¿Se puede acabar con la corrupción?
Hace falta extremar los controles, más transparencia y menor partitocracia
La ética pública pasa por un mal momento. Los reiterados episodios de corrupción a los que asistimos cada día más perplejos, por su magnitud y descaro, son auténticos obuses que dinamitan la credibilidad del sistema democrático y, en general, de la res pública. Por si fuera poco, toda esta excrecencia aflora y desparrama sus peores efluvios en un contexto de aguda crisis económica e institucional, que alcanza desde la Monarquía al Consejo General del Poder Judicial, y en medio de un conflicto territorial de primer orden. La indignación popular está al orden del día y solo falta quien prenda la chispa, como hace unos días revelaba una encuesta en estas mismas páginas, para empezar a deslizarnos por la pavorosa pendiente del populismo o el fascismo, como sucede en Grecia. Ya hay quien ante semejante pandemia preconiza aquí el retorno de cirujanos de hierro autoritarios o evoca revueltas populares inspiradas en la cercana primavera árabe.
Más da el duro que el desnudo, aconsejaba el ciego a Lázaro. Bárcenas, Gürtel, Palma Arena, Urdangarin, Palau, Pallerols, ITV, Pokémon, las sospechas sobre los Pujol o el ático marbellí de Ignacio González se entremezclan con el fichaje por Telefónica del quinto peor directivo del mundo, según la Bloomberg Business Week: Rodrigo Rato. Este último cierra, por ahora, la ilustre lista de expolíticos que pasan a la zona oscura ocupando asientos en consejos de administración como contrapartida a antiguos favores prestados. Este movimiento de fichas no es un caso más de amiguismo, o una mala praxis de la llamada “puerta giratoria”, sino una jugada maestra que permite un suave aterrizaje en la arena privada a un exdirectivo público responsable de una gestión tan torpe como supuestamente fraudulenta de Bankia.
Y hablando de gestores bancarios, ¿no es corrupción de baja intensidad que algunos de ellos, después de arruinar sus respectivas entidades y obligar al sufrido contribuyente a afianzar sus cuentas con miles de millones, hayan tenido la desvergüenza de percibir indemnizaciones astronómicas? Por lo demás, no menos preocupantes son los tratos de favor envueltos en un aura de aparente legalidad, como los indultos a banqueros y expolíticos; las complicidades municipales con el empresario del Madrid Arena; o el raudo tercer grado de Carromero. A estos reprochables episodios podrían incluso añadírseles otros fenómenos menos graves, pero no por ello exentos de reprobación, como el síndrome de la “clase preferente” o la enquistada y frustrante “mediocracia” instalada, que favorece que la inepcia se instale en determinados cargos de responsabilidad. Todo ello explica la insufrible sensación que padecen los ciudadanos frente a tanto privilegio bochornoso.
Conste que no se trata de una lista para abrumar al lector. Pretendo dar relieve a la amplia casuística que presenta el fenómeno y, desde luego, la dificultad de erradicarlo. Con todo, hay que celebrar antes de nada que toda esta inmundicia vaya aflorando gracias a la labor de jueces y de la prensa, que pese a sus lógicas servidumbres, en ocasiones no vacilan en desenterrar tamaña miseria. Aunque sea a trompicones, el sistema funciona. Además, vistas las tibias y vergonzosas reacciones de algunos partidos ante tanto desmán, o peor, el doble rasero y el burdo cinismo exhibido por algunos dirigentes políticos, como Cospedal o Montoro, es más que previsible que los partidos no vayan ni a investigar los casos que les afectan ni a depurar responsabilidad alguna, claro está, antes de que lo haga la justicia, Hacienda o incluso un desaparecido Tribunal de Cuentas.
La pregunta es, ¿puede acabarse con la corrupción? Vaya por delante que la corrupción no es una patología exclusiva de la esfera pública, sino que es igual de lacerante en otros ámbitos de la vida. Aunque a lo público debe exigírsele un plus por cuanto maneja los recursos de todos. Se quiera o no, tiene que ver con la condición humana. Como muestra, un botón: el Índice de Percepción de la Corrupción 2012, elaborado por la ONG Transparency Internacional, sitúa a España en el puesto 13º de la UE en el ranking de Estados corruptos, y en el 30º del mundo empatada (¡qué ironía!) con Botsuana, aunque detrás de Francia. Los más transparentes, de nuevo: Dinamarca, Nueva Zelanda y Finlandia. Salta a la vista que en cada país concurren variables culturales y políticas propias del desarrollo social, así como de la idiosincrasia del lugar.
No hay más remedio que confiar en la democracia y en sus pesos y contrapesos
Aceptando, pues, un cierto determinismo antropológico y cultural, al decir de Weber, que exaltaba los valores de la ética protestante, lo que se reputa imprescindible en nuestro contexto católico-meridional, perdón por la boutade, es que los políticos luzcan, además de la exigible vocación de servicio, buenas dosis de transparencia y sean sometidos a férreos controles. La honestidad se presupone. Lo que desconocemos es el origen, naturaleza y destino de sus actividades y patrimonio. No se trata tanto de endurecer las sanciones como de tender cual sábana en el tendedero la actividad de políticos y partidos. Sin ir más lejos, la última reforma del Código Penal acabó con el garantismo para con los delitos relacionados con la corrupción pública y privada (cohecho propio e impropio, tráfico de influencias, delitos urbanísticos, blanqueo de capitales, etcétera). Precisamente, visto su nulo efecto preventivo, procede extremar los controles vía Ley de Transparencia y de una fiscalización del Tribunal de Cuentas con medios y celeridad.
Y por último, una nueva ley electoral que acabe con la democracia de partidos y potencie la proximidad de los electores a los elegidos. Aunque suene paradójico, no queda más remedio que confiar en la democracia y sus pesos y contrapesos como mecanismo de salida a sus propias perversiones. Al fin y al cabo, el problema no es el teatro sino los actores y su probidad. Así que, hasta que no se demuestre lo contrario, la democracia es mucho mejor que la teocracia o las soluciones autoritarias. Se precisan políticos comprometidos, honestos y sin patentes de corso. Pero la mayoría silenciosa exige extremar los controles, una mayor transparencia y menor partitocracia.
Joan Ridao es profesor de Derecho Constitucional y Ciencia Política en la UB y ESADE-URL.
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