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Tribuna
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Quimeras y unanimidad

Artur Mas y su entorno buscan una excitación colectiva manejable por ellos

El artículo ¿Por qué fracasó Artur Mas? de Javier Cercas, publicado en El País Semanal, me ha provocado una serie de reflexiones, consecuencia de la admiración que mantengo por su obra desde que publicara la novela Soldados de Salamina y que se suma en este caso a la atractiva mezcla de la cuestión planteada y la manera informal en la que es acometida. El autor hace referencia en primer lugar al ambiente creado tras la manifestación de la Diada del año pasado, al que define como “unanimismo”, término prestado por Pierre Vilar y que viene a definir una ilusión de unanimidad creada por el temor a la diferencia.

Sobre la unanimidad en las sociedades, sean del tipo que sean, se ha escrito mucho relacionándola con el ejercicio del poder. Para realizar un análisis verosímil del argumento del artículo, es más adecuado fijar la atención en los momentos previos a la manifestación. Y si lo hacemos así, vemos cómo el propio Mas y su entorno enardecen el ambiente para que la expresión “de unanimidad social” sea un éxito. Buscan premeditadamente una atmósfera de excitación colectiva —en la que los sentimientos sustituyan al sentido común, las pasiones a la razón, los intereses individuales pierdan pie frente a utopías y paraísos—, fácilmente manejable por ellos para sus intereses partidistas.

Recurramos, en vez de al hispanista francés que describe, a Bertrand Russell, que busca las razones cuando, refiriéndose a las diversas formas de manipular el poder buscando la unanimidad, decía: “La mejor situación para el caudillo es aquella en la que existe un peligro lo suficientemente serio para hacer que los hombres se sientan bravos para combatirlo, pero no tan terrible que haga predominar el miedo”, y veremos cómo los dirigentes nacionalistas han ido siguiendo la receta: convierten a España en un peligro para su prosperidad como pueblo y para su libertad nacional, porque no importa que lo esgrimido sea cierto o no; y posteriormente han hecho creer a “su multitud” que es posible la consecución del objetivo propuesto y la derrota del enemigo dibujado. De esta forma se han conseguido siempre en la historia los clímax de esta naturaleza. Todo este proceso busca inevitablemente la épica, que se consigue con una única condición que no era posible que Artur Mas cumpliera por su dimensión política, y esta condición no es otra que el descreimiento del líder, del caudillo.

Él es el que crea y controla el discurso, por lo que está obligado, para el éxito de la aventura, a situarse fuera de la dinámica provocada. Está obligado a transmitirle a su colectivo una pasión verosímil pero con la seguridad de ser capaz de domeñarla, domesticarla. El caudillo crea y transmite su visión pero debe estar, como Ulises, por encima de los contagiados por el dulce canto de las sirenas. Al honorable Mas le ha sucedido lo contrario, le hemos visto siempre por detrás de la manifestación, no a la cabeza; le contemplamos asintiendo ante los gestos unánimes del colectivo, parece uno más y, después de las elecciones, ni siquiera el más influyente del grupo. Todo ese espectáculo me hace recordar que la otra cara de la épica es el patetismo.

Cercas manifiesta su deseo de someter esa realidad virtual creada por los nacionalistas a una cura de realidad, consultar a la sociedad catalana su futuro por medio de un referéndum. La voluntad del articulista es que se haga de forma inequívoca, sin subterfugios ni meandros literarios en los que puedan esconderse la pusilanimidad y la cobardía. Cree el autor que esta cura de caballo la recetaría un líder político como Suárez —al que admira en gran medida, como demostró en su Anatomía de un instante— aunque lo incluyera entre los denominados líderes negativos, aquellos capaces de destruir un régimen dictatorial sin condiciones para construir el futuro. En todo caso, considera que Suárez se habría arriesgado y que hoy serán incapaces de proponerla los “indecisos” dirigentes actuales.

Si analizamos con rigor la propuesta del autor nos percatamos casi inmediatamente de que su solución coincide perfectamente con los deseos de quienes critica, haciendo bueno el dicho popular que propone no quitar nunca la razón a un loco. Pero olvida que este convencimiento tiene origen en el miedo, miedo al mal que nos pueda causar si le contrariamos, o miedo a que el loco empeore. Por último, la mención al primer presidente de la democracia nos impondría concordar que siempre es más fácil construir al principio que ser original cuando todo está reglado por la voluntad democrática. Y hoy a Rajoy, anteriormente a Zapatero, y antes a Aznar o a González les ha sido proporcionalmente más difícil llevar a cabo sus ocurrencias.

En cualquier caso, que alguien se quiera separar de, romper con o desvincularse del resto, debe ser una opción a debate siempre, pero no solo para los catalanes, sino para todos, porque si la posibilidad fuera para los que hoy crean problemas al conjunto, el derecho se convertiría en un privilegio.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad.

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