El señor Benet regresa un rato
Uno de los efectos de la muerte de alguien querido, con el que no se cuenta cuando muere, es que a medida que pasa el tiempo (a medida que se lo sobrevive), se comparte con él cada vez menos. Apenas tiene que ver el mundo actual con el de hace treinta y cinco años, el del 24 de diciembre de 1977, en cuya madrugada se despidió mi madre. Se han cumplido siete, el 15 del mismo mes, del adiós de mi padre, y nada es demasiado distinto de lo que él llegó a ver, pese a la rapidez y a la enfermiza impaciencia de nuestra época. Uno tiene la sensación de que, si él volviera, aún podría incorporarse sin muchos problemas. No así mi madre, a la que habría que explicar un largo periodo de cambios. Ella seguramente diría: “Este lugar no es el mío, aquí no pinto nada”, y regresaría con cierta conformidad a su hueco en el pasado.
“Si volvieran”, he dicho, como si eso fuera posible. A veces lo es, en los sueños. En ellos se ve de nuevo a las personas hace tiempo borradas de la faz de la tierra. Sus imágenes se aparecen vívidas, con una presencia tan real como la que tuvieron en vida; se habla con ellas, se las oye reír, se discute. Así que “vuelven”, en efecto, a nuestra conciencia aletargada, y en ese extraño territorio se escuchan sus voces y se ven sus rostros con tanta nitidez como cuando compartíamos el presente con ellas. Tengo amigas que perdieron a sus progenitores varones hace mucho o bastante, por los que sentían debilidad o que fueron lo único que tuvieron. Cuando sueñan con ellos no olvidan eternamente que algo malo les pasó y que murieron; porque al aparecérseles en esos sueños, con toda su corporeidad y vitalidad recuperadas, les dicen: “Ay, qué bien que no te ha ocurrido nada, que estás aquí y estás sano”. Las engaña la conciencia dormida, pero mientras ésta domina es la realidad la que se percibe como alucinación o pesadilla, como falsedad y error del entendimiento. Suelen despertarse con lágrimas en los ojos, sin duda con la misma sensación del ciego poeta Milton cuando soñó con su mujer difunta y escribió ese verso que he citado a menudo: “And day brought back my night”. “Y el día hizo regresar mi noche”.
En los sueños se ve de nuevo a las personas hace tiempo borradas de la faz de la tierra"
Aunque sólo sea por eso, por esas incursiones oníricas en la esfera de los muertos –o son ellos los que se adentran brevemente en la nuestra–, es imposible no fantasear con la posibilidad de un encuentro. Ayer se cumplieron veinte años de la muerte de Juan Benet. Mucho lo admiré como escritor, pero lo echo de menos sobre todo como amigo y guía. Me llevaba veinticuatro y se detuvo a los sesenta y cinco, luego todavía sigue siendo mayor, en mi recuerdo, de lo que lo soy yo ahora, aunque ya no estoy lejos de su edad de entonces, la definitiva o congelada. El mundo al que él asistió no es tan remoto como el que abandonó mi madre, pero veinte años son ya demasiados para suponer que, si Benet volviera, sería capaz de subirse al presente sin esfuerzo ni desagrado; sin que hubiera que explicarle demasiadas cosas para ponerlo al tanto de nuestras circunstancias. El 5 de enero de 1993 no había Internet ni móviles ni DVDs ni libro electrónico. Aún gobernaba aquí Felipe González, y en los Estados Unidos acababa de ser elegido por primera vez Bill Clinton; faltaban ocho años para los atentados de las Torres Gemelas. Basten estos tres ejemplos para hacerse una idea del tiempo transcurrido. “Caramba”, diría tal vez Benet en ese hipotético encuentro, o ya soñado. “Sí que me he perdido cosas. O me las han ahorrado”. Pero lo más probable es que se interesara por lo personal, que es lo que en verdad tiene importancia: “¿Qué es de este, qué es del otro?” No siempre habría sabido responderle, a algunas de nuestras amistades comunes les he perdido la pista, me alejé o se alejaron. “¿Y tú? ¿Qué has hecho? ¿Has seguido escribiendo?” “Sí, unos cuantos libros más”. “¿Y qué tal?” “No me quejo”, le habría contestado, “pero lamento no saber qué te habrían parecido. No vive nadie cuya opinión respete tanto”. “¿Y los míos?”, acabaría por preguntarme antes o después, supongo, no hay autor al que no le intrigue algo la duración de lo que ha escrito. “Para lo rápido que olvida esta época, no puedes quejarte. No se te lee mucho, pero eso fue así siempre. Tampoco a Faulkner, tu maestro, no te creas. Pero se reeditan tus textos, y se te recuerda más que a la mayoría de tus coetáneos. En parte por lo mucho que te detestaron algunos, eso ayuda. No es la manera más grata de perdurar, pero en España ayuda. Y somos bastantes los que estamos en activo y hablamos de ti cuando hay ocasión: el Profesor Rico, que te añora lo indecible; Félix y Vicente y Eduardo y el Pere, y Daniella y Sarrión y Cruz y Manolo; y Marisol y Mercedes y Peche, que yo sepa, en privado. Te tenemos bien presente. Te admiran unos pocos novelistas jóvenes. Y hasta se han publicado inéditos que tú querías mantener a resguardo y parte de tu correspondencia”. Me imagino su desconcierto ante esta última noticia: “¿Tan antiguo me he hecho como para que eso interese a nadie? No sé si sentirme halagado o deplorado. Debo de ser pasto de estudiosos y profesores, qué lata”. Murieron el tito Jaime, Pradera, Natacha y Chamorro”, le informaría. “Lo sé, por aquí andan, en el pasado. A los que seguís ahí no os deseo mal alguno, pero tampoco os hagáis centenarios. A ver si compensáis a estos cuatro, que sólo me dan la pimporrada”. Esa palabra se la he oído sólo a él y a quienes estuvimos cerca. Es Benet, sin duda, que ha vuelto un rato tras veinte años.
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