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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Del amor y del odio

Rosa Montero
Thomas Barwick (Getty)

Hablaba el otro día con un amigo, escritor conocido, que se quejaba de las furias asesinas que a veces percibía contra él sin venir a cuento, en cartas de lectores, en tuits o en comentarios en su Facebook. Le acongojaba profundamente que su mero nombre despertara en algunos un odio africano (frase que, por cierto, viene del rencor que los cartagineses le tenían a Roma, lo digo para que no se me encocoren los partidarios de lo políticamente correcto), cuando él no consideraba haber hecho nada para merecer semejante aversión. Pero no hace falta merecerlo, le dije. A mí también me ocurre, como a todas las personas mínimamente públicas. Tú tan sólo simbolizas aquello que la gente proyecta sobre ti. Y no debes lamentarte, porque, si bien hay personas que te detestan de forma arbitraria y gratuita, también hay muchas otras que te aman con la misma arbitrariedad y muy por encima de tus merecimientos, o sea que vaya una cosa por la otra. Eso sí, cuando nos quieren nunca nos quejamos.

Esta pequeña anécdota me dejó pensando en lo difícil que siempre resulta manejar el amor y el odio. Si los humanos proyectamos esas pasiones y esas fobias en los personajes públicos (lo hacemos todos) es porque necesitamos dar salida a ese hervidero de emociones confusas que oscurecen nuestras relaciones con los demás. Somos animales sociales y, para vivir una vida que merezca la pena de llamarse vida, tenemos que compartirla con los otros. Necesitamos a los demás, y esa necesidad esencial nos debilita y fortalece. Les queremos, les odiamos; a veces hasta les queremos y les odiamos al mismo tiempo; nos medimos con los otros, nos sentimos más grandes que ellos, nos sentimos más chicos; daríamos la vida por ellos o los mataríamos. Compartir la existencia es un maldito lío y nuestras contradicciones emocionales no parecen haber mejorado mucho desde la época de las cavernas.

Atravesamos tiempos de dolor, y el sufrimiento, cuando es extremo, puede romperte”

Yo diría que hay dos maneras extremas de relacionarse con el mundo; por un lado están aquellos que siempre se sienten en deuda con los demás y culpables de todo; por el otro, las personas que creen que el universo entero está en deuda con ellas y que son merecedoras de muchísimo más (una demanda insaciable). Ambas posiciones son profundamente patológicas y, por fortuna, creo que la mayoría de los humanos se mueve en algún lugar intermedio entre los dos polos.

Como es lógico, la tremenda crisis que estamos viviendo también tiene un fuerte impacto emocional en el terreno de las relaciones con los otros. Quiero decir que nuestras tendencias naturales se exacerban: por ejemplo, la persona de tipo más bien culposo que sigue manteniendo su empleo mientras todos sus amigos se quedan en paro (o mientras la mitad de su oficina es despedida), puede caer en un remolino de angustioso remordimiento, como si él o ella fueran los causantes de tanto destrozo. Y lo peor es que este tipo de culpabilidad enfermiza no sirve para nada, sólo desasosiega y paraliza. Por el contrario, la gente con tendencia al narcisismo puede ver alimentado su egocentrismo cuando padece reveses e injusticias. Estamos atravesando tiempos de enorme dolor social, y el sufrimiento, cuando es extremo, puede romperte. Si pierdes el trabajo, si pierdes tu casa, si no tienes para comer o abrigar a tus hijos, hace falta mucho temple para no desquiciarse; y si además siempre has tenido cierta tendencia a creer que el mundo te debe todo, ahora puedes entrar en un paroxismo de violencia, de frustración y furia aún más destructivo.

Los humanos no podemos controlar lo que nos pasa en la vida: somos juguetes del destino. Pero sí podemos decidir cómo responder a aquello que nos pasa: “No nos afecta lo que nos sucede, sino lo que nos decimos acerca de lo que nos sucede”, decía Epícteto (copio la cita del último libro de Nativel Preciado, Si yo tuviera 100.000 seguidores). Me parece que creer que el universo entero está en deuda contigo es un grave error, porque te sume en la mayor pobreza; te impide hacer una narración más positiva de tu vida y apoyarte en los otros, te impide querer y ser querido (hay ricos riquísimos que son así de pobres mentalmente y que siguen creyendo que aún no les han dado todo lo que merecen). En cuanto a la culpa idiota y paralizante, hay que convertirla en responsabilidad. Si tienes más, procura también compartir más. En fin, tengo la sensación, aún más, la convicción, de estar escribiendo uno de los artículos más confusos de mi vida; pero es que las emociones son así, un ámbito turbio y turbador. Permíteme añadir algo: no dejemos que la crisis nos haga daño también en eso, que dificulte aún más nuestras relaciones con el prójimo. Contemos por lo menos con los otros, y con nuestra voluntad (tantas veces traicionada) de ser mejores.

Twitter: @BrunaHusky

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