El fabricante de mundos
Es uno de los últimos de su especie, un artesano británico que aún fabrica globos terráqueos a mano Una profesión amenazada por la era digital
Peter Bellerby, de 45 años, constructor de globos terráqueos de profesión, se encontraba en Chartwell (Kent), observando una esfera sobre la que, literalmente, había caído una gran responsabilidad durante la II Guerra Mundial. Varios meses de búsqueda le habían llevado a la que fue la vivienda del primer ministro británico durante la contienda. El 23 de diciembre de 1942, Winston Churchill recibió un singular regalo de Navidad. Era un globo de 127 centímetros de diámetro y 340 kilos de peso enviado por el general George C. Marshall, al mando de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Franklin D. Roosevelt, presidente norteamericano, recibió otro idéntico para reafirmar la alianza entre los dos países durante la II Guerra Mundial. El día de Navidad, Churchill posó junto al globo con un puro en una mano y la otra apoyada en un lugar cercano a Japón. Al día siguiente envió un telegrama a Marshall: “Hemos avanzado resolutivamente durante este año difícil y será de profundo interés para mí seguir, sobre este globo, la gran operación en todo el mundo que nos traerá la victoria final”. El globo se puede ver actualmente en Chartwell. El norte de Francia y Nueva York son las dos áreas más gastadas por el uso.
Después de aquella visita, Peter Bellerby construyó un globo inspirado en el de Churchill. Lo fabricó con fibra de vidrio, pegó el papel a mano y la inmensidad de océanos y continentes fue retocada con acuarela. El globo, de 127 centímetros de diámetro y 152 de altura, tenía una base de aluminio diseñada por los ingenieros de Aston Martin. El modelo, que Bellerby ha añadido a su catálogo, se llama The Churchill, y aquel primer ejemplar fue vendido por 87.000 euros.
Su primer ejemplar del modelo The Churchill, de 1,5 metros de altura, se vendió por 87.000 euros
Bellerby es uno de los pocos artesanos que construyen globos terráqueos en el mundo. La profesión le llegó de casualidad. Su padre cumplía 80 años y pensó en regalarle un globo. Buscó en las tiendas de Londres, buscó en Internet, buscó en catálogos y no parecía haber ningún lugar donde poder comprar un globo hecho a mano. Encontró empresas que hacían réplicas de globos antiguos, pero nada encajaba con lo que buscaba. Decidió comenzar a construir uno. “Hacer cualquier cosa redonda es una pesadilla”, dice Peter en su nave de trabajo junto a la transitada avenida de Stoke Newington, en el norte de Londres. El espacio es amplio, de unos 400 metros cuadrados, y lo comparte con una pequeña productora de televisión y una artista francesa. En la parte inferior, entre docenas de globos tapados por telas, bicicletas, herramientas y una cabeza de corzo disecada, se encuentra la pequeña oficina de Peter Bellerby. Es un lugar vacío, sin decoración, en el que el ordenador preside la estancia y una gran impresora ocupa el resto del espacio. Aquí Peter ha proyectado un mapa político del mundo en los diferentes tamaños de las esferas que elabora. El trabajo es agotador. “Cuando comencé a construir el globo para mi padre, pensé que lo terminaría en cuatro o cinco meses. Un año después todavía no había completado el proyecto y había gastado una cantidad superior a 124.000 euros. Cambié mi Aston Martin por aquel globo”, dice Peter apoyado junto al último churchill fabricado, recién llegado de una gran exhibición en la National Geographic Society. Las zapatillas, la chaqueta de lana y la camisa de cuadros le dan a Bellerby un aire juvenil. En 2011 vendió 100 piezas, cantidad que dobló en 2012, pero insuficiente para el sustento económico de la empresa. “Espero que el negocio sea rentable este 2013. Distribuiré 400 globos”.
En Bellerby and Co. trabajan cinco personas; su producto se vende en 40 países. Cloe se ocupa de los globos de escritorio, un modelo nuevo, de 22,9 centímetros, que gira sobre una base de madera. Pega con precisión las tiras de papel sobre la superficie esférica de fibra de vidrio, remarca las líneas de costa con un pincel y da un poco de color al océano y los continentes con acuarela. Una vez terminado el proceso, que lleva entre tres y cinco días, barniza el globo y ya está listo para salir al mercado en una caja metálica de alta protección por un precio que ronda los 740 euros. John es un joven pecoso escondido entre tiras puestas a secar. “La clave está en el papel, tiene que ser un poco elástico para que encaje bien. Los pedazos de los globos pequeños están cortados cada tres meridianos y se unen en los polos. Encajar todas las piezas sobre la esfera es como hacer un puzle”, dice John con una sonrisa, sin levantar la vista del globo en el que trabaja. Mary es pintora y pasa horas repasando trazos y añadiendo un poco de color. Bellerby ha contratado también a Víctor Gonzalo, geógrafo español residente en Londres, que prepara una nueva versión del mapa. “Estamos pensando en dar más color antes de la impresión, añadir más relieve y hacer un modelo en francés”, afirma Peter, el director y alma mater de la empresa.
Cuando comencé mi primer globo, creí que lo terminaría en cuatro meses. Un año después aún no había acabado”
Nuestra concepción del mundo viene de los mapas. El etólogo y zoólogo Richard Dawkins ha especulado sobre si la realización de mapas –con sus conceptos de escala y espacio– habría estimulado el crecimiento del cerebro humano. Desde que Claudio Ptolomeo escribió su Geographia entre los años 90 y 170 después de Cristo hasta la última imagen de Google Street View, los mapas nos han conectado con la realidad. El mundo está regido por las fronteras, y estas se identifican sobre los mapas. Los trazos con los que intentamos representar el mundo son herramientas de los nacionalismos y una potente arma intelectual en disputas sobre el territorio. En el conflicto que enfrenta a Pakistán con India por el control de Cachemira, un mapa del Departamento de Estado de Estados Unidos muestra la línea de alto el fuego trazada en el otoño de 1965: Pakistán tiene el control de la zona noroeste e India ocupa los territorios del sur. Pero en 1984 un mapa turístico del Gobierno de Pakistán incluía Cachemira, mientras que un mapa indio también de la época se adueñaba del mismo territorio. El servicio de correos argentino realizó varios sellos con mapas del país en los que aparecían una parte de la Antártida y las islas Malvinas tiempo después de la ocupación británica del archipiélago. En el norte de España es bastante popular el mapa de Euskal Herria en el que, además de las tres provincias reconocidas por el Gobierno de España, se anexiona Navarra y los territorios franceses de Lapurdi, Nafarroa Beherea y Zuberoa. Los nuevos Estados formados tras la II Guerra Mundial revivieron los atlas como una manera de construir el concepto de nación. Entre 1940 y 1980, el número de atlas nacionales en el mundo pasó de menos de 20 a más de 80 según las antiguas colonias se fueron independizando y utilizando la cartografía como herramienta para fomentar el crecimiento económico y la identidad nacional. Mark Monmonier es profesor de geografía en la Universidad de Siracusa y autor del libro Cómo mentir con mapas, en el que avisa: “Los mapas, como los discursos y los cuadros, son colecciones de información realizadas por un autor y, por tanto, sujetas a distorsiones provenientes de la ignorancia, la codicia, la ceguera ideológica o la malicia”.
En la era de la comunicación digital, nuestra percepción del planeta también está cambiando. En diciembre de 2010, Facebook lanzó un nuevo mapa del mundo. Los océanos y los continentes eran fácilmente reconocibles –mantenía la proyección estándar de Gerardus Mercator de 1569–, pero algunas partes de Asia y África aparecían vagamente. China era un espacio oscuro, y lo mismo ocurría con Rusia, el Magreb y las repúblicas soviéticas. El mapa había sido diseñado por Paul Butler, que había tomado las coordenadas de latitud y longitud de 500 millones de usuarios de Facebook conectándose entre sí. Cada línea del mapa no era un río, una costa o una frontera, sino una conexión entre personas. Así aparece un mundo dibujado por las redes. Hoy día los mapas son una aplicación más de los teléfonos inteligentes; el destino de un viaje es introducido en el GPS y una voz nos guiará sin sobresaltos. Parece que en algunas ocasiones la inteligencia del navegador supera al ser humano, como en el caso de la mujer belga de 61 años que en enero fue a buscar a un amigo a la estación de tren, introdujo el destino erróneamente en el GPS y condujo durante dos días y 1.450 kilómetros hasta Zagreb, capital de Croacia. También es habitual encontrar vehículos en la plaza de Andorra, en la provincia de Teruel, cuyos ocupantes preguntan inquietos por la estación de esquí y las tiendas de electrodomésticos. Quizá por estas incongruencias de la era de las comunicaciones, un trabajo artesanal y preciso como el de Peter Bellerby es necesario para que el mundo siga siendo redondo e intrigante, no solo una flecha que se mueve sobre un espacio pixelado, despojado de todo misterio.
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