El euro sobrevive, pero ¿qué ha sido de los europeos?
Los vínculos sentimentales y de hermandad, imprescindibles para construir una comunidad política, se están haciendo añicos. El problema es la disparidad entre una zona monetaria única y 17 democracias
"Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer italianos", afirma un viejo dicho. Hoy, después de que hiciéramos el euro, su crisis está deshaciendo europeos. Muchas personas que se sentían llenas de entusiasmo por el proyecto europeo hace 10 años están hoy regresando a airados estereotipos nacionales.
“Hitler-Merkel”, decía una pancarta que llevaban jóvenes manifestantes chipriotas hace unos días. Junto a esas palabras figuraba una imagen de la bandera europea, con sus estrellas amarillas sobre fondo azul furiosamente tachadas con unos trazos rojos. Se oyen sin cesar grandes generalizaciones negativas sobre los europeos del “sur” y del “norte”, casi como si fueran dos especies distintas.
Pero seamos serios. ¿Qué historiador digno de tal nombre puede decir que Milán tiene más cosas en común con Nicosia que con Niza o Ginebra? Vemos incluso a europeístas muy formados y preparados que dicen en público cosas sobre otros países que hace una década no se habrían atrevido a pensar, y mucho menos a manifestar. Al mismo tiempo que cada vez más partes de Europa se han ido volviendo fervientemente antialemanas, cada vez más partes de Alemania se han vuelto antieuropeas. Se cierne en el horizonte una espiral peligrosa, como un tornado en una carretera rural del medio oeste estadounidense.
Deberíamos tomar nota con alivio de las cosas que no han ocurrido o, por lo menos, no todavía ni de forma generalizada. Con la excepción de partidos neofascistas como Aurora Dorada en Grecia, la indignación de los europeos no se ha vuelto aún en contra de los inmigrantes, las minorías ni unas imaginarias quintas columnas. Los alemanes no culpan de sus problemas a unos judíos, musulmanes o masones desarraigados; responsabilizan a los inútiles de los griegos. Los griegos no achacan sus dificultades a unos judíos, musulmanes y masones que no tienen raíces; la culpa es de los despiadados alemanes.
La indignación no se ha vuelto aún contra los inmigrantes ni tampoco contra las minorías
Aun así, se trata de una situación muy peligrosa. No cabe duda de que 2013 no es 1913. Es posible que Alemania sea la que mande en la eurozona, pero no es una posición que hubiera buscado de antemano. A los alemanes no les preguntaron jamás si estaban dispuestos a renunciar al marco —la respuesta habría sido “no”—, y aproximadamente uno de cada tres dice hoy que le gustaría volver a él. Cuando hacen esa afirmación, están demostrando que no entienden en absoluto dónde están los intereses económicos de su país, pero esa es otra cuestión.
La Unión Europea constituye el imperio creado más a regañadientes de toda la historia del continente, y dentro de ese imperio a su pesar Alemania es un imperio más a su pesar todavía. El riesgo de que se produzca una guerra entre Estados en la Europa de la Unión es insignificante. La analogía de 1913 es más válida hoy para Asia, donde China asumiría el papel de la Alemania del káiser Guillermo. No obstante, existe un verdadero peligro de que los vínculos sentimentales y de hermandad esenciales para construir cualquier comunidad política estén haciéndose añicos.
Conviene recordar que, para países como Chipre, lo peor está aún por venir. Casi no me atrevo a evocar la posibilidad —a “pintar el demonio en el muro”, como dicen en alemán—, pero ¿qué ocurriría si algún griego o chipriota en paro y con problemas mentales le pegara de pronto un tiro a un político alemán? Con suerte, la conmoción enfriaría la retórica recalentada y uniría a los europeos. Pero no deberíamos tener que esperar a que suene ese disparo.
¿Por qué nos encontramos en esta espiral descendente de mutuo resentimiento? Desde luego, por los fallos básicos de diseño del euro. Y también por unas políticas económicas equivocadas en algunos de los países que constituyen la llamada periferia de la eurozona y —en los últimos tiempos— de varios países del núcleo del norte (como expliqué en mi columna de hace 15 días, el mayor problema de la política económica alemana no es lo que pide a otros que hagan, sino lo que no hace ella. Debería estar contribuyendo a facilitar el ajuste en toda la eurozona a base de impulsar su propia demanda interna). Mientras tanto, cada medida que se toma para arreglar algo en la eurozona a corto plazo no hace más que sembrar las semillas para otra nueva crisis. Por ejemplo, el recorte del 50% que se acordó aplicar a los poseedores de deuda pública griega en el otoño de 2011 ayudó a que los bancos de Chipre cayeran en el abismo.
Cada nueva medida que
se toma no hace más
que sembrar las semillas
de una nueva crisis
Sin embargo, la causa más profunda de los problemas actuales es la disparidad entre la existencia de una zona monetaria única y 17 entidades políticas nacionales. La economía es continental, pero la política sigue siendo nacional. Aún más, es una política democrática. No estamos en 1913, pero tampoco estamos en los años treinta. En lugar de “la Europa de los dictadores” tenemos una Europa de democracias. En lugar de la “revolución permanente” de Trotski, lo que son permanentes son nuestras elecciones.
En todo momento hay algún dirigente en algún lugar de Europa que está obligado a tener en cuenta de dónde sopla el viento porque se avecinan unas elecciones. Este año, resulta que esa dirigente es Angela Merkel, que afronta unas elecciones generales el próximo mes de septiembre. Todos y cada uno de los 17 líderes nacionales de la eurozona y los 27 de la UE piensan primero en la política, los medios de comunicación y los sondeos de opinión de sus propios países. Aunque resulte tentador decir “Hemos hecho Europa, ahora debemos hacer europeos”, lo cierto es que, en este sentido, no hemos hecho ninguna Europa.
¿Qué podemos hacer al respecto? Un ingenioso profesor italiano, Giorgio Basevi, de la Universidad de Bolonia, me envió hace poco una propuesta de algo que podría contribuir a mitigar el problema: la sincronización de las elecciones nacionales y europeas. Se trata de una idea brillante, pero, como es natural, implanteable. ¡Cualquiera convence a los electorados de Europa! Otros sugieren que el próximo presidente de la Comisión Europea se designe mediante elección directa, tal vez entre unos candidatos presentados por cada una de las grandes familias políticas que constituyen el Parlamento Europeo. ¿Por qué no? Ahora bien, si creen que eso va a hacer que los griegos en paro y los alemanes resentidos recuperen de pronto su cálido europeísmo, no están bien de la cabeza.
Por el momento, no existe nada que sustituya a unos políticos capaces de enfrentarse a la opinión pública de sus países y explicar, en su propia lengua y con sus propios giros, que los griegos no son todos unos despilfarradores inútiles, ni los alemanes unos teutones despiadados, etcétera, con arreglo a lo que corresponda en cada país y circunstancia. Son ellos los que deben aprovechar cada oportunidad para explicar con detalle por qué, aunque en el barco europeo estemos padeciendo fríos y humedades, tendríamos mucho más frío y más humedad si nos cayéramos al agua.
¿Y si lo que hace falta es un nuevo enemigo común? Normalmente, me encantaría proponer como chivo expiatorio étnico a mis admirables compatriotas, los ingleses. Estamos acostumbrados. Podemos encajarlo. Pero, con todas las cosas de las que se puede echar la culpa a los ingleses, si hay algo que no se les puede achacar es la bronca que vive la eurozona.
Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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