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ESCALERA INTERIOR
Columna
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El hostal de Marian

Almudena Grandes

Estaba donde había estado siempre, al borde de la carretera, en un llano inhóspito de las afueras del pueblo, pero ahora era todavía más feo que antes. La fonda de una sola planta que el padre de Marian había levantado con los ahorros que se trajo de Alemania había crecido hacia arriba para convertirse en un mazacote de hormigón revestido de una absurda capa de pintura color naranja. Lo demás, el porche recubierto con aquellas baldosas rosadas que parecían de mortadela, la barandilla verde, la carpintería metálica barata, los toldos desteñidos por el sol, estaba igual que entonces.

–¡Cristina! –Marian tampoco había cambiado mucho–. ¡Qué alegría!

En ese momento se sintió más fracasada que nunca y aún más arrepentida de haber cedido a las presiones de su madre, de sus hermanos, de su marido.

–No vamos a ir a la boda, mamá, no tenemos dinero, ya sabes cómo están las cosas, así que…

–¿Cómo me dices eso, hija? Es tu hermano.

–Pues que se case en Madrid, como los demás.

Pero no. Su hermano pequeño se había empeñado en casarse en el pueblo de sus abuelos, el pueblo donde habían veraneado de niños en una casa alquilada, una pequeña playa de piedras asfixiada por los invernaderos a los que sus habitantes habían sacrificado el turismo. Allí no había hoteles, ni apartamentos que pudieran alquilarse por un par de noches. Cerca, sí. Los pueblos cercanos ofrecían muchas posibilidades, pero ellos no podían pagarlas. Cuando le despidieron, el marido de Cristina se hizo autónomo y trabajaba a salto de mata, este mes mucho, el que viene poco, el de más allá habrá que verlo. Su caso era más vulgar. Ella estaba en el paro, simplemente, y sin perspectivas de salir del hoyo. Su madre lo sabía, pero no iba a tirar la toalla tan fácilmente. Ella fue quien le propuso el hostal. He hablado con Marian, le dijo, y le hace muchísima ilusión volver a verte…

Por fin se relajó, aceptó el sol como una bendición en lugar de un enemigo

–Venid por aquí, voy a enseñaros la habitación. ¿Y los niños?, ¿cómo es que no los habéis traído?

Sus hijos se habían quedado con su abuela en el hotel de cuatro estrellas donde se celebraría el banquete, el mismo que ellos no habían podido pagar. Desde su habitación verían el mar, los jardines, la piscina, un paisaje amable de buganvillas y paredes resplandecientes de cal, pensó Cristina al subir la persiana para enfrentarse a un océano de plástico blanco.

–Oye, pues no está tan mal –comentó su marido–. Y por 30 ­euros… Anímate, mujer.

La puerta del baño no cerraba bien. El plato de ducha era minúsculo. La televisión, enorme, estaba casi en el techo, tan arriba como si pudiera verse desde 50 metros de distancia. Los muebles eran horrorosos. El armario, muy pequeño, y con cuatro perchas.

–Vámonos a la playa, ¿no? Ya que estamos…

–¿A la playa? –ella sonrió como si curvar los labios le hiciera daño–. Está a 20 minutos andando. Hay que cruzar la carretera, bordear los invernaderos…

–¿Y qué? Hasta esta noche no tenemos otra cosa que hacer, ¿no?

En el pasillo se cruzaron con una pareja de jubilados que acarreaban sendas sillas de plástico, bolsas de playa y una sombrilla. En el porche, otra pareja con niños se preparaba para emprender la misma travesía. Marian le explicó que el camino era el mismo de siempre y echaron a andar bordeando la carretera, bien integrados en una fila india de animosos bañistas. Un cuarto de hora después, al fin, vieron el mar. ¡Qué horror!, pensó Cristina todavía una vez más, ¡pero cómo puede veranear así la gente…! Sólo después se acordó de que ella había veraneado así durante muchos años. Entonces Marian era su mejor amiga; aquella playa de piedras, un paraíso tropical, y el pueblo, su lugar favorito del universo. En ese instante, por fin, se relajó, aceptó al sol como una bendición en lugar de un enemigo, miró hacia el mar y se dio cuenta de que era azul, limpio, hermoso.

–Bueno, ¿qué? –una semana más tarde, antes de arrancar el coche, su marido se giró hacia atrás y miró a sus hijos, asilvestrados, morenos, guapos y un poco tristes–. ¿Qué hotel os ha gustado más, el de la abuela o éste?

–¡Este! –gritaron a la vez.

Porque aquí habían hecho amigos, porque ir a la playa entre los invernaderos era chulísimo, porque les dejaban bajar solos al bar, porque le habían cogido cariño al perro, porque les habían dicho que este año no iba a haber vacaciones y no sólo habían tenido, sino que además se lo habían pasado muy bien.

–¿Podemos volver el año que viene? –preguntaron al final–. ¿Podemos? –su padre miró a su madre–. ¿Podemos? –y Cristina dijo que sí.

www.almudenagrandes.com

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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