Balance de daños de la depresión
Europa, sus instituciones y los Gobiernos del Norte son los únicos que pueden contribuir a estimular la demanda, condición necesaria para que se reduzca el desempleo
En 2007 concluyó una de las más largas fases expansivas de la economía española. Durante una larga década, el PIB creció por encima del 3,5% anual, más de punto y medio por encima de la eurozona. Al término de ese año, la tasa de desempleo se situaba en el 8%, al tiempo que los desequilibrios en las finanzas públicas eran muy inferiores al promedio de Europa: había superávit y la deuda pública no superaba el 36% del PIB. A pesar del aumento de la población, en gran medida como consecuencia de la absorción de un amplio contingente de trabajadores extranjeros, la renta por habitante había estrechado sus diferencias con la media europea. Un cuadro tal no podía ocultar la vulnerabilidad derivada del excesivo endeudamiento privado, del excepcional peso de la construcción residencial en la formación del PIB y del empleo y, desde luego, de la elevada exposición a ese sector del sistema bancario español. El estallido de la crisis financiera en EE UU en el verano de 2007 y su posterior agudización revelaron las carencias de esa fase de bonanza. La actividad inmobiliaria se desplomó, el desempleo subió de forma rápida e intensa, los bancos revelaron la debilidad de sus balances y las finanzas públicas acusaron el desplome de la recaudación tributaria y el exceso de gasto público comprometido en la época de vacas gordas.
La particularización de la crisis de la deuda pública en algunas economías del Sur también cuestionó la solvencia de la española. Aunque el origen de los males era distinto, a la economía española se le aplicaron las terapias dominantes: las basadas en la austeridad fiscal a ultranza, tratando de interpretar los veredictos de esos mercados de bonos que ampliaron hasta niveles sin precedentes los diferenciales de tipos de interés entre la deuda pública alemana y las consideradas periféricas. Desde el comienzo de mayo de 2010, la española fue una economía intervenida de hecho: el Gobierno de entonces asumió a pies juntillas los dictados de los países centrales de la eurozona y aplicó una política presupuestaria contractiva, procíclica, que ha continuado hasta hoy.
El resultado es la recesión más prolongada y la más intensa destrucción de empleo en muchas décadas. Y un déficit y una deuda pública también sin muchos precedentes. Al deterioro de las condiciones de vida de un número creciente de españoles se añade la ausencia de condiciones para que la economía española por sí sola abandone la amenaza de depresión e inicie una recuperación con la intensidad suficiente como para reducir rápidamente el desempleo. A pesar del buen comportamiento de las exportaciones españolas de bienes y servicios, amparado en buena medida en el descenso del coste del trabajo, no pueden compensar el desplome de la demanda interna. Muchas empresas desaparecen y otras no llegan a nacer, ya sea por la ausencia de demanda o directamente por asfixia crediticia.
Tres años después de la aplicación de aquellas terapias, la única posibilidad para abandonar la recesión descansa en quien exigió su aplicación. Son Europa, sus instituciones y los Gobiernos del Norte, los únicos que pueden contribuir a estimular la demanda, condición necesaria para que se reduzca el desempleo de forma significativa. Posibilidades existen, pero el Gobierno español ha de hacer valer la urgencia de esos estímulos.
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