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Tribuna
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Las FARC y el último muerto

La democracia ha comenzado a subvertir el viejo orden de miedo y silencio

Colombia es uno de los países más violentos del continente, sin embargo, no ha sido un país de dictaduras militares como las de Centro y Suramérica, sino de tradición civilista. El autoritarismo y las violaciones a los derechos humanos adquirieron formas asolapadas, ya que el Estado dejó casi todo el trabajo sucio en manos de terceros. Sus contrastes van más allá de sus profundas desigualdades sociales y el país tiene en su historia lo mismo a grandes bandidos que a notables escritores y artistas, todos de talla mundial. En su identidad se mezcla la Colombia urbana sofisticada que asombra por su riqueza cultural y exquisitez intelectual, con la Colombia rural y salvaje que asombra por sus riquezas naturales y brutal violencia.

Las recientes protestas en el campo colombiano podrían hacer pensar que el país está entrando a una severa crisis o que se aproxima una revolución. La violencia en Colombia tiene mucho que ver con la tardanza del Estado en hacerse cargo de un territorio en el que las riquezas van desde esmeraldas, oro y petróleo hasta mariguana, coca y amapola. La ausencia de Estado en la Colombia rural profunda y la abundancia de riquezas en ésta, le cedió terreno a poderes alternativos. Estos poderes le arrebataron al Estado los monopolios de la violencia legítima, la tributación y la justicia, dando origen a conflictos que combinan la codicia por la riqueza y los agravios por la desigualdad y el abandono.

Gran parte del campo colombiano permaneció largo tiempo bajo control de grupos guerrilleros de izquierda, organizaciones paramilitares de derecha, carteles de narcotraficantes y bandas criminales de todo tipo. La democracia no ha sido parte de la Colombia rural, en ésta ha gobernado el miedo y el silencio impuesto a fuerza de masacres, desapariciones, torturas y ejecuciones. La guerra y la “justicia” de los sicarios, los revolucionarios y los contrarrevolucionarios han dejado 220,000 muertos, 27,000 secuestrados, 25,000 desaparecidos y cuatro millones de desplazados en los últimos 60 años. En esas condiciones ¿quién podía entonces atreverse a protestar? Las recientes protestas son por ello buena noticia, aunque representen un escenario complicado. Se está acabando el vacío de Estado y la democracia ha comenzado subvertir el viejo orden rural de silencio y miedo.

El final del viejo orden rural, marcado por la violencia, está creando un período de convulsión social y política

En los más de 1,100 municipios de Colombia ahora está presente el poder coercitivo del Estado; los paramilitares fueron desmovilizados; funcionan los alcaldes; se están restituyendo las tierras que fueron apropiadas indebidamente por criminales, paramilitares, insurgentes y hasta por grupos económicos; están en debate y fiscalización grandes inversiones; está en marcha un plan para colocar internet en todos los municipios y, lo más importante, hay en desarrollo conversaciones de paz con las FARC y el ELN. Colombia rompió con la lógica de Estado débil y barato que establecieron los organismos financieros internacionales a finales de los 80s y demostró que invertir en seguridad es altamente rentable. En una década el presupuesto estatal pasó de veinticinco mil millones a cien mil millones de dólares. El resultado fue que el Producto Interno Bruto pasó de cien mil millones a cuatrocientos mil millones de dólares.

Sin embargo, el final del viejo orden rural ha traído nuevos problemas. Las desmovilizaciones de paramilitares han dejado numerosas bandas criminales que se dedican a las drogas y a la minería ilegal; el ordenamiento de la propiedad y la restitución de tierras ha traído múltiples disputas; los proyectos de grandes inversiones implican conflictos con el medio ambiente y con las comunidades; los tratados de libre comercio generan exigencias de proteccionismo; la presencia del Estado destapó numerosas demandas sociales y económicas de los campesinos; y las conversaciones de paz con las FARC y el ELN han generado posiciones encontradas sobre los derechos de las víctimas, la justicia transicional y la participación política de las guerrillas. Colombia ha entrado a los dolores de un posconflicto que demanda elevados niveles de pragmatismo y en el que se confrontan la resistencia del viejo orden rural adicto a la violencia, con los dogmatismos de la cultura política urbana.

Dentro de todas las temáticas citadas es el proceso de paz lo más controvertido, dado que las guerrillas son el componente más organizado del viejo orden rural que se está derrumbando. Las insurgencias obligaron a que los poderes fácticos del país se ocuparan por fin del campo. Sin embargo ahora éstas se encuentran profundamente debilitadas y deslegitimadas. Los estudios de opinión dicen que la mayoría respalda el proceso de paz, pero contradictoriamente rechaza que los dirigentes de las guerrillas participen en política, algo inherente a cualquier pacificación. Paradójicamente en la Habana las FARC hacen propuestas desproporcionadas a su fuerza y a una realidad en la cual la violencia que practican ya no da poder, sino que lo elimina. Han hecho más de 200 propuestas “mínimas”, quieren una Asamblea Constituyente, cambios en el modelo económico y reformas profundas al Estado. Están negociando como si tuvieran un apoyo multitudinario y cincuenta mil combatientes a las puertas de Bogotá, cuando en realidad su única opción es desarmarse rápidamente y hacer política.

Colombia rompió con la lógica de Estado débil y barato que establecieron los organismos financieros internacionales a finales de los ochenta

Una negociación de paz es, en última instancia, igual que cualquier operación comercial. Sólo puedes exigir lo que puedes pagar y con el tiempo los precios de lo que se demanda tienden a subir. Hace treinta años las constituyentes y los perdones estaban baratos, pero las FARC perdieron esa oportunidad. En Colombia no hay empate militar ni la negociación es entre partes iguales. Las FARC tienen una dirigencia que está en la tercera edad; son considerados terroristas por la comunidad internacional mientras Venezuela, Ecuador y Cuba ya no apoyan la lucha armada, sino la paz. Han pasado de tener 25,000 hombres a tener 8000; su actividad militar es esporádica, irrelevante y alejada de los centros vitales; han perdido sus bastiones territoriales; sufren numerosas deserciones que reponen reclutando niños; tienen ahora más combatientes desmovilizados que alzados; sus jefes estratégicos han sido eliminados y los que le quedan dentro de Colombia están bajo asedio y en peligro de morir en combate.

Las FARC tienen el tiempo en su contra, pero negocian con lentitud y se quejan de que el gobierno tiene prisa. Sin embargo, la correlación de fuerzas a favor del Estado seguirá mejorando y la situación de la insurgencia empeorando. Prolongar las negociaciones en esas condiciones sólo servirá para desmoralizar a los combatientes. No es casual que con las conversaciones hayan aumentado las deserciones. En una guerra nadie quiere ser el último muerto. Para los combatientes de las FARC los más de treinta dirigentes que componen la delegación de paz están exiliados viviendo cómodamente y sin riesgos en la Habana, mientras ellos pueden ser las últimos muertos de una guerra que ya está condenada a terminar.

Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.

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