Italia, el cambio como única salida
Los italianos acuden hoy a las urnas con el desempleo batiendo récords y los servicios públicos en caída libre. Dentro de cuatro días, el Papa abandonará el Pontificado. La política, incluso la del Vaticano, es un espectáculo, pero también lo es la belleza sobre la que se asienta la herencia de este país que espera el cambio.
Al barrio napolitano de Scampìa se puede viajar en tren de alta velocidad. Es la ventaja que todavía tienen los barrios bravos de Europa con respecto a otras sucursales del abismo, pongamos la Comuna 13 de Medellín o una calle cualquiera sin nombre y sin aceras en los arrabales de Ciudad Juárez. Allá, uno puede perder la vida en el mero trayecto; aquí, el viaje tiene conexión a Internet por cortesía de Trenitalia –43 euros por una hora de viaje desde Roma en asientos de paño o 50 en asientos de cuero– para ir leyendo en los periódicos del día la última bufonada de Silvio Berlusconi, la más indignante, aquella que justificaba a Benito Mussolini el mismo día que se conmemoraba en Milán a las víctimas del Holocausto. También traen los diarios en portada una fotografía oscura de un suceso que a las pocas horas estaría olvidado. Dos vagabundos habían fallecido carbonizados la madrugada anterior en el túnel de Roma que les servía de refugio. Un túnel que de día conecta el lujo de Vía Veneto y la belleza de Villa Borghese y que de noche se convierte en el único techo de los que no lo tienen: 47.648 indigentes repartidos por toda Italia, una ciudad de sombras con los mismos habitantes que la rica y luminosa Siena…
Pero Siena queda, en todos los sentidos, mucho más al norte. Desde hace unos años a esta parte, sobre el rostro de Italia –siempre hermoso y dispuesto a la sonrisa– se ha instalado una mueca de verdadera preocupación. Más de la mitad de los italianos –el 53,5%– confiesa que no están en disposición de sostener adecuadamente a su familia. Más de ocho millones de personas –de una población de 60 millones– viven ya en situación de pobreza, un dato que en Europa solo supera Grecia. El 37% de los jóvenes no tiene trabajo –hay que remontarse 20 años para encontrar un dato tan malo–, y el desempleo acaba de marcar un récord al situarse en el 11,2%. La presión fiscal (para los que pagan) es insoportable, pero las carreteras, las escuelas y los hospitales públicos se caen a pedazos. Un 72% de los ciudadanos afirma haber perdido poder adquisitivo en el último año, y la distancia entre los ciudadanos y las instituciones es abismal: el 82% no se fía del Gobierno –por muy técnico que sea–, el 89% desconfía del Parlamento –o sea, de la clase política en su conjunto– y hasta Giorgio Napolitano, el hasta ahora muy respetado presidente de la República, ha visto menguada su popularidad tras patrocinar la operación de ingeniería política que colocó a Mario Monti en el poder sin el respaldo de las urnas. Por no hablar de los atrasos en materia de derechos civiles. La presencia poderosa del Vaticano atenaza incluso a los partidos que tendrían que ser punta de lanza. Cada vez que al candidato de centro-izquierda, Pier Luigi Bersani, le preguntan en televisión por el matrimonio homosexual, al hombre le sudan las manos y se intenta quitar el muerto de encima con una frase en forma de amuleto, un ni sí ni no, sino todo lo contrario: “Nosotros haremos como Alemania…”.
La presión fiscal es insoportable, pero las escuelas y los hospitales públicos se caen a pedazos
El tren de alta velocidad se detiene en la estación de Gricignano, a 15 kilómetros de Nápoles, y una voz anuncia por megafonía: “Lamentamos comunicarles que durante la pasada noche fueron robados los cables del tendido eléctrico. El retraso será de 15 minutos. Disculpen las molestias”.
De la quema del descrédito solo se salvan por el momento la magistratura y los cuerpos de seguridad, únicos arietes eficaces contra la corrupción generalizada. Se calcula que en Italia, además del PIB oficial, existen otros dos. El de la economía sumergida, que rondaría los 540.000 millones de euros –un tercio del oficial–, y el de la criminalidad organizada, que superaría los 200.000 millones. No es exagerado añadir que los cuatro principales grupos mafiosos –la Cosa Nostra (Sicilia), la Camorra (Campania), la ’Ndrangheta (Calabria) y la Sacra Corona Unita (Apulia)– siguen constituyendo la primera gran empresa italiana.
A pesar de las decenas de asesinatos al año y de que cada día hay más pruebas de su infiltración en la política –hace unos meses fue disuelto el Ayuntamiento de Reggio Calabria, una capital de provincia de 180.000 habitantes que había caído en manos de la ’Ndrangheta –, la lucha contra la Mafia no es, ni mucho menos, un asunto prioritario en los debates electorales que tienen lugar estos días. Según el sociólogo Gian Maria Fara, presidente del centro de estudios Eurispes, Italia se encuentra en el centro de una crisis política, económica y social sin precedentes: “Se está echando a perder de una forma rápida y dolorosa el precioso patrimonio material e inmaterial conseguido gracias al esfuerzo y al sacrificio de las generaciones precedentes. Se está poniendo en riesgo la convivencia civil”.
Giovanni Zoppoli mira por la ventanilla de su coche, señala unas torres blancas y sonríe presentando su territorio. “Ahí lo tienes. Esto es Scampìa”, dice por fin. No ha sido fácil llegar a la hora. Al retraso del tren de alta velocidad hubo que añadir la avería crónica del metro, y una lluvia que se presentó sin avisar colapsó los autobuses de Nápoles –unos días después se quedarían parados por falta de presupuesto para combustible– y el tráfico en general. En la capital de la Campania aún no se ha puesto de moda el uso del cinturón de seguridad ni del casco, y el rojo de los semáforos, más que una orden, es una opinión. Si en Nápoles las normas son relativas, en Scampìa directamente no existen. O, mejor dicho, existen otras. La fama de este barrio, de 70.000 habitantes, trascendió Italia a través del libro Gomorra, del periodista Roberto Saviano. Su denuncia del poder de la Camorra le reportó la venta de más de 12 millones de ejemplares, su traducción a 52 idiomas, la adaptación al cine por el director Matteo Garrone y una condena a muerte aún vigente que le obliga a vivir –si eso es vida– permanentemente escoltado.
Los vecinos de Scampìa también viven escoltados. Por la policía y los carabinieri, que patrullan sus avenidas como si estuvieran en estado de sitio, pero sobre todo por la Camorra y el miedo. Ayer, cuenta Giovanni Zoppoli mientras aparca el coche junto al centro cívico Mammut, hubo jaleo en Ponticelli, un barrio vecino. Lo de siempre. Guerra de clanes. Dos muchachos de 20 y 19 años, Gennaro Castaldi y Antonio Minichini, que llegan en un motorino a la puerta de su casa, un coche que les sale al paso, unas ráfagas de metralleta, Gennaro que cae allí mismo, Antonio que acierta a escapar, los sicarios que lo siguen hasta darle caza. Los 19 casquillos marcados por los de la Científica y los charcos de sangre dan fe de la carnicería. A las ocho de la tarde de un domingo, para que nadie del barrio se quede sin enterarse de que siguen existiendo leyes –las del clan De Luca, las de los Sarno– y que esas sí hay que respetarlas. Hace unas semanas, un sicario que huía de otros se refugió en un colegio del barrio y hasta allí fue perseguido. Murió acribillado en medio del patio mientras las maestras –como si estuvieran en Medellín o en Ciudad Juárez– se llevaban a los críos por la puerta de atrás. La ministra del Interior, Anna Maria Cancellieri, supo encerrar en una frase toda la impotencia de vecinos y autoridades: “Scampìa es una herida siempre abierta”.
Se está perdiendo el patrimonio conseguido por el sacrificio de generaciones precedentes”
La batalla de Giovanni Zoppoli, su dura batalla a cuerpo gentil, es quitarle cantera a la Camorra. Su asociación de jóvenes voluntarios, plantada en medio de Scampìa, intenta ofrecer a los chavales más desfavorecidos del barrio un futuro distinto al del crimen. El mensaje a los vecinos –muchos de ellos, gente trabajadora atrapada entre la pared de la droga y la espada de la necesidad– es que la única forma de que los parques no se llenen de jeringuillas y de muertos vivientes es paseándolos.
“Cuando llegamos aquí, en 2007, este local estaba lleno de sangre y de jeringuillas rotas, mira las fotos, y míralo ahora, tan limpio y lleno de dibujos”. Zoppoli cuenta una historia que refleja muy bien la realidad italiana: “Hace años, este trabajo, el de ayudar a la gente a pie de calle, lo hacían las asociaciones –unas, relacionadas con los partidos de izquierdas; otras, dependientes de la Iglesia– de forma altruista. Luego, la Administración decidió que tenía que tomar cartas en el asunto y creó su propia organización de ayuda a los barrios, para lo cual nombró gestores, creó puestos de trabajo –siempre a dedo del delegado político de turno–, y en torno a la ayuda social se fue tejiendo una burocracia cada vez más grande y más pesada que, para aumentar su poder en tiempo electoral, necesitaba crear nuevos problemas, o sea, nuevos puestos de trabajo…”. Ahora, con la crisis, esos funcionarios de la necesidad han dejado de cobrar. Su lucha, más que ayudar a la gente, es ayudarse a sí mismos para salir adelante.
Dice el sociólogo Gian Maria Fara que, llegados a este punto, esa Italia que retrata Giovanni Zoppoli ya no tiene otra salida que la de cambiar. “Los italianos vivimos en la cómoda posición de consumidores del presente, sin hacer los esfuerzos que la construcción del futuro requiere. Solo estamos pendientes del día a día, nuestras respuestas son parciales, a menudo improvisadas, y nuestras medidas solo están destinadas a arreglar aquello que falla. El presentismo se ha convertido en nuestra filosofía de vida. Desde las instituciones se ha practicado el arte del parche cotidiano. Se ha establecido la cultura del spot y del eslogan. Los talk show han triturado la política y han convertido a los políticos en tristes caricaturas capaces de liquidar con unos cuantos chistes problemas de mucha trascendencia. El ser ha sido sacrificado por el aparentar, el futuro por el presente, y durante 20 años hemos sido arrullados con la idea de vivir en el mejor de los mundos posibles. Milagros de la televisión…”.
Y de Berlusconi, valga la redundancia. Al inicio de la campaña se produjo en Italia un cruce muy interesante entre el descrédito de los políticos y el espectáculo de la política. El anterior primer ministro aceptó participar en el programa del periodista Michele Santoro, su más feroz enemigo mediático desde hace 11 años. Los mismos ciudadanos que no se reprimen al decir que se avergüenzan de sus políticos, salpicados por mil casos de corrupción, son los que cada noche se arrellanan ante el televisor para verlos despellejarse entre sí. El bucle diabólico lleva al político a producir titulares para seguir alimentando la cuota de pantalla. El juego, del que Berlusconi es el gran maestre, es tan evidente, que los recién aterrizados en política –sea el profesor Mario Monti o el juez anti-Mafia Antonio Ingroia– lo aceptan con una naturalidad y una desenvoltura pasmosas. El principal beneficiario, no hace falta decirlo, es Berlusconi. Aquella noche fueron más de ocho millones los espectadores que siguieron el duelo entre Santoro y el viejo político. A sus 76 años, con dos décadas de mentiras a sus espaldas, un puñado de procesos judiciales aún pendientes –entre ellos, uno por inducción a la prostitución de menores– y un partido sumergido hasta las orejas en la corrupción, Berlusconi supo ganar el mano a mano y arrancar allí mismo una loca carrera de declaraciones estrambóticas y promesas increíbles. El resto, incluido Monti, hace lo que puede por no perder el compás. Si se tratara solo de un espectáculo –del gran espectáculo de la televisión–, sería fastuoso, pero, al parecer, está también en juego el futuro de Italia.
Desde Nápoles hasta Milán, más de 770 kilómetros, hay 4 horas y 15 minutos de paseo en tren de alta velocidad, 95 euros el viaje. Sobre la entrada del Palacio de Justicia hay un gran cartel con una foto de Giovanni Falcone, el juez anti-Mafia asesinado en Sicilia el 23 de mayo de 1992, y de su amigo y colega Paolo Borsellino, al que mataron apenas dos meses después. Bajo la leyenda “para no olvidar”, aparecen los nombres de la esposa de Falcone, la magistrada Francesca Morvillo, y los siete escoltas –seis hombres y una mujer– que murieron en los atentados. En la cuarta planta del edificio, con la puerta abierta, trabaja la fiscal adjunta Ilda Bocassini. Desde hace años sufre las invectivas de Silvio Berlusconi, rabioso por no haber conseguido frenar las investigaciones en su contra. Además de llamarla “feminista y comunista” –a través de sus pretendidos insultos se pueden hallar restos del ADN personal y político del magnate–, encarga a su coro mediático que la acose fuera del trabajo, y a sus propios, que intenten desprestigiarla. La principal acusación es que, lejos de ser imparcial, la fiscal esconde oscuros intereses políticos y de grupo. “La magistratura me persigue”, es la jaculatoria preferida de Il Cavaliere. Ilda Bocassini rehúsa amablemente hacer declaraciones, pero, tres plantas más arriba, el juez instructor Enrico Manzi desmonta en un par de frases la acusación de Berlusconi. “Es verdad que los jueces en Italia tienen mucho poder”, admite, “pero se trata de un poder difuso. En Milán somos 35 jueces de instrucción, 40 en Roma. Cada uno de nosotros actúa de forma autónoma y nadie puede orientarnos en un sentido u otro. Lo del poder orquestado es una leyenda equivocada. Se trata de un poder, pero de un poder acéfalo. No es ese el problema de la justicia en Italia…”.
El principal problema, admite el juez Manzi, es que la justicia italiana aún sigue anclada en los albores del siglo XX. El mejor ejemplo es que para citar a un imputado hay que hacerlo personalmente y mediante un oficio en papel, no se puede ejecutar a través del abogado, ni mucho menos por correo electrónico. “Además”, añade, “un juez de instrucción tiene obligación de abrir un expediente por cada posible delito, desde una infracción de tráfico o una pelea callejera hasta un atentado de Al Qaeda. La justicia italiana aún no ha entrado en el mundo moderno, ese es su verdadero problema. Es una justicia lenta, atada a una burocracia muy pesada, y los principales perjudicados son los ciudadanos”. Por delante de la oficina del juez Manzi, que comparte despacho con su secretaria, desfilan sin cesar hombres y mujeres esposados, agarrados con un cable de metal por agentes de la policía penitenciaria.
Durante 20 años hemos sido arrullados con la idea de vivir en el mejor de los mundos”
A mediados del pasado mes de diciembre, el dilema parecía claro. Los italianos tendrían que decidir entre el centro-izquierda –que había elegido a su candidato, Pier Luigi Bersani, a través de unas primarias abiertas y muy concurridas– y el sucesor de Berlusconi al frente del Pueblo de la Libertad (PDL), Angelino Alfano, un político joven, con mejor talante que su jefe, pero sin carisma alguno. Mario Monti deshojaba la margarita de si descender a la arena política o esperar tranquilamente en su puesto de senador vitalicio a que ninguno de los dos partidos principales lograra una mayoría suficiente y optara por pedirle un segundo mandato. Los poderes establecidos se encontraban, eso sí, inquietos con el Movimiento 5 Estrellas, del cómico Beppe Grillo, que con su discurso radical contra los privilegios de La Casta y el yugo de Europa ya había obtenido un excelente resultado en las elecciones regionales de Sicilia y no hacía más que crecer en las encuestas.
Pero antes de Navidad –Italia nunca defrauda– se lio el gran alboroto. Berlusconi decidió volver a la escena política, en un intento desesperado por protegerse de la acción de los jueces, e hizo saltar por los aires el apoyo a Mario Monti. El primer ministro, después de algún titubeo, se quitó el disfraz de técnico e irrumpió en la política con cajas destempladas. El encontronazo en la cumbre entre el anterior jefe del Gobierno y el actual polarizó la campaña electoral y dejó al líder del centro-izquierda –claro favorito hasta entonces en todos los sondeos– en una situación muy incómoda. No fueron pocos los italianos, y tampoco los foráneos –entre ellos, algún editorialista de Financial Times–, que se llevaron una gran decepción al contemplar al profesor, aquel caballero tan discreto que medía cada palabra con pie de rey, mitineando de plató en plató.
“Pero no hay que olvidar que cuando llegó Monti, Italia estaba al borde del colapso económico. No sé si todo el mundo se daba cuenta de la situación límite en la que nos encontrábamos, pero el mérito de haberlo evitado corresponde al profesor y al presidente Napolitano”. El editor Carlo Feltrinelli no es sospechoso de ser de derechas, ni por tradición familiar ni por convicción personal, pero discrepa de la forma en que la izquierda italiana combatió durante los últimos años el poder de Berlusconi. “La herencia de Berlusconi es terrible desde el punto de vista civil y cultural. Harán falta muchos años para eliminar sus secuelas. Es verdad que la izquierda ha tratado de renovarse a través de las primarias, pero ha sido a última hora; aquí no se ha producido la revolución que sí se ha dado en otros países. Han faltado ideas, su labor se ha limitado muchas veces a seguir a Berlusconi hasta su propio terreno, a demonizarlo, pero sin lograr establecer una reflexión cultural de lo que estaba sucediendo, de cómo remediarlo”.
La actitud descreída y a la vez enamorada de los italianos es el Mejor conjuro contra la desesperanza
Los italianos acudirán hoy a las urnas. Además de optar por una u otra opción política, tendrán en sus manos la posibilidad de deshacerse para siempre de Berlusconi, de sepultar voto a voto un capítulo muy negro de la historia de Italia. Sin embargo, ni las encuestas ni las reflexiones del gran Ennio Flaiano (1910-1972) hacen suponer que vaya a ser así. El escritor, guionista de La dolce vita, dejó dicho: “Dentro de 30 años, Italia no será como la habrán hecho los Gobiernos, sino como la habrá hecho la televisión”. No se equivocó. Tampoco cuando advirtió que aquí cualquier pronóstico está abocado al fracaso: “En este país que amo no existe simplemente la verdad. Otros países tienen una verdad. Nosotros tenemos infinitas versiones”.
Esa actitud descreída y a la vez enamorada de Flaiano hacia su país –“la situación política en Italia es grave, pero no seria”– la comparten y la ejercen muchos italianos, y eso se convierte en el mejor conjuro diario contra la desesperanza a la que invitan los datos. Italia sigue siendo un país vital, encantado de gustar y de gustarse, consciente de su propia fuerza, de su capacidad para salir adelante al margen de la incompetencia temporal –o crónica– de sus Gobiernos, donde la crispación se diluye en una buena conversación llena de matices y de ironía. La política es un espectáculo, y también lo es aquello tan misterioso que ocurre al otro lado del Tíber, con cardenales que conspiran, mayordomos infieles y papas en fuga. Pero el principal espectáculo, el más fascinante, es el de la belleza. Venecia, Florencia o Roma, por no hablar de la costa Amalfitana o de Sicilia, son solo la punta de una herencia infinita que incluye a Verdi, a Miguel Ángel o al recuerdo siempre presente del Imperio. La Italia que se acerca hoy a las urnas tiene pasado y tiene futuro. Tal vez le falle el presente, pero, como diría Flaiano, eso también se puede negociar.
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