Convertir el plomo en oro
Las trayectorias de Wall Street y de la City londinense están llenas de escándalos
Existe un estilo anglosajón de hacer negocios en el mundo financiero que es frecuentemente enaltecido por Financial Times, The Economist y The Wall Street Journal, principales “biblias” del capitalismo. Un repaso de lo ocurrido en lo que va de siglo puede dar una idea de su contenido.
Empecemos por la banca. El 28 de abril de 2002, el regulador del mercado bursátil estadounidense (SEC) y el fiscal Eliot Spitzer obligaron a 10 bancos de inversión de ese país, desde entonces conocidos como “la banda de los 10”, a pagar casi 1.400 millones de dólares (de ellos, 400 por Citigroup) para lavar su pésima conducta: análisis tergiversados del valor real de empresas cotizadas, percepción de comisiones bajo cuerda y realización deliberada de recomendaciones fraudulentas. Un año después, la SEC encontró pruebas de que 13 firmas de intermediarios bursátiles de las 15 investigadas habían cometido estafas en Wall Street al recibir comisiones de varios fondos de inversión a cambio de incitar a la compra de los valores que interesaban a sus gestores. En 2010, la SEC pactó con Goldman Sachs una multa de 550 millones de dólares “por los errores cometidos” en la estructuración del fondo de titulización Abacus y, meses después, el fiscal Eric Schneiderman investigaba si Goldman Sachs, Bank of America y Morgan Stanley engañaron a sus clientes con productos derivados.
Más recientemente, en julio del año pasado, el Senado de Estados Unidos presentó un informe oficial de 335 páginas en el que demostraba que el banco británico HSBC, el mayor de Europa, había permitido durante años que criminales de todo el mundo emplearan sus servicios para blanquear dinero del narcotráfico, a veces para financiar el terrorismo. Según dicho informe, este banco envió 60.000 millones de dólares en metálico, en sacos, por carretera o avión, de cuentas de narcotraficantes mexicanos a su filial estadounidense. Pues bien, la respuesta del HSBC consistió en pedir disculpas, en un alarde de estilo propio de la mejor flema británica. La multa ascendió a 1.900 millones de dólares. Pocos meses después, en noviembre de 2012, la SEC multó con 600 millones de dólares al Fondo de Inversión CR Intrinsic, propiedad de SAC Capital (y con otros 14 millones a Sigma Capital), por “beneficiarse ilícitamente de datos confidenciales sobre pruebas clínicas de un potencial tratamiento del alzhéimer”.
Ese mismo mes, el Standard Chartered, segundo banco británico por valor de mercado, fue multado en Estados Unidos con 667 millones de dólares por blanqueo de capitales; y en febrero de 2013, Barclays Bank anunció una provisión de 1.165 millones de euros adicional “por la comercialización inapropiada de productos financieros”, mientras seguía investigado por una sospechosa ampliación de capital de 8.400 millones realizada en 2008. Y no habían transcurrido tres semanas cuando el Citigroup accedió a pagar otros 730 millones de dólares “por haber engañado a inversores con hipotecas basura entre 2006 y 2008”.
Como puede apreciarse, las trayectorias de Wall Street y de la City londinense, esta última considerada como el mayor lavadero de dinero sucio del mundo, están salpicadas de escándalos. El último de ellos, a punto de acabar con la economía mundial, pasará a la historia como la burbuja de las titulizaciones, construida por destacados miembros de la citada “banda de los 10” al convertir millones de hipotecas basura en armas financieras de destrucción masiva: bonos tóxicos que fueron colocados en todo el mundo con el marchamo de activos de altísima calidad, otorgado por las agencias de calificación norteamericanas Standard & Poor’s y Moody’s, en muchos casos con la colaboración necesaria de AIG, la primera aseguradora del planeta. Al final, la mayor parte de los bancos anglosajones fueron rescatados con dinero de los contribuyentes: en Estados Unidos, 750.000 millones de dólares sirvieron para sacar del pozo séptico, entre otros, a Merrill Lynch, Bearn Sterns, Wachovia y Citibank, mientras que en Reino Unido el equipo de salvamento y socorrismo de su majestad rescató a Northern Rock, HSBC, Royal Bank of Scotland y Barclays Bank. Solo se dejó caer a Lehman Brothers, que dejó un pequeño agujero de 613.000 millones de dólares.
Para no destruir el capitalismo y la democracia hay que cumplir las leyes
Este cúmulo de horrores no impidió la percepción, por parte de renegados de la ética luterana, de bonus multimillonarios. Los considerados cinco grandes de Wall Street (Goldman Sachs, Merrill Lynch, Morgan Stanley, Lehman Brothers y Bearn Sterns) pagaron 3.000 millones de dólares a sus máximos ejecutivos en el quinquenio 2003-2007 y solo en 2008 los banqueros de Wall Street se dieron a sí mismos 20.000 millones de dólares en bonus, mientras sus empresas perdían 42.000 millones.
Algunos de estos bancos, como Citigroup, Royal Bank of Canada o J.P. Morgan, participaron también en la falsificación del Libor durante al menos cinco años, uno de los mayores escándalos de la historia descubierto en 2012. La lista de multas por dicho motivo se inició con las impuestas al Barclays Bank (363 millones de libras), UBS (1.250 millones de euros), Royal Bank of Scotland (575 millones de euros) y HSBC (1.500 millones de euros). Se esperan otras.
En el ámbito específico de las empresas, la primera década de este siglo ha sido también una época de gran concentración de escándalos: Tyco International, Health-South, Global Crossing, Adelphia Communications, etcétera. Pero ningunos de ellos tuvo la trascendencia internacional de los casos Enron (2001) y WorldCom (2002). El objetivo de todos estos fraudes contables era el mismo: ocultar la realidad de unos beneficios empresariales cada vez más desesperadamente mediocres. Unas prácticas que, de paso, pusieron bajo sospecha a grandes firmas auditoras de cuentas y a las agencias de rating.
De estas últimas, Standard & Poor’s y Moody’s actúan impunemente en claro duopolio (entre ambas absorben el 75% del mercado mundial) y pese a que sus calificaciones tienen una trascendencia enorme, pudiendo tanto favorecer como hundir a empresas y naciones, actúan con una frivolidad exasperante; y también fabricando mentiras, como las máximas calificaciones otorgadas a Enron, AIG o Lehman Brothers hasta horas antes de su bancarrota. Al final, la Administración de Obama ha acusado a Standard & Poor’s, exigiéndole 5.000 millones de dólares por decirle al mundo que activos que sabían de plomo eran, en realidad, oro. Justo lo que pretendían los alquimistas medievales, convertir el plomo en oro.
Finalmente, forma también parte indisoluble del estilo financiero anglosajón crear y sostener paraísos fiscales y centros offshore, donde hay remansados entre 20 y 30 billones de dólares ocultos en más de dos millones de cuentas y sociedades secretas. Reino Unido es, también aquí, el principal amparo político y jurídico de estos nidos de corrupción y fraude fiscal: las Caimán (30.000 habitantes y quinto centro financiero mundial), las Vírgenes, las islas del Canal (Man, Cook, Jersey, Guernesey) y Gibraltar, así como el banco HSBC, que es “un paraíso fiscal en sí mismo” y ha sido también multado por el Tribunal Supremo español con 2,5 millones de euros por blanqueo de capitales. Esta de los paraísos fiscales en las “islas del tesoro” es, probablemente, la principal aportación británica a la UE.
A la vista de todo lo anterior, es normal que Wall Street y la City se conviertan periódicamente en gigantescos vertederos a los que los servicios de limpieza suelen llegar siempre tarde para restablecer la higiene social. Pero si no estamos seguros de que los mercados no son un refugio de bandoleros, ni de que los Estados defienden el cumplimiento de las leyes, pues estamos poniendo las bases destructoras del capitalismo y, lo que es mucho peor, de la democracia. Un asunto extremadamente grave porque la confianza es una condición esencial para que las instituciones, que según John Elster son “el cemento de la sociedad”, funcionen adecuadamente. Ellas son la única garantía que tenemos los ciudadanos para que nuestro modo de vida no se escurra por las cloacas de la economía.
Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada (UPV/EHU) y autor del libro Las cloacas de la economía.
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