De ratones y Sarah Jessicas
La moda mundial de las magdalenas decoradas, extendida cual sífilis, nació en una panadería de la Gran Manzana porque era donde las compraban las memas de 'Sexo en Nueva York'
No es por echarme flores, pero tenía razón. Hace un par de meses proclamé desde este púlpito que a Dios no le gustan los cupcakes. Cual Jesucristo en Viernes Santo, fui escupido, insultado, flagelado y finalmente crucificado por una horda de amantes de lo mono, integristas de la repostería creativa y yonquis de la sacarosa, que mostraron su furia a través de todas las redes sociales disponibles. Pero la verdad se acaba imponiendo, como prueban los hechos acaecidos en Nueva York la semana pasada.
Quizá no sepan ustedes que la moda mundial de las magdalenas decoradas, extendida en España cual sífilis agresiva, nació en esa ciudad. Más concretamente en una pastelería llamada Magnolia Bakery. No es que este sitio fuera el primero en hacer cupcakes —los orígenes de este producto se remontan al siglo XVIII—, pero es allí donde las memas de la serie Sexo en Nueva York iban a comerlos. Fue la gula parabulímica de Sarah Jessica Parker y sus amiguitas la que desató la fiebre, algo por lo que la justicia, si es justicia, les dará algún día su merecido en forma de cadena perpetua en fría celda de aislamiento.
Magnolia Bakery sufría una invasión de ratones clarísimamente enviada por el Altísimo, que no da puntada sin hilo en lo que a acciones simbólicas se refiere. La comunidad roedora era tan numerosa que el Departamento de Salud neoyorquino cerró el chiringuito, para decepción de los cientos de fans, sobre todo turistas, que visitan el establecimiento para sentirse Sarah Jessica por un día.
El suceso ha suscitado en mí un borbotón de reflexiones. Primero está la duda de si las deposiciones ratoniles pudieron confundirse en algún momento con los toppings (esas pepitas de chocolate o de caramelo que se ponen por encima), convirtiendo a los cupcakeros en coprófagos involuntarios. Después está la carga metafórica del asunto: cómo un paraíso de lo cuqui, los colorinchis pastel y las fantasías infantiloides esconde una trastienda de horror, suciedad y realidad.
Ahora bien, creo que esta vez el mensaje divino va más allá de la condena a los cupcakes. Tiene que ver con lo desvergonzadamente malos —y caros— que son tantos restaurantes y tiendas de comida famosos a los que los viajeros acudimos como borregos. Personas en las que confío y múltiples comentaristas en la Red aseguran que los pasteles de Magnolia son más secos y empalagosos que una rosquilla centenaria, lo que confirma mi teoría de que no hay nada mejor para degradar un negocio que una clientela fácil.
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