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Una cita con Natalia Verbeke

La actriz cumple quince años de carrera y fija nuevos horizontes: Francia y su Argentina natal Ella misma y amigos como Carmen Maura y Eduardo Noriega relatan su trayecto hacia el éxito

Toma uno: una mujer atractiva coge un taxi en París. El conductor, al apreciar que su ocupante es extranjera, despliega todos los tópicos imaginables del chovinismo. Le habla mal, da un rodeo para engordar el contador, le tira el cambio a la cara. Ella duda entre echarse a llorar o bajarse del coche en marcha. Toma dos: la misma mujer sube al taxi. El conductor se da cuenta de que es de fuera y pone en marcha su repertorio. La pasajera le pega cuatro gritos y el hombre conduce raudo a su destino y dice “merci, mademoiselle” al cobrar. Han imaginado bien. La protagonista de la primera escena es Natalia Verbeke hace tres años, recién aterrizada en París en pos de una carrera internacional. La de la segunda podría ser Natalia Verbeke hoy.

No es que la actriz se esté trabajando una fórmula para sepultar su dulzura natural. Tan solo ha aprendido a sobrevivir en la capital del país vecino, donde residen sus expectativas profesionales actualmente. Algunas de las claves se las ha dado Carmen Maura, su amiga, su cómplice, lo más parecido a una familia a ese lado de la frontera. Su papel de tía protectora en Las chicas de la 6ª planta (2010), la primera experiencia francesa de Verbeke, acabó resultando un reflejo fidedigno del rol asumido en la vida real por Maura. Se iban a comer juntas y le enseñaba a no dejarse avasallar por los camareros. Iban de compras y se hacía respetar por las dependientas. Todo con la sutileza y maestría que caracteriza a nuestra actriz mejor asentada en Francia. Unas líneas de comportamiento que Verbeke recuerda con cariño, agradecimiento y admiración: “Tú, para cualquier cosa que te pase, llama a los bomberos”, me decía, “porque por su trabajo están obligados a ser monísimos. Además, están buenos”. Se ríe.

La película que has visto podría ser un reverso cómico de esa joya costumbrista española que protagonizaron Ana Belén y Laura Valenzuela titulada Españolas en París (1971). Inspirada en aquellas que emigraban de la Península para servir en las casas bien de la capital francesa durante los sesenta, Las chicas de la 6ª planta le valió el César a mejor actriz de reparto a Maura (“decía que se lo daban porque lleva dos décadas dándoles guerra allí”, recuerda Natalia) y una puerta de entrada a la argentina afincada en España, que acaba de cumplir 38 años. Con Maura ya había trabajado en Carretera y manta (2000). Su tía adoptiva se encargó de situarla ante su nuevo público: “Natalia tiene una cosa maravillosa: que lo mismo puede hacer de supersexi que de chacha”, explica por teléfono la que fuera musa de Almodóvar. “Yo me encargaba de subrayárselo a todos los franceses, porque ella asumió de tal manera el papel que parecía una chachita recién salida de un colegio de monjas. Pero se lo repetía una y otra vez, que no fueran a creerse que ella era así; como tienen tan poca imaginación a veces, conviene aclarar las cosas. Me limité a explicarle a Natalia cómo son ellos, y nos reímos muchísimo. En este país es muy difícil lograr un reconocimiento siendo español, pero ella lo conseguirá, porque es superprofesional, supertrabajadora y, lo más importante, supernormal”.

Outumuro

En el horizonte de Verbeke hay una posible serie en España. Aunque, con la industria patria anquilosada, centra sus esfuerzos fuera. Tiene pendientes de aquí al otoño una producción argentina y una francesa, pero, dada la inestabilidad reinante en esta profesión, no puede confirmar nada al 100%. “Es que da una rabia horrible cuando lo ves publicado y después se cae. Me ha pasado. Tenía una película prevista para rodar en Líbano cuando estalló la crisis con Israel y finalmente no se pudo hacer, pero a mí ya se me había escapado contarlo”.

Tiene una cosa maravillosa: que lo mismo puede hacer de supersexi que de chacha", dice Carmen Maura

Lo que no teme es invocar una segunda temporada de Jeu de dames, la serie con la que el público galo se familiarizó con su cara. Una especie de Mujeres desesperadas donde interpreta a una lesbiana que enamora a la protagonista, “una mujer muy rígida que se descoloca y acaba siendo más…”. ¿Lesbiana? “¡Persona!”. Esta serie le mostró un botón más del chovinismo característico de algunos de nuestros vecinos. “Yo hacía de sudamericana, no se sabía muy bien de dónde, y cuando le pregunté al director, me dijo: ‘¡Da igual de dónde!”.

Ahora es la chica sexi que decía Carmen Maura. Estamos en una suite del Palace de Madrid. La luz, tamizada por las cortinas, baña a nuestra protagonista. Sobre una butaca, con un escueto estilismo, apunta con los tacones al techo. “Ponme tú la pierna, Outu”. Outumuro la conoce bien, la ha fotografiado antes. “Sube una pierna. Ahora, las dos. Ponte la mano en el pecho. Sonríe”. Foto resuelta. Ella da un respingo. “Ahora mira por la ventana”, dice él. “Tú dime, ya sabes que yo me tiro si hace falta”, responde ella. Esa mezcla de engañosa docilidad y naturaleza kamikaze ha convertido a Natalia Verbeke en una peculiar figura de su generación. Una generación empotrada entre la caída de las producciones cinematográficas y el advenimiento de una nueva era televisiva. De ella salieron grandes nombres. Unas jugaron sus cartas de musas alternativas, como Leonor Watling y Najwa Nimri (con todo lo que las diferencia). Otras, con desigual fortuna, a hacer las Américas (Paz Vega y Elsa Pataky). Almodóvar realizó sus propios fichajes (Penélope Cruz, Elena Anaya). Y Natalia Verbeke quedó en una extraña tierra de nadie. Unas coordenadas que acabaron por materializarse en un mundo propio gracias a una inusual mezcla de constancia, rigor y disciplina. Su historia comienza, como tantas otras, en una pantalla de cine.

Interior. Buenos Aires. El hogar de una familia relativamente acomodada. Una niña de cuatro años mira embobada la tele. Ponen Lo que el viento se llevó. No entiende muy bien nada, pero se queda flasheada con Escarlata O’Hara. “Yo no sabía qué era eso de ser actriz. Pero vi a esa mujer espléndida con tantos trajes maravillosos y hombres que la amaban locamente. Una mujer coraje. No sabía qué era, pero yo quería ser eso”. Ya contaba con una primera carta. Un apellido sonoro, Verbeke. Lo debía a su abuelo belga, “un aventurero que aprendió castellano con un diccionario en el barco, camino de Argentina; que se fue solo, sin trabajo y sin conocer a nadie”. Sus ancestros también se reparten por La Línea de la Concepción (Cádiz), Baeza (Jaén) y Asturias.

Sus padres se conocieron en una boda. Él era dentista. Ella, taquígrafa. Cuando se mudaron a España, lo hicieron buscando una vida mejor para sus hijos (la hermana mayor, Andrea, es hoy periodista e intérprete para sordomudos en el programa de La 2 En lengua de signos; su hermano pequeño, Lorenzo, ha abierto una moderna tienda de bicicletas en el barrio madrileño de Malasaña). Natalia aterrizó en Madrid con 11 años. “Lo único que recuerdo es que lloraba y lloraba, se desmoronó mi mundo, pero pronto me propuse reconstruirlo”. Sin saberlo, Natalia acababa de adoptar las mismas consignas de lucha que su heroína, Escarlata O’Hara.

Gracias al baile, crecí acostumbrada a la disciplina y el dolor"

Exterior. Madrid. Barrio de Salamanca. Una adolescente corre del instituto a la escuela de danza. Baila tres horas cada tarde desde que tenía cuatro años. En ocasiones, los pies se le ponen en carne viva y se los tiene que curar con alcohol alcanforado. Los cambré disparan su ciática. Después cena, estudia y se acuesta. Es la primera de la clase. “Crecí acostumbrada al dolor. El baile estaba incorporado en mi rutina, pero siempre supe que no era lo que quería para mi futuro. Cuando llegué aquí, me apunté a la escuela de Víctor Ullate y de Carmen Roche. Pero estaba harta. A los 15 años tuve mi primer novio y ya no me apetecía dejarme tres horas ahí al día, prefería irme al burger”. Natalia acumulaba sobresalientes y matrículas de honor (nota con la que acabó 2º y 3º de BUP, por ejemplo). “Mi padre me decía: ‘Si sacas un cinco, te regalo lo que quieras’. Quería que disfrutara de la vida. Pero llegaba el fin de semana y, mientras mis amigas iban al cine, yo me quedaba estudiando porque, si no, no llegaba… a la matrícula de honor. Lo sé, era una pesada”. La disciplina como actriz ya estaba sembrada. Ella lo decía en casa, pero pensaban que era lo típico: “Quiero ser actriz”; que ya se le pasaría. Hasta que llegó la selectividad. Sacó casi un nueve. “Qué bien, puedes estudiar teleco”, le dijeron sus padres. Y ella: “No, no, que yo voy a ser actriz”. La broma se convirtió en tragedia. El cerebrito de la familia, arrastrándose de casting en casting.

Interior. Escuela de teatro. Sobre las tablas, una intérprete en ciernes expone sus habilidades para conjugar canto y baile sin dar un traspié. La audiencia, sus compañeros. Entre ellos, otro aspirante a comerse la pantalla, Eduardo Noriega. “Cuando la vimos en aquella muestra nos quedamos todos flipaos”, recuerda el actor. “Tenía una madurez que la hacía destacar. Por no hablar de lo guapa que es. Tenía enamorada a media escuela. Yo ni pude intentar ligármela, porque se puso a salir con un compañero de mi clase”. Con Noriega acabaría coincidiendo más que con cualquier otro actor. En Nadie conoce a nadie (1999), Carretera y manta y El método (2005). Visto con perspectiva, Noriega duda “que se la contrate para hacer de guapa. Tras su aparente fachada cordial y amable siempre puede haber algo más atormentado. Me acuerdo cuando me llamó asustada para decirme que le habían dado el protagonista en su primera película, Un buen novio (1998). Le dije: ‘No temas, si alguien lo puede hacer bien, esa eres tú’. Incluso le presenté a mi representante, que acabaría siendo su pareja unos cuantos años”.

En realidad, ya le había echado el ojo otra persona: Alsira García Maroto, por entonces una de las carteras de management más golosas del país, con nombres como Marisa Paredes, Viggo Mortensen, María Barranco o Candela Peña. A Natalia se la descubrió su hijo, Teo Delgado, director de fotografía de Un buen novio. Tras esa pe­lícula, ella vio paralizada su carrera durante un año. “Yo quería desligarme de la chica sexi, que es lo que hacía en mi debut, y solo me llegaban papeles de lolita”. La fama le llegó de manera espontánea, cuando la pararon por la calle a pedirle un autógrafo. Acababa de estrenar en España El hijo de la novia, su primera cinta argentina. “Es algo que se me sigue haciendo raro, pero siempre gusta sentir que te quieren”.

Tenía enamorada a media escuela. Yo ni pude intentar ligármela", recuerda Eduardo Noriega

Exterior. Plaza del madrileño Mercado de Fuencarral. Una actriz en boga relata a este cronista su primera aventura “internacional”. Una producción española, en realidad, pero rodada en Marruecos, Kasbah (2000). A su lado, en contraste con las penurias por el desierto que ella narra, su agente de prensa está tan fresco con una cerveza en la mano. Se llama Mario Vaquerizo, y también lleva a Elsa Pataky, Leonor Watling y Fangoria. El marido de Alaska, el personaje catódico, el trasnochador irreductible aún estaban por fraguarse. Antes fue un chaval algo acomplejado que quedó deslumbrado por la personalidad envolvente de Natalia Verbeke en el instituto al que ambos iban en la capital, el Beatriz Galindo. “Ya era una chica popular, al menos para mí. Tenía puntazo. Nos hicimos amigos en un viaje de semana blanca a Andorra”, rememora él. “Fue mi primera amiga actriz. Ella estudiaba arte dramático, y yo, periodismo. Salíamos mucho, nos emborrachábamos y lo pasábamos bien. Lo típico. Recuerdo asistir, orgullosísimo, al estreno de su primera película. Y también hacerle yo su primera entrevista, que salió en Vanidad”.

Outumuro

Vaquerizo subraya algunas de las claves de permanencia de su amiga. “Es muy visceral e intuitiva. Hace lo que le da la gana. ¿Que luego se la valora más o menos? Yo creo que a ella le da exactamente igual. Y aparte, qué quieres que te diga, ha conseguido ser imagen de las rebajas de El Corte Inglés, algo que no consigue cualquiera. Y yo, ante eso, ya me rindo. Porque ella nunca ha tenido ningún pudor. Si ha tenido que hacer una portada medio sexi la ha hecho. Es consciente de que esto es una industria. Natalia no es underground ni lo ha querido ser nunca. Y sabe que junto con el reconocimiento como actriz hay muchas otras cosas. Es una tía que se puede permitir el lujo de parar de trabajar cuando quiere y hacer los proyectos que le apetezcan, y ese es el verdadero éxito”.

Interior. Fórum de Barcelona. Los Premios del Cine Europeo laurean a Amenábar por Mar adentro (2004). Entre el público, una intérprete con su carrera ya apuntalada busca darle un nuevo giro. Se encuentra con Antonio Rubial, por entonces mano derecha de la representante Katrina Bayonas. Le explica que quiere trabajar con alguien joven, que entienda su lenguaje, alguien como él. Natalia entra a formar parte del repóquer de la agencia Kuranda. Años después, cuando Rubial monte la suya propia, A6 Cinema, Natalia será la primera en saltar a ese barco. Fue él quien se empeñó en que protagonizara Las chicas de la 6ª planta, su película francesa, a pesar de que ella andaba aún metidísima en Doctor Mateo. “Me senté con los productores de la serie y empezamos a hacer encaje de bolillos”, recuerda el agente. “Las fechas eran una locura: Natalia rodaba dos días en París, cogía el vuelo de las seis de la mañana, rodaba dos días en Madrid, y así. Me dijeron: ‘Como pierda un solo avión o pase cualquier cosa, se caen todas las fichas de dominó y tendremos un gran problema’. Y yo respondí: ‘¿Pero qué va a pasar, hombre?’. Bueno, pues al día siguiente de volver Natalia de su último día de rodaje en París, estalló el volcán islandés y se cerró el espacio aéreo europeo. Y yo me quedé blanco recordando mis palabras: efectivamente, podíamos haber tenido un gran problema”.

Dice Rubial que Natalia es “una apuesta segura”. “Yo sé que rodaje al que va, rodaje del que me llaman para felicitarme por su trabajo. Porque es impecable: profesional, puntual, se porta bien con todo el mundo y nunca da problemas. Y esto cada vez es más importante, porque la época dorada en que todo valía y daba igual si el actor estaba medio loco o sometía al equipo a sus caprichos ya no funciona. Tienen que ser buenos actores y además buenos profesionales. Y Natalia para eso es muy fácil”.

No me estresa el físico. Siempre lo digo: somos actrices, no modelos"

Exterior. Barrio de Malasaña. Una chica entra en un café. Bajo su apariencia corriente y el atuendo invernal se descubre a Natalia Verbeke. Viene con la cara lavada. Pide tostadas y café negro. Sonríe. A nuestro alrededor solo hay unos pocos turistas. Suena música clásica. Vive a dos pasos. Este es su vecindario desde hace muchos años. “Como el de tantas otras actrices”, explica. “Por eso no es tan difícil toparse con paparazis por aquí. Yo hay veces que hasta los saludo”. Pero a ella, que siempre ha mantenido un perfil bajo, ¿la acosan? “No, pero siempre les viene bien tener la foto. Y si tienen la foto, pero no tienen noticia, se la inventan; como la última vez que me sacaron con mi ex, Miguel Abellán, tomando algo en un bar y dijeron que habíamos vuelto. Pues mira, si te quieres creer eso, bien, pero resulta que seguimos siendo amigos, que es uno de mis mejores amigos, de hecho”.

La última relación de la que hay constancia documental es la de quien fuera su compañero en Doctor Mateo, Gonzalo de Castro, con quien salió varios años. Hoy es fácil verla paseando con su chihuahua, Simone, bautizada en homenaje al personaje homónimo de Nicole Kidman en Mouline Rouge. Verbeke volvió de París, de rodar la serie, hace ahora un año. Desde entonces se ha tomado las vacaciones más largas que recuerda. ¿No le da vértigo? “Al contrario. Aprovecho para hacer todas esas cosas que estos últimos años no me he podido permitir por estar trabajando: hice un viaje con amigos a Eurodisney, cocino, recibo clases para mejorar mi acento francés…”. Asegura que no le preocupa envejecer. “Pienso en Carmen Maura, que dice que trabaja más que otras de su edad porque no se ha operado”. Y que no se estresa por el físico, aunque conserve una envidiable figura que atribuye a su entrenador personal, a quien apoda, cariñosamente, Torquemada. “Siempre lo digo: vivimos de la imagen, pero no somos modelos, somos actrices”. Esta primavera volará a Buenos Aires o París, a donde le lleve el viento. O la luz verde de sus proyectos pendientes. Entretanto, seguirá paseando por Malasaña con esa naturalidad que la convierte en una rara avis a medio camino entre el superestrellato y una mujer terrenal.

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