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LA PARADOJA Y EL ESTILO
Columna
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Mi inspectora de Hacienda

Mientras esperamos a que Bárcenas declare, Rajoy guarda voto de silencio y su partido lo pierde comportándose como un coro griego sobreactuado

Boris Izaguirre
El presidente Mariano Rajoy, fumándose un puro, en 2001.
El presidente Mariano Rajoy, fumándose un puro, en 2001.GORKA LEJARCEGI

Vivimos este fin de semana pendientes del lunes, cuando Luis Bárcenas declare ante el juez Ruz y hable, o calle, de lo que sabemos por la prensa. Mientras llega ese lunes, Rajoy guarda voto de silencio y su partido lo pierde comportándose como un coro griego sobreactuado, y obediente, haciendo ruido y muecas. Entre los mejores coristas está sin duda Carlos Floriano, exclamando aquello de que el presidente es una persona “honrada a carta cabal” mientras que el extesorero es alguien que “ha engañado a Hacienda, ha engañado a los fiscales, ha engañado al PP durante más de 20 años”. Después el ministro de Justicia lo resumió con su célebre aria: “Rajoy es un referente ético”. Ciertamente la opereta tendrá como título: 20 años de engaños terminan en nada.

Con esta banda sonora acudí el miércoles, mudo, a la cita con mi inspectora de Hacienda. Es la tercera inspección de la Agencia Tributaria que recibo desde 1999 (poco después de que el hoy presidente del Gobierno, presunta y silenciosamente, percibiera sobresueldos dentro de una caja de puros). Apurado y convencido de que podría escribir una crónica del cambio económico y de estilo en nuestro país a través de mis inspecciones de Hacienda, llegué al despacho. Me gusta tratar a mi inspectora, que es siempre la misma, con ese “mi” de propiedad que durante los años de bonanza obsequiábamos al asesor fiscal o al entrenador personal. En la cita de esta semana me maravilló que apareciera vestida de color lima, un tono alegre y cítrico que aportaba gotas de acidez extra al rendez vous. Pelo no muy peinado, como se lleva ahora, sandalia con taconcito estable, casi encantadora y al mismo tiempo casi fastidiada por tener que encontrarnos siempre en estas situaciones y no en plan aperitivo comentando el último concierto de Rodríguez. Con su aspecto me dio a entender que la jueza Alaya es otro referente ético y estético para el alto funcionariado: feminidad y profesionalidad hechas aleación.

Cuando nos sentamos para abrir expediente, me permití deslizarle un artículo de El Periódico con el titular “Hacienda lava su cara investigando a los famosos”. Mi inspectora detuvo en seco su teclear y me permití rematar: “Comprenderá (no me tuteo con mi inspectora, aunque sí lo hago con mi entrenador) que muchos inspeccionados nos sentimos desconcertados con el trato que se le dispensa a la Corona, aceptándole su convicción de haber pagado impuestos aunque sin mostrar ningún documento, o con que Bárcenas haya amasado una fortuna sin que ustedes le hayan inspeccionado siquiera una vez”. Mi inspectora no me dio ni un segundo para regodearme en mi panfletaria actitud y zanjó: “Completamente de acuerdo. Estamos repitiendo todas las inspecciones que hicimos el año pasado”. Y volvimos, ella a su teclear y yo a un silencio de los corderos, completamente diferente del mutismo ejemplar de Rajoy.

Aproveché para constatar el cambio de decoración en los despachos de la Agencia Tributaria. Ahora son como más minimalistas, con ese cierto parecido a la celda de Bárcenas, que cohíbe, y ese alicatado de madera clara hasta media pared, que alarma. Es curioso que en una oficina donde exigen tantos papeles no haya ninguno a la vista. Pero la insonorización falla, porque escuchábamos sobre el impertérrito teclear de mi inspectora los insultos, groserísimos, que otro inspeccionado le espetaba a su inspector en la oficina vecina.

Mi inspectora es una mujer templada y eso me gusta, cada inspección un poco más. Igual que los suizos, detesto las escenas fuera de la tele. Las malas noticias se envían por correo. Mi inspectora solo abrió la boca para echarme en cara una verdad como un templo: “Como ahora gana menos dinero, la multa no será como en las otras inspecciones”. Llegué a casa y llamé a mi padre en Venezuela. “Hijo, es un halago: Te están inspeccionando en el primer mundo, no aquí. Tu madre y yo estamos muy orgullosos de ti”.

Me aguanté las ganas de preguntarle cómo están las cosas con lo de si Snowden acepta exiliarse allí. Sería un espaldarazo al Gobierno de Maduro, que, entre pajaritos y el vaivén de Snowden, ha conseguido que Venezuela esté todos los días en las noticias. El silencio no es la única respuesta, hay presidentes que prefieren el ruido.

Otras cosas han hecho ruido; entre ellas, el cruce de cartas entre Fernando Villalonga, exdelegado de las artes en el Ayuntamiento de Madrid, y Paloma O’Shea, filántropa musical y esposa de Emilio Botín, propietario del Banco Santander: ¡todo un elegante culebrón para Vanity Fair! Villalonga, que siempre ha trabajado para el partido conservador, de repente se ha erigido como un Robin Hood de los patrocinios públicos acusando a la reconocida filántropa de hacer su mecenazgo con dinero del Ayuntamiento. O’Shea ha desmentido tajantemente y ofrecido sus auditorías de Deloitte, que son carísimas, al tiempo que ha acusado a Villalonga de sexista por referirse a ella como esposa de y no por su nombre o por sus cargos. O sea, que la política de recortes en las subvenciones ha terminado en un desafinado enfrentamiento entre la adinerada mecenas y un exdelegado de las artes, aznarista e indómito, que se ha quejado del “tono grosero” de doña Paloma. O sea, han preferido ignorar el referente ético de hoy, que es el silencio de Rajoy.

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