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Columna
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Ponerse a servir

No es nuestra capacidad de emprender lo que está fallando en este país, sino la variada oferta de horrendos amos

Tal como están las cosas, si yo ahora tuviera catorce años, en vez de contar y no acabar casi tres cuartos de siglo, me enfrentaría al siguiente dilema, tan habitual en las clases populares de la posguerra nuestra: “¿Me meto a monja o me pongo a servir?”. Lo primero me resultaría del todo imposible, no ya por mi probado ateísmo sino porque no podría ceñirme las tocas bajo la égida de un simple Francisco. Me duele más la autoquita de complementos que se ha hecho el pontífice que esa espada de Schaüble, y sus mariachis del Eurogrupo, que pende sobre los chipriotas no blanqueadores. Un papa sin números romanos parece un anticipo del Día de la Bestia.

La otra alternativa, ponerse una a servir, se me antoja la más realista, pero plantea interrogantes. ¿A qué amo elegir? ¿Vale la pena decidirse por un amo local, cuando está a nuestro alcance fregar los suelos de lo más alto? ¿Lavandera de María Dolores de Cospedal? Aparte de que sería, a efectos prácticos, casi lo mismo que amonjarse, ello me privaría de la encantadora posibilidad de hacer de la joven de la perla en los aposentos de los Merkel (ella tiene un marido, no lo olvidemos, y quizá sea puñetero con la limpieza de la cubertería de plata).

¿Ponerse al servicio del nuevo alcalde de Ponferrada o, en su defecto, del acosador sexual que le facilitó el puesto? ¿Dedicar los mejores años de una vida a vaciarle los orinales y ordenarle los bragueros a Mario Draghi? ¿O emplearse como costurera a las órdenes de madame Lagarde e intentar dejarle el acerico en el asiento, para que salga al encuentro de su huesudo trasero?

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