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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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Instalados en una manera miserable de ver las cosas

La única forma de atajar la crisis en la Jefatura del Estado es establecer nuevas normas de control

Soledad Gallego-Díaz

La política, la economía y la sociedad españolas parecen embotadas, paralizadas, como si tras las crisis agudas del rescate total que nos angustiaron durante meses, hubiéramos pasado a una crisis “estable”, a largo plazo. Como si hubiéramos alcanzado una estabilidad en el malestar, en el que descontamos por anticipado todo tipo de frustraciones y desgracias, resignados y sin la menor capacidad, ni casi deseo, de combatirlos.

Pero lo que está sucediendo es que la crisis, trasladada a las instituciones, incluida la Monarquía, no se ha estabilizado, en absoluto. Que el deterioro continúa, que se está profundizando y que esa especie de muerte civil ciudadana en la que el Gobierno de Rajoy cree moverse con tanta seguridad es falsa y contiene un alto riesgo, un peligro de inestabilidad mucho mayor que el rescate.

Empujar a que los ciudadanos se aíslen y se preocupen solo de su supervivencia abre la puerta al espectáculo de ver cómo se destrozan las instituciones y se tira por la borda todo lo construido por una ciudadanía que ha intentado durante varias décadas comportarse de la manera más racional y sensata que podía. Una ciudadanía que ha sido mucho más responsable que las élites económicas, sociales e intelectuales, perfectamente acomodadas en los momentos del famoso boom y perfectamente dedicadas ahora a sus propios asuntos, como si la formidable crisis política no tuviera nada que ver con ellas.

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La responsabilidad por el correcto funcionamiento de las instituciones es, desde luego, del partido en el Gobierno, en primer lugar, y de manera conjunta, de la oposición. El Partido Popular y el presidente del Gobierno no pueden realmente creer que no tienen responsabilidad en el destrozo institucional que sufre este país, por acción y por omisión. No pueden creer que están defendiendo la Monarquía pidiendo al fiscal que recurra el auto del juez que ha imputado a la infanta Cristina.

La única manera lógica, y urgente, de atajar la crisis en el modelo de Estado es establecer inmediatamente unas reglas de funcionamiento para la Jefatura del Estado y la Casa Real, unas normas que debieron haber sido fijadas hace muchos años pero que ahora son ya inexcusables. Unas reglas de transparencia y control que aseguren a los ciudadanos que la institución recupera su fuerza y su magistratura moral y que está en condiciones de cumplir perfectamente con sus funciones constitucionales.

¿A qué esperan el presidente del Gobierno y el jefe de la oposición socialista para reunirse, encarar el problema y llevar conjuntamente al Parlamento las reglas de control que permitan proteger la jefatura del Estado?

Seguramente este ánimo embotado y ofuscado tiene mucho que ver con la manera de ser y de gobernar del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, enrocado en lo único que parece considerar su obligación, es decir, la gestión del día a día, hora a hora, sin horizonte ni proyecto.

Es incluso posible que el presidente del Gobierno simplemente no sea capaz de hacer otro tipo de análisis, ni de valorar la realidad de otra manera. Si uno examina con un poco de cuidado su trayectoria, se puede constatar que esa ha sido su única y exclusiva manera de actuar: la acumulación de trámites.

El presidente cree que si no acepta conferencias de prensa, si no responde preguntas, si se esconde y se limita a leer discursos llenos de confusiones y engaños, podrá sobrevivir hasta el próximo periodo electoral y que entonces, con unos pequeños ajustes y unas pequeñas cifras, los ciudadanos, instalados ya en esa estable y miserable manera de ver las cosas, le permitirán seguir otros cuatro años.

Mientras tanto, la oposición socialista, absorta en su propio tempo electoral, manejando plazos que no son los del país sino los de su propia transición, colabora, intencionadamente o no, a ese engaño de estabilidad.

PD. En una columna anterior se decía que Benjamin Disraeli vivió en el siglo XVIII. Evidentemente, el político británico, como su rival Gladstone, pertenece al XIX. Disculpas por la errata.

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