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Columna
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Los amos del balón

Si en lugar de Messi se sospechara de un actor o un músico, no habría presunción de inocencia que valiera

Elvira Lindo

Debió de haber un tiempo, como contaba el otro día mi querido Patxo Unzueta, en que intelectuales y artistas amaban el fútbol en contra del tópico que reza que el intelecto está reñido con la competición física. También he escuchado no pocas veces que aquellos, los intelectuales, llevaban la afición futbolera casi en secreto, por aquello de que el fútbol era considerado por la izquierda un deporte reaccionario, la distracción del régimen para un pueblo oprimido. Puede que esto fuera cierto en aquellos tiempos, es decir, antes de que servidora alcanzara la edad para admirar a intelectuales y artistas, pero lo que queda hoy de aquello es el tópico descargado de sustancia: a los intelectuales les gusta presumir de que les gusta el fútbol y al mismo tiempo mantener la coquetería de que están en contra de lo que se espera de ellos, para que en su afición se vislumbre un toque de rebeldía, cuando ya no hay nada de eso. Los que están arrinconados en estos tiempos son aquellos a los que no les interesa en absoluto. Y que conste que a mí todo esto no me afecta: no soy intelectual, y con respecto al pasado debo decir que entre los militantes de izquierda que frecuentaba en mi juventud el forofismo se practicaba con naturalidad, tal vez porque se trataba de gente de barrio o de la radio, que venía a ser lo mismo.

Pero sí que es cierto que soy esa que cuando en una mesa, sea redonda o de un restaurante, irrumpe el asunto del balompié se queda callada, esperando con una sonrisa estática a que la conversación se desvanezca; por supuesto, después de que cada uno de los afectados exhiba su frase lapidaria sobre Mourinho y así pasemos a otra cosa. El fútbol cuenta, cuenta muchísimo, cuenta como para afianzar Gobiernos en Argentina o para que en España nuestros políticos, preguntados en los pasillos del Congreso sobre cómo contemplan el posible fraude fiscal del jugador Leo Messi, se encojan de hombros y salgan en el telediario hablando de la presunción de inocencia. Hurra. Toda la vida anhelando este momento. El de la mesura. Lo lógico habría sido, dado a lo que se nos tiene acostumbrados, que la noticia de esta investigación fuera anunciada desde un sillón del hemiciclo por el inefable Montoro, nuestro ministro de Hacienda, que tiene por costumbre amenazar a ciertos sectores con inspecciones que sacarán a la luz todo lo que están robando. Es costumbre de Montoro señalar a personajes del sector cultural o de la comunicación que, dicho sea de paso, han mostrado públicamente su desacuerdo con la política del Gobierno. Pero fuera de esa acusación montoriana se quedan siempre las grandes fortunas, entre las que se encuentran las de nuestros queridos futbolistas. Aun así, sería injusto afirmar que esta es una manía persecutoria exclusiva del ministro. En absoluto, responde a un sentimiento muy generalizado que conduce a pensar que cualquier creativo o intelectual cobra más de lo que merece y que exime a los futbolistas de cualquier resentimiento popular por una vida regalada. Porque, aun aceptando la idea de que Messi sea un genio del balón, ¿es lógica la desorbitada manera en que está remunerada esa destreza?, ¿no es insultante la diferencia entre la riqueza acumulada por una estrella del deporte rey y lo que gana otro genio, pero en este caso de la bioquímica? Y ya no digo de la literatura o la música porque persiste la idea de que el hambre agudiza el ingenio de los artistas. Estos son asuntos que ya nadie cuestiona, porque está socialmente admitido que los jugadores pertenecen a otro planeta, el de los habitantes del deporte estrella, y que, por tanto, es lógico que se muevan por otras reglas que nada tienen que ver con las del resto de los terrícolas. Comprendemos que reciban sueldos millonarios a pesar de que sus clubes tengan deudas con Hacienda o de que sus equipos estén subvencionados por las respectivas Administraciones. Y en este presente de economía raquítica tenemos a los futbolistas como los máximos embajadores de la marca España, los que sacan al pueblo entristecido a la calle a celebrar una victoria o los que aparecen en la prensa internacional como vencedores de algo, ¿cómo no mimarlos?, ¿cómo no compartir la épica de que los españoles deberíamos crecernos ante las dificultades y actuar como lo hace La Roja, todos coordinados, jugando en equipo y no poniéndonos la zancadilla unos a los otros? Si hasta a mí, tan poco dada a esas emociones colectivas, me dan tentaciones de abrazar esa idea.

De vez en cuando aparecen noticias de lo que los clubes deben o de lo que los futbolistas escamotean a Hacienda, pero se olvida rápido o queda sepultado por las hazañas del mismo juego, que no seré yo quien diga que es el opio del pueblo, aunque reconozcamos que a veces ejerce sobre él un efecto adormecedor. Nuestros políticos, tan humanos como nosotros, son un ejemplo del poder embriagador que ejerce el deporte. Si se albergara la sospecha de que un actor, un escritor o un músico conocido hubieran aligerado un dinerillo del arca común, no habría presunción de inocencia que valiera: estaría sentenciado de antemano. A un empresario se le querría juzgar en una plaza pública. Pero ellos son como nuestros niños, los que juegan al balón. Aplaudimos sus logros y comprendemos sus errores.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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