Hoteles ahuyentadores
El primer aviso fue hace un par de años. Hacía una gira de promoción de un libro por Alemania, y en Fráncfort (si no me confundo, los escritores somos a veces como viajantes de comercio) me metieron en un hotel “original y supermoderno”. Mi sorpresa fue tan grande como desagradable al descubrir que la habitación, cómoda y amplia, carecía de cuarto de baño propiamente dicho. Sólo había un minúsculo gabinete para los menesteres más prosaicos, a los que un caballero no debe referirse ni tampoco una dama; bien es verdad que ya no quedan apenas caballeros ni damas, ni siquiera en las columnas de opinión de los periódicos. Como desde la infancia tengo por costumbre bañarme por las mañanas, y no ducharme (un baño rápido, no crean, necesito sumergirme entero para darme cuenta de que estoy vivo y despejarme), busqué con aprensión, como loco, una bañera, pero no la había. Sí, al menos, un lavabo en una esquina de la habitación misma, como si hubiéramos vuelto a los cuartos de pensión antigua, sólo que aquel hotel era más bien lujoso y “a la última”. Y luego, en medio de la estancia, muy cerca de la cama, se erigía una especie de cabina telefónica que era una ducha. No sólo quedaba fatal allí plantada, sino que le hacía a uno temer que, de hacer uso de ella, acabaría mojándolo todo: suelo, muebles, sábanas, un desastre. Supuse que habría algún medio de cerrarla herméticamente, pero la mera idea me causaba claustrofobia. ¿Y si conseguía que no se saliese el agua pero luego era incapaz de salir yo mismo de la cabina? Llamé en seguida a recepción y solicité que me cambiaran a otra habitación, con cuarto de baño separado y bañera. Debí haber imaginado la respuesta: “No tenemos ninguna así. Lo moderno es prescindir de esas cosas”. Si no recuerdo mal, a la mañana siguiente “fingí” que me daba mi imprescindible baño en la espantosa cabina telefónica que rozaba la cama, y desde luego, al salir de ella, y pese al cuidado que puse, empapé parte del suelo estupendo.
Es ridículo que un autodenominado hotel de lujo prohíba el lujo de fumar a quien tal vez va a pagar más de 300 euros por noche
Cada vez me encuentro con más dificultades para encontrar habitaciones –en hoteles buenos e incluso en alguno buenísimo– que reúnan las condiciones que antes ofrecían casi todos, hasta los regulares. Por un lado está lo del fumar, ya me conocen. Este verano, en España, he debido descartar no pocos por ese motivo, y algún empleado ha tenido la osadía de decirme: “Es que por ley no podemos”. Falso. La ley permite que los hoteles, si así lo deciden, dispongan de cuartos para fumadores. Pero como muchos son serviles con sus talibánicos turistas americanos, alemanes y nórdicos, han resuelto prescindir de ellos. Y claro, es ridículo que un autodenominado hotel de lujo prohíba el lujo de fumar a quien tal vez va a pagar más de 300 euros por noche. Lo de la ausencia de bañera empieza a extenderse. Algunos brindan un jacuzzi circular en medio de la habitación (no en el cuarto de baño, reducido siempre a la mínima expresión), que le roba espacio e indefectiblemente la afea, y con el que uno se tropieza en cuanto se mueve. Ya puestos a suprimir comodidades, también se sacrifica el bidet a menudo. Como ustedes saben, esa pieza es desconocida para los bárbaros del norte: no la hallarán en Alemania, en Gran Bretaña, en Holanda ni en los Estados Unidos. Es más, todos hemos visto películas de este último país en las que los personajes, al encontrarse con uno de esos refinados artilugios en Francia, Italia o España, se llevan las manos a la cabeza, se preguntan como paletos para qué diablos sirve e incluso se escandalizan suponiendo que su único uso posible es obsceno. “Some French perversion”, deducen esos personajes. Cierto que el bidet fue un invento francés, y que, si se quiere, es un lujo, por lo que no tiene sentido que los hoteles de lujo de nuestra área geográfica, más civilizada en lo relativo a la higiene, opten por no ofrecer a sus clientes dicho lujo. Tal vez piensan que los turistas septentrionales podrían abominar de su mera visión y largarse.
Es lo que hice yo este verano al llegar a un hotel “original” y costoso en el que no había nada de lo habitual y proponían, en cambio, una de esas grandes camas comunes, al aire libre, para disfrutarla en plan “chill out” en compañía de otros huéspedes. La verdad, no sé a quién le apetece echarse en un lecho ya ocupado por otros, con un vaso en la mano, y –como puede ocurrir– bajo un aguacero. Cuando me largué de ese hotel y llamé a otro, me disculpé con quien me atendió por hacerle preguntas absurdas (pero ya necesarias en el futuro): a) ¿Hay habitaciones de fumador? b) ¿Hay cuarto de baño fuera de la habitación, o está mezclado con ella? c) En ese cuarto de baño, ¿hay bañera? d) ¿Hay bidet en él? e) ¿Hay espacio para el neceser o ha de dejarlo uno en el suelo? f) En la habitación, ¿hay un jacuzzi que le impida moverse? g) ¿Hay cama privada en ella o es de compartir? h) De hecho, ¿hay cama?
Los hoteleros se quejan de la crisis. Quizá lo primero que tendrían que hacer es volver a ofrecerlo todo, lo normal, lo habitual, además de lo superfluo y las “originalidades”. Lo que solían brindar hasta los de medio pelo. De otra manera, habrá muchos más clientes que seguirán mi ejemplo y se largarán al ver una cabina de ducha encima de la cama.
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