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LA ZONA FANTASMA
Columna
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San Mamés y nuestros recuerdos

Lo que supone una agresión para los individuos es el cambio gratuito y la demolición constante, con vistas a enriquecerse unos cuantos

Javier Marías

El otro día vi un reportaje sobre San Mamés, el legendario estadio del Athletic de Bilbao que, tras cumplir un siglo de existencia, va a ser demolido. El que lo sustituirá está previsto que se inaugure en septiembre. Al parecer su emplazamiento es cercano al del antiguo, y esas instalaciones ya inminentes ofrecerán ventajas: mayor aforo, más comodidad, todo lo que justifica la renovación. Por lo visto nadie se opone al cambio. Cien años de servicio es mucho tiempo, es normal que se haya deteriorado San Mamés, que se haya quedado insuficiente y viejo. Algunos ex-jugadores particularmente ponderados y educados, como Sarabia, Alkorta e Irureta, hablaban de ello con conformidad, tal vez con un punto de resignación, que es cosa distinta aunque algunos crean que no. Lo que había en sus palabras era inconfundible nostalgia anticipada, si es que no melancolía: gran parte de sus carreras futbolísticas tuvieron lugar en un sitio que va a dejar de existir. Habrá otro nuevo, acaso parecido y es de suponer que mejor, pero ya no será el mismo. Hubo un partido amistoso para despedir al estadio, entre el Athletic y una selección vizcaína, creo, y nadie se lo quiso perder en Bilbao, pese a lo intrascendente del resultado. Vi algunas imágenes de esa ocasión: los actuales jugadores (Adúriz, Toquero, Llorente) aparecían emocionados, conteniendo a duras penas las lágrimas, y eso que la mayoría de ellos van a seguir en el equipo, sus trayectorias no terminan aquí. Muchos espectadores, desde niños con corta memoria hasta ancianos con muy larga, sí que eran incapaces de contenerlas, pese a que mantendrán sus abonos y continuarán acudiendo a los partidos en el nuevo estadio. Leí que, al término del encuentro, la gente se resistía a abandonar el sentenciado San Mamés. Me imagino que pensaban: “Aún estamos aquí, como tantas veces. Mañana ya no, y nunca más. Pero hoy aún vemos el querido lugar, con sus arcos anticuados y su atmósfera única, que no se repetirá. Déjennos quedarnos unos pocos minutos más”.

Nunca he estado en San Mamés, pero es un sitio y un nombre mítico desde que tengo uso de razón. Y aunque jamás haya puesto el pie allí, entiendo bien el sentimiento de pena que embargó a los bilbaínos, y su negativa a marcharse, esa última vez. También entiendo la tristeza de muchos barceloneses al saber, en estos días, que desaparece el cine Urgel, al que durante décadas han estado asistiendo. En Madrid sabemos demasiado de eso, porque en esta ciudad, con nula conciencia cívica, nunca se han respetado ni los edificios ni el paisaje, menos aún la memoria de las personas. Hace poco leí un artículo sobre los palacios “perdidos” de la Castellana. Más de veinte cayeron bajo la desalmada piqueta franquista, en los años sesenta y setenta, como habían caído también los palacetes de la calle Génova y de otras cercanas, desapareció muy pronto la fisonomía de la ciudad de mi infancia. Pasan los años, cambian los regímenes, pero eso no varía: los responsables municipales se han cargado el entorno de Las Vistillas y mil cosas más, y no renuncian a masacrar el Paseo del Prado, la zona más bonita, que sólo hay que conservar y adecentar de vez en cuando, no destruir para satisfacer a alcaldes y arquitectos megalómanos, a turistas a los que hay que depositar en autobús a la puerta del Museo del Prado (no vayan a herniarse por caminar un trecho), y quién sabe si para enriquecer –aún más– a fabricantes de granito.

También aquí hemos visto morir muchos cines, casi todos los de la Gran Vía y Fuencarral, para dar paso a más y más centros comerciales en los que ahora –con la crisis, con los recortes a mansalva– nadie compra nada. En breve caerán más salas, gracias al IVA de Rajoy, subido de golpe del 8% al 21%, sin justificación (como era de prever, Hacienda no recauda más por ello). A veces tiene uno la extraña sensación de que los políticos de nuestro país carecen de algo común a la mayoría de los humanos: la memoria sentimental, el apego a los lugares y a las costumbres, la necesidad de la repetición placentera, de la familiaridad con el entorno. No es que yo crea que hay que conservarlo todo indefinidamente. Hay cosas que cumplen su función durante un tiempo y ya está, como seguramente San Mamés. Pero lo que supone una agresión para los individuos es el cambio gratuito y la demolición constante, con vistas a enriquecerse unos cuantos. Todos vamos encajando paulatinamente la pérdida de quienes nos importan. El adverbio es fundamental: paulatinamente. Lo que suele suceder en España con nuestras ciudades y costas, nuestros campos y bosques, es el equivalente a que perdiéramos de golpe a todos los seres queridos y no reconociéramos más nuestro mundo. Sería insoportable, algunos se morirían literalmente de pena. Los lugares no son como las personas, de acuerdo, pero son parte de nosotros, el escenario de nuestras vidas y el consuelo del tiempo ido. He dicho muchas veces que el espacio es el depositario del tiempo, lo que finge retener un poco lo que nunca “vuelve ni tropieza”, según Quevedo. Aunque sólo sea por eso, no se puede acabar con ellos así como así, con los lugares, sin necesidad y sin el menor respeto hacia los ciudadanos. Que son quienes sin embargo votan, incomprensiblemente, a la mayoría de los criminales alcaldes, dedicados sin tregua a arrasar nuestro tiempo y nuestro espacio; es decir, nuestros recuerdos.

elpaissemanal@elpais.es

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