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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Naufragio en Bruselas

La devolución de las ayudas fiscales obliga a los astilleros a revisar sus estrategias de mercado

Las desgravaciones fiscales concedidas a los inversores en los astilleros españoles son ilegales; deberán devolverse las obtenidas entre 2007 (y no desde 2005, como expuso Joaquín Almunia en el inicio del conflicto) y 2011. El dictamen de la Comisión castiga al mercado naval español, muy dependiente de cualquier tipo de subvención o desgravación para mantener el empleo; satisface a las autoridades europeas, que imponen el principio teórico de que las ayudas públicas no son admisibles, y salva la credibilidad del comisario de Competencia y vicepresidente de la Comisión, Joaquín Almunia. Está claro que cuando un comisario tiene que resolver un conflicto grave con su país de nacimiento debe exhibir rigor como prueba de que no cae en el favoritismo.

El principio se ha respetado, pero el futuro sigue siendo incierto. De entrada, desde el punto de vista jurídico, porque no se entiende bien que las ayudas al naval francés no deben ser devueltas y las españolas sí. El razonamiento de Almunia se basa en que el tax lease hispano no se sometió a la evaluación de la Comisión. Pero el fondo de la cuestión no resulta afectado por el argumento, porque la consulta solo hubiera acelerado la exigencia europea de restitución; en ningún caso hubiera validado el tax lease anterior a 2011. Si Francia dio ese paso preceptivo, de la evaluación, también debió imponérsele la devolución.

El conflicto más peliagudo es de jurisdicción o, si se quiere, de seguridad jurídica, y es probable que los inversores se acojan a él para reclamar en los tribunales. Porque un inversor está legitimado para invertir de forma segura si cumple con las normas legales impuestas por su Gobierno. La contradicción entre normas nacionales y europeas no debería ser motivo de perjuicio. En todo caso, hay argumentos para que los financiadores reclamen al Gobierno por imprevisión.

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Pero Almunia plantea otra cuestión en la que sí ha de dársele la razón por principio. La respuesta española al caso de las ayudas navales ha sido política, cuando debería haberse ceñido al ámbito estrictamente jurídico. Y ha sido desafortunadamente política, porque ha jugado con un frente autonómico de apoyo al Gobierno en contra de Bruselas y porque de súbito los trabajadores de los astilleros se han convertido en los escudos protectores de las entidades financieras que obtuvieron los beneficios fiscales. Y todo ello sin evaluar cuál será el impacto de las devoluciones sobre el mercado naval español. Los cálculos no han pasado del alarmismo (“el naval desaparecerá si hay que devolver las ayudas”), cuando lo que se necesita es un plan estratégico para el sector.

La amenaza grave para el naval es la falta de innovación y competitividad y, en consecuencia, la precaria cuota de mercado. La supervivencia del naval depende de que sea capaz de ganar contratos en competencia con Corea o China. Movilizarse contra Bruselas carece de lógica si antes no se ha diseñado esa competencia de forma solvente.

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