El derecho a probar suerte
España ha pasado en poco tiempo de ser país de inmigración a país de emigración
Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) más de 220.000 ciudadanos españoles emigraron desde el inicio de la crisis en 2008 hasta el 2012. Esto, unido al número de ciudadanos no españoles que abandonaron el país, supuso que en 2012, y por segundo año consecutivo, España registrase un saldo migratorio negativo de 162.390 personas. Dicho de otro modo, se fueron más personas de las que llegaron y esta tendencia se mantendrá según el INE hasta el año 2020.
Si bien es cierto que algunos de los españoles que se van regresan al cabo de unos meses sin haber encontrado el trabajo deseado, estos datos demuestran la imprevisibilidad de los flujos migratorios actuales, la rapidez con la que un país considerado como de inmigración puede transformarse eventualmente en uno de emigración y la correspondiente necesidad de debates más sosegados en torno a un fenómeno, el de la movilidad, que es tan antiguo como la propia humanidad. De hecho, es muy probable que un gran número de españoles tenga algún familiar o amigo que se haya ido recientemente a probar suerte en otros lugares, en una reedición de una realidad que históricamente no nos ha sido en absoluto ajena.
Un ciudadano español que resida en Berlín o Londres no es un inmigrante sino un ciudadano europeo
Los destinos escogidos por esta nueva emigración varían enormemente, pero se concentran en la Unión Europea y América Latina, dos realidades muy distintas dadas las diferencias de carácter jurídico entre quien se traslada a un país de la UE y quien lo hace a cualquier otro lugar del mundo. Estas diferencias hacen necesarias algunas puntualizaciones respecto al uso de determinados términos en el habitual discurso político y periodístico que pueden generar confusión, sobre todo si tenemos en cuenta que este otoño se celebra el 20º aniversario de la entrada en vigor del Tratado de Maastricht y el establecimiento de la ciudadanía europea.
Los ciudadanos españoles, en tanto que ciudadanos europeos, tienen el derecho de entrada, residencia y trabajo en cualquiera de los restantes 27 países de la UE, así como en Noruega, Islandia, Liechtenstein y Suiza, en virtud de los acuerdos que la propia Unión ha suscrito con estos últimos cuatro países. Para entendernos, desde el punto de vista jurídico, un ciudadano español que resida en Berlín, Estocolmo o Londres no es un inmigrante, sino un ciudadano europeo ejerciendo su derecho fundamental, primario e individual a la libre movilidad dentro de un espacio común y sin fronteras.
Del mismo modo, los ciudadanos búlgaros, suecos, ingleses o rumanos que residen en España no son legalmente considerados como inmigrantes y de hecho su estatus jurídico no está regulado por la Ley de Extranjería, sino por un Real Decreto de 2007 sobre entrada, libre circulación y residencia de ciudadanos europeos en España. Este derecho está anclado en la existencia de un mercado interno europeo y en la prohibición de discriminación por razones de nacionalidad y lleva aparejado, por supuesto, el derecho a trabajar en igualdad de condiciones con los nacionales, así como idénticos derechos para los miembros de la familia, sean europeos o no. Eso sí, cuando este derecho se ejerce por un periodo superior a tres meses está supeditado a determinadas condiciones: estar trabajando o estudiando o, en caso contrario, tener un seguro de enfermedad y recursos suficientes para no convertirse en una carga para la asistencia social del Estado de acogida.
Los países europeos nos otorgamos unos derechos migratorios que negamos a los demás
Tampoco conviene olvidar que los ciudadanos españoles que se trasladan a cualquier país fuera de la UE no tienen un derecho de entrada, residencia y trabajo y dependen de la legislación migratoria del país en concreto. En dichos casos, suelen darse dos situaciones. En la primera, la persona obtiene una oferta de trabajo y tramita su visado desde España antes de llegar al país de destino; en la segunda, la persona llega a dicho país con un visado de turista y busca un empleo para después intentar regularizar su situación migratoria.
Esta segunda vía, que está siendo usada por miles de españoles en países tan diversos como Brasil, Colombia, Estados Unidos, Dubai o China, podría denominarse como el derecho a probar suerte. Una especie de derecho a la esperanza o a la búsqueda de alternativas y oportunidades negadas en el país de origen. Pero existe un problema: este segundo escenario lleva aparejado en muchas ocasiones la infracción de las reglas migratorias del país de destino, bien cuando se trabaja –sin tener derecho a hacerlo- con un visado de turista o bien cuando se continúa residiendo en el país de destino una vez que dicho visado ha expirado.
Valga como ejemplo el estudio Itineris, encargado por el Ministerio de Trabajo de Brasil, financiado por la Comisión Europea y llevado a cabo por el International Centre for Migration Policy Development, en el que se estima que el 30% del porcentaje de españoles que han llegado al país desde 2008 se encuentran hoy “en situación migratoria irregular”.
El 30% de los españoles que han llegado a Brasil desde 2008 están hoy “en situación migratoria irregular”
Estos nuevos inmigrantes españoles en situación irregular ponen en cuestión ciertos discursos políticos que en ocasiones se adoptan en Europa. De paso, manifiestan también la necesidad de replantear ciertos modelos que entienden que la limitación de derechos y la criminalización del inmigrante son la solución a todos los desafíos que plantea este fenómeno. Resulta interesante cómo los europeos nos adjudicamos el derecho a probar suerte y a la búsqueda de esperanza, mientras negamos ese mismo derecho al otro, ya sea africano, asiático o latinoamericano.
En el mundo globalizado, las migraciones representan un fenómeno natural que se produce por multitud de causas y que tiene, como en el caso de España, innumerables direcciones. Es probable que la aceptación de esta nueva emigración de españoles a América Latina, portugueses a Angola o irlandeses a Australia permita que los debates en Europa se lleven a cabo de forma más abierta y con una visión más amplia de lo que constituyen los procesos de movilidad. Ahora que volvemos a emigrar conviene ponernos en el lugar típicamente ocupado por el otro y ser conscientes cuanto antes de la universalidad de las cuestiones que el fenómeno plantea a escala global.
Diego Acosta Arcarazo es Doctor en Derecho Europeo de Inmigración por la Universidad de Londres King’s College y Profesor titular de Derecho Europeo en la Universidad de Bristol en el Reino Unido.
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