La incurable enfermedad de Atenas
La decadencia de la ciudad se ha ido larvando poco a poco, desde antes de la crisis. Se desvanece el recuerdo de lo que fue y en el camino pierde su sustancia y la belleza paradisíaca de sus noches
Atenas está en vías de convertirse en una sombra de sí misma. Los barrios parecen descuidados y abandonados y a menudo ofrecen estridentes contrastes sociales. Una gran parte del lustre que se obtuvo con los Juegos Olímpicos se apaga.
Atenas se muere. No de un ataque al corazón, sino de alzhéimer. La ciudad pierde su memoria, ya no reconoce su entorno y cada vez tiene menos contacto con la gente que vive en ella. La memoria de la ciudad se desvanece poco a poco; Atenas está perdiendo los cimientos de su existencia. Esta merma de los recuerdos afecta sobre todo a los barrios de clase media y de la pequeña burguesía. Quien circule por sus sombrías calles verá las hileras de tiendas y comercios cerrados, llenos de pintadas salvajes. El ejemplo más impresionante de este deterioro se observa en la avenida Patisíon, una de las más viejas y extensas. En ella, la clase media realizaba tradicionalmente sus compras. Hoy, uno de cada dos comercios está vacío. Los escaparates aparecen cubiertos de pegatinas y anuncios de viviendas desocupadas que aguardan inútilmente algún inquilino.
Los peatones caminan sin prestar atención ni mirar hacia esos espacios vacíos. Si se les preguntara qué clase de comercio había antes allí, responderían desconcertados: “¿Ropa, quizá?”, o “¿Zapatos?”, solo porque la mayoría de estas tiendas se dedicaban a la moda o eran zapaterías. ¿Quién puede comprar todavía hoy ropa o zapatos en Atenas? Según las estadísticas, el 80% de los atenienses ya no está en condiciones de costear su vida.
En casi todas las zonas residenciales del centro puede verse la misma imagen de desolación. El barrio de Kypseli, donde vivo, fue hasta los años ochenta la zona residencial de la clase media. Ahora se ha convertido en un barrio de inmigrantes, habitado sobre todo por africanos. En las aceras próximas a mi casa escucho con frecuencia hablar en francés, pero apenas veo a jóvenes de mi país. El griego lo hablan solo los jubilados.
En las aceras de mi
barrio apenas veo
jóvenes de mi país.
El griego solo lo
hablan los jubilados
No hay que buscar las raíces de este éxodo en la crisis actual, sino en la época de la riqueza ficticia. A mediados de los ochenta, los ciudadanos de clase media ya no querían seguir respirando el aire contaminado del centro urbano, y también estaban hartos de los ruidos y los permanentes atascos. Pero, ante todo, querían vivir como nuevos ricos, de modo que abandonaron sus zonas residenciales para mudarse a los barrios periféricos. Solo se quedaron en el centro los pensionistas y algunos artistas e intelectuales que no pudieron o no quisieron abandonar sus viviendas, por razones económicas, pero también por razones de fidelidad.
Más adelante se produjo la gran oleada de inmigración. Para los inmigrantes, esas zonas urbanas abandonadas fueron una bendición. Y no es cierto lo que decían los habitantes que seguían viviendo en esas zonas, sobre todo los pensionistas: que sus inmuebles habían perdido valor por culpa de la llegada de los inmigrantes. Los inmigrantes se trasladaron allí porque las viviendas permanecían vacías y los alquileres eran muy baratos.
Aquellos propietarios que no vendieron sus viejas casas ahora están haciendo un buen negocio. Las alquilan a la vez a varios inmigrantes que viven solos, y cada uno de ellos paga 30 euros al mes aproximadamente. Esos propietarios se embolsan de este modo un alquiler mensual claramente más elevado que la media. Mientras, los inmigrantes duermen por turno en esas casas. Se trata de dinero negro. Estos alquileres no se declaran a Hacienda y los propietarios no pagan ningún impuesto.
El predominio de la inmigración ha transformado estas zonas en enclaves de racismo. Y puesto que ni el Estado griego ni la ciudad de Atenas han sabido o podido desarrollar una política racional sobre la inmigración o sobre la ciudad, estos barrios se han convertido en bastiones del partido neonazi Aurora Dorada. Los ancianos y jubilados tienen miedo de los inmigrantes. Los neonazis los protegen. Los acompañan al banco para evitarles supuestos asaltos, y por las noches duermen cerca de ellos para que se crean seguros.
Suelo pasear por el casco viejo de mi ciudad. Es la zona más hermosa de Atenas, al menos del centro, no solo por la Acrópolis o el antiguo cementerio del Cerámico, sino porque es también la parte más vieja de la Atenas moderna. Fue erigido en los años treinta del siglo XIX, en parte por arquitectos alemanes, durante la época del dominio bávaro en Grecia. Por ejemplo, Ernst Ziller construyó el Teatro Nacional de Atenas y la Oficina Central de Correos; y el Palacio Real, hoy sede del Parlamento, es obra de Friedrich von Gärtner, el arquitecto de la corte del rey de Baviera.
Tras la marcha de los bávaros, la ciudad vieja perdió paulatinamente su encanto hasta quedar abandonada a su suerte. Pero en los años ochenta del pasado siglo fue sometida a una rehabilitación integral. En 2004, durante los Juegos Olímpicos, había recuperado todo su esplendor. No se reparó en gastos para renovar antiguos edificios. Se construyeron nuevos hoteles, que contaban con hacer un buen negocio con los espectadores de las pruebas deportivas. Las expectativas no se cumplieron y desde entonces todo ha ido cuesta abajo. Muchos hoteles del centro tuvieron que cerrar por falta de clientes.
La delincuencia,
el tráfico de drogas
y las prostitutas han
tomado los alrededores
de la plaza Omonia
El recuerdo más notable de esos años es la zona peatonal que arranca del templo de Hefesto y discurre a lo largo de la Acrópolis. A la derecha se halla la colina de las Ninfas, a la izquierda la Acrópolis y cuando se llega al final de este paseo aparecen las columnas del templo de Zeus. La crisis y la ruina han pasado de largo de esta zona turística. El paseante que camina hoy día por la ciudad vieja no ve ninguna diferencia apreciable. Es cierto que el número de inmigrantes ha aumentado en el centro, pero esto no tiene nada que ver con ninguna nueva oleada de inmigrantes, sino con el desempleo. Los emigrantes se desplazan de un lado a otro y buscan trabajo desesperadamente.
Esta zona, que apenas se ha visto afectada por la crisis, es el barrio de Plaka, situado al pie de la Acrópolis. Junto con el resto de la ciudad vieja, Plaka fue sometido a una costosa renovación. Las tabernuchas desiertas y los bares musicales más baratos cerraron y los propietarios de viviendas obtuvieron facilidades para rehabilitar sus casas. Los precios de los inmuebles aumentaron y hoy Plaka es un barrio elegante, habitado por empresarios ricos; sobre todo, armadores.
He tenido la fortuna de viajar mucho a lo largo de mi vida. No conozco ninguna otra ciudad que se transforme tanto durante la noche como Atenas. En realidad, los atenienses viven en dos ciudades: en una Atenas diurna y otra nocturna. Seguramente solo soportan el infierno de contaminación, ruido y atascos de tráfico porque por las noches se les conceden unas horas en el paraíso. La oscuridad logra esconder el desagradable rostro diurno de Atenas, levantado a base de bloques de cemento en la época del “crecimiento griego”, en los años cincuenta y sesenta.
La crisis ha terminado con esta Atenas nocturna. Desde las nueve de la noche, uno camina por calles vacías y ve colas de taxis que aguardan clientes inútilmente. Muchas tabernas y restaurantes ya solo abren los sábados; en muchos rincones de la ciudad vieja los sin techo se sientan para comer su escaso pan. Lo peor está en los alrededores de la plaza de Omonia, convertidos en una zona de delincuencia y ocupados por traficantes de droga y prostitutas extranjeras, controladas por la mafia rusa. Las calles que tienen locales para jóvenes también están llenas durante la semana. Con una botella de cerveza en la mano, estos se sientan en la acera delante de los bares y disfrutan de la música que sale del interior de aquellos.
Estas áreas urbanas que han perdido la tranquilidad nocturna son las antiguas zonas de la clase media y la pequeña burguesía del centro. Casi todas las noches se registra en ellas algún altercado callejero. A veces son culpa de los neonazis de Aurora Dorada, que van a la caza del inmigrante. Otras, de las bandas de inmigrantes, que se pelean entre ellas para asegurarse un rincón donde traficar con estupefacientes. A ello se suma la policía, que lucha inútilmente en ambos frentes para restablecer el orden. Mientras tanto, las reyertas urbanas se producen también en la ciudad vieja.
Tengo dos amigos que viven en Agios Panteleimon, el peor barrio de todos. Uno es músico; el otro, crítico de cine. Los dos dicen lo mismo: ya no se puede vivir allí. No obstante, allí siguen, como otros artistas y gentes de la cultura. Intentan hacer la vida un poco más soportable mediante centros culturales y otros proyectos. Es su manera de luchar contra el alzhéimer. Pero, como sabemos, el alzhéimer es una enfermedad incurable.
Petros Márkaris (Estambul, 1937) es el autor de las novelas policiacas protagonizadas por el inspector Kostas Jaritos. Pan, educación, libertad (Tusquets) es la más reciente.
© Neue Zürcher Zeitung.
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