de su madre catalana. Fruto de una mezcla de dos mundos separados por Francia, de donde también procede parte de su familia. Pero en cuestión de luces, dice, gana Barcelona. Aquí nació. Aquí pasó buena parte de su infancia. Y aquí ha rodado papeles de juventud en el cine. Su leyenda bien podría arrancar en este espectacular mirador de los Jardines del Turó del Putget, mitad escondite bohemio, mitad enclave iniciático, a unos pasos de la casa de sus padres en el barrio de Sant Gervasi. Nos ha traído para mostrarnos unas aledañas pistas de petanca en las que de pequeño se batía el cobre durante las vacaciones con tipos mucho mayores que él.
Barcelona significaba cuando era niño la libertad, frente a la escuela alemana de Colonia, donde sus padres le llevaron junto a sus dos hermanos mayores al poco de nacer. El trabajo del padre, Hanno Brühl, un director de películas y documentales para la televisión en Alemania, dictaba los designios de la familia. Pero el verano estaba reservado para la casa del barrio de Sant Gervasi, las visitas al tío Juan y a la tía Juani, los paseos en moto a lomos de la Montesa del primo Tito, silbando a las muchachas cual Pijoaparte de Marsé, y las conversaciones con el abuelo José Manuel, cronista taurino retirado, “que sabía mucho de toros y fútbol y a cuyo alrededor todo era distinto a Alemania”. Aquí tomaba Daniel batidos de Cacaolat y horchatas. Aquí tenía una familia catalana “como de Fellini o Berlanga, unos 30 o 40, todos hablando a la vez” cuando se reunían. “Venir a Barcelona era sentirse en casa, pero sin deberes, siempre en vacaciones”, recuerda en perfecto castellano.
Hoy sigue de alguna forma teniendo esa misma sensación cada vez que escapa de su ajetreada vida de estrella del celuloide, que ha trabajado a las órdenes de reputados cineastas como Tarantino, Winterbottom y Ron Howard, y regresa a esta urbe donde encuentra refugio en un diáfano dúplex de techos altos y terraza con vistas al Tibidabo. En un balcón de ese tercer piso del barrio de Gràcia asoma un banderín del Barça, su equipo del alma. El mismo club que cuando juega le hace volver a entornar la cara de pequeño buscavidas que ponía en las sencillas pistas de petanca que son su Rosebud y comparten espacio con el privilegiado mirador a esta ciudad, a la que incluso ha dedicado una divertida y extensa carta de amor en colaboración con Javier Cáceres en forma de libro. Un día en Barcelona (Indicios) constituye una declaración de amor que aspira a ser, según su texto, “sincera hacia esta maravillosa ciudad, no una cursilada en rosa como Vicky Cristina Barcelona”.
–Mire que como se entere Woody Allen se va a enfadar…
–Bueno, tampoco quisiera criticar demasiado su película. Retrata lo que a mucha gente le atrae de la ciudad. Pero esa no es la Barcelona auténtica. En la mía, además de la luz de su lado más turístico está la oscuridad, la sombra que aparece en Biutiful, de González Iñárritu, que tampoco es mi Barcelona y sería el retrato de la ciudad opuesta a Vicky Cristina Barcelona. Siempre he tenido una visión sobre Barcelona de sol y sombra. Desde los lados más oscuros del Raval, donde alucino porque no me haya pasado nada durante noches sin fin, hasta las terrazas bajo un cielo impresionante. Me siento un patriota local, aunque haya vivido mucho más en Colonia que aquí.
Antes de que cayera la noche y nos dejáramos envolver por una nube de ginebra templada con agua tónica paseamos hasta la colina de los Jardines del Putget en busca de las huellas de su infancia, no sin antes tapear a mediodía en La Pepita, cerca de su casa en el barrio de Gràcia, un restaurante donde le conocen mucho y le quieren más todavía. Y donde trajeron a la mesa una factura en la que en lugar de cifras los propietarios habían escrito estas letras: “¡Dani, ven a vernos más!”.
Subiendo por la calle de Verdi están los cines a los que suele venir cuando está en Barcelona. A la entrada se anuncian carteles con su cara por El quinto poder, donde recientemente ha dado vida al cofundador de Wikileaks. Por la calle también le reconocen muchos viandantes que salen de un Spar con bolsas de la compra. Y él, tan tranquilo, cruza la plaza de la Virreina cuando le llega al móvil una llamada de su hermano, “¡Aló!”, para pedirle que le felicite por su cumpleaños y solicitarle audiencia.
Soy un hipocondriaco de ciudado. Mi chica me psicoanaliza y he mejorado un poco"
Después del nacimiento en Alemania de los dos hermanos mayores, Marisa González quiso que su tercer hijo naciera en una clínica de Sant Gervasi. El padre, conocedor de los vaivenes de esta industria, se resistió a que se convirtiera en actor. Daniel logró convencerle. Hanno Brühl murió hace tres años. Estaba orgulloso de los papeles de su hijo. “Uno de los primeros lo rodé con él. Y me apoyó, como padre y como mentor creativo. El ruido blanco [2001], de Hans Weingartner, con quien repetí en Los edukadores, me lanzó. La vio Wolfgang Becker, me convocó para protagonizar Goodbye Lenin [2003] y comenzó a sonar mi nombre. Pero fue con aquel chico enfermo de esquizofrenia en El ruido blanco por el que recibí por primera vez una llamada de mi padre y escuché de su voz que le había impresionado. Ahí supe que esto podía ir en serio”.
El plan B, si todo salía mal, era el periodismo o la redacción de guiones. Se ganaba la vida desde la adolescencia, entre la radio, su banda de rock –“sí, hoy solo canto en la ducha”– y las películas. Esquivó el academicismo de las escuelas de actuación. Se forjó con coaches privados. Y a las inseguridades propias del oficio añade un delicado asunto: “Soy un hipocondriaco de cuidado. Y me da vergüenza de que aparezca ese miedo ante mi chica, me entran ataques de pánico y estoy seguro de que tengo tal o cual enfermedad. He visto a médicos por las razones más absurdas. Como ella es psicóloga sabe que es algo patológico. Ella me psicoanaliza. He mejorado un poco. Mi profesión me ha ayudado a enfrentarme a grandes miedos. Pero cuando me dieron el papel de Rush me cagué encima”.
A media tarde, sentado en una terraza frente a una botella grande de Vichy Catalán, el actor birla con simpatía un cigarrillo tras otro al periodista. “Ya hay confianza”, ríe a cada nuevo lance. Es fácil tener la sensación junto a él de estar pasando la tarde con un viejo amigo, compartiendo intimidades de todo tipo, hablando sobre la vida, la muerte y las mujeres. Acaba de llegar de una gira de promoción internacional “bestial” de Rush, el reciente pelotazo de taquilla dirigido por Ron Howard en el que Brühl se ha metido en la piel de la leyenda de la fórmula 1 Niki Lauda. Una actuación por la que muchos en Hollywood vislumbran su consolidación definitiva. Como explicará Ron Howard a El País Semanal días más tarde, “Daniel es tan concienzudamente europeo y tan camaleónico que desprende una aproximación única a los personajes. Es el sueño de cualquier director”.
El aludido es consciente de que no acabará “siendo un Tom Cruise”, ni le van a escoger como superhéroe americano. “Mis papeles, aunque los haga con acento americano, siempre serán europeos o extranjeros. Estoy limitado. Establecerme como actor europeo y poder trabajar de vez en cuando con directores estadounidenses que me interesan sería el ideal. Mis ídolos en Europa, por cómo han dirigido sus carreras, son referentes como Bardem y Christoph Waltz”.
Con este último crack oscarizado compartió cartel en Malditos bastardos, la alocada mirada hacia el nazismo perpetrada por Quentin Tarantino. “Hacía de capullo nazi, pero es que Dani está formidable incluso interpretando a un capullo nazi”, recuerda hoy Manel Huerga. Fascinado con él por la exitosa Goodbye Lenin, Huerga le fichó para que encarnase a Salvador Puig Antich, mito barcelonés de la lucha antifranquista, ajusticiado durante la dictadura mediante garrote vil. “Hacer Salvador fue una clase de Historia sobre mi tierra. Estuve en contacto con las hermanas de Puig Antich. Esa película me ayudó a entender lo joven que todavía es la democracia aquí”, recuerda el actor. Huerga reconoce que entonces necesitaban un reclamo internacional, al menos en Europa. “Además, su madre era catalana. Daniel era una mina de ventajas. Y para él suponía también firmar su primer filme en España”.
De aquel rodaje, además de la amistad con Manel Huerga, conserva la camaradería del también intérprete Marc Rodríguez, con quien compartimos ya de noche mesa y mantel en otro santuario del tapeo barcelonés. Las tapas constituyen otra de las pasiones de Daniel Brühl, a la que da rienda suelta en el bar que regenta en el muy berlinés barrio de Kreutzberg. “Me dijeron que yo iba a abrir un restaurante pijo. Pues, mira, hoy tenemos a nueve empleados y me ayuda a sentirme emocionalmente equilibrado. Mantener este negocio me enorgullece más que cualquiera de mis interpretaciones. Si no me llegaran más ofertas, igual abro otro bar de tapas en Barcelona”.
Durante la cena con su colega Marc, el actor y empresario se interesa por saber cuánto hay de verdad en la supuesta recuperación económica española que proclama el Gobierno conservador de Mariano Rajoy. Su ideología está en el lado opuesto al de la canciller democratacristiana Angela Merkel, cuyo mandato ha sido refrendado recientemente en las urnas. “Y aun así, los hemos tenido peores que ella en Alemania, debo decir”. Y añade: “Hay algo claro: los alemanes han sido listos y han sabido aprovecharse de los momentos de crisis, y en este sentido tengo un punto crítico con la política de Merkel. Pero cuando se generó la rabia por Alemania, sin querer defenderla, dije que se trataba de una crisis que se podía haber anticipado. En ese sentido, el Gobierno socialista de Zapatero me dio pena, pero también los populares han tomado decisiones erróneas. No entiendo de economía, pero tampoco comprendo los puntos optimistas de los que se está hablando acerca de la recuperación en España”.
Para el cineasta Ron Howard, "es tan europeo y camaleónico que tiene una aproximación única a los personajes"
Sobre el cisma secesionista catalán, considera “anacrónico que otra vez estemos hablando de separatismo en estos tiempos”. Le parece que “estos debates beben de un potencial que con la crisis se ha amplificado; sería un fallo que una comunidad tan frágil en estos tiempos se separe aún más, en lugar de solucionar los problemas dentro del país”. Y tampoco esquiva el Ivazo del 21% al sector cultural decretado por el Gobierno de Rajoy: “Pensé que estaban locos cuando vi la noticia. Así no se defiende el cine”.
De vuelta a las calles, no muestra miedo de que le reconozcan, de que le toquen. Asegura vivir la fama con la misma naturalidad en Berlín que en Barcelona, las dos ciudades donde tiene una casa. “En Berlín, la gente es reservada. El único coñazo es que hoy muchos pierden cada vez más la distancia con el rollo de las fotos de los móviles, y sin preguntar te apuntan desde la mesa de al lado. Esto sí me pasa en cualquier parte. Mi chica se sorprende de que aquí me paren y me digan cosas bonitas”.
A ella, Felicitas Rombold, la conoció en un bar de la capital alemana hace tres años. “Me hace muy feliz que no sea modelo, ni actriz, ni cantante”. Viven juntos en Berlín. Y a él le gusta la idea de fundar una familia. Si la descendencia le dijera que quiere seguir sus pasos, se cerrará en banda como hizo con él su padre. “Lo mío ha salido bien, pero me ha costado mucho. A los dieciocho, que hagan lo que quieran”.
El actor y su colega Marc seguirán después poniéndose al día entre barra y barra. A la mañana siguiente, la voz ronca de Brühl suena al otro lado del telefonillo de su casa. “¡Ahora bajo!”. Desayuno con zumo y cruasán a la vera del Mercat de Gràcia, en el establecimiento de una señora que gruñe y que a Daniel le encanta. Definitivamente, la suya no es la Barcelona de Vicky Cristina Barcelona. La suya es una ciudad de luces y sombras. “En un futuro me veo viviendo aquí con mi chica. Pero Rush ha supuesto mi verdadero salto internacional, y nuestro proyecto es mudarnos a Nueva York”.
Tiene 35 años, mide alrededor de 1,80 y atesora cerca de medio centenar de películas. Es hipocondriaco, fuerte y formal. Tras despedirse en una esquina de la Travessera de Gràcia, viajará a Italia para rodar bajo la dirección del británico Michael Winterbottom. Su proyección internacional crece como la espuma. Del barrio de Gràcia a Hollywood. Tres o cuatro años atrás, todo estuvo a punto de torcerse. “No llegaban proyectos que me interesaran. Era demasiado joven para interpretar a hombres maduros. Aún hay gente, por películas como Goodbye Lenin, que piensa que soy el chico más simpático del mundo. Precisamente acabo de volver a rodar con su director, Wolfgang Becker. Y por fin he logrado el papel más cabrón que he hecho jamás”.
Y se marchó sorteando el tráfico mañanero, entre las luces y sombras de la ciudad
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