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LA COLUMNA
Columna
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Hambre, emancipación, corporativismo

Un país que se carga una generación, se carga su futuro

Josep Ramoneda

A finales de 2011 se creó el mito de que el clima de desazón que vivía el país tenía un culpable: José Luis Rodríguez Zapatero. El presidente se fue y la situación no solo no se ha calmado sino que ha empeorado sensiblemente, Rajoy, el hombre que no quiere problemas, está desbordado porque todo son problemas. La conflictividad asusta. Pero la conflictividad es solo la expresión de lo que ocurre en la sociedad. Y lo que ocurre es que la crisis económica ha desembocado en una crisis social gravísima y ha evidenciado una crisis política profunda.

No todos los conflictos son de la misma naturaleza. Y su coincidencia en el escenario político tiene a menudo efectos distorsionantes. En este momento, la escena parece dominada por los conflictos de carácter identitario. La consolidación del independentismo y la dura batalla que siguió a la convocatoria electoral anticipada en Cataluña, un error no forzado de Mas que pasará a la historia de la política, han tensado enormemente la vida pública. La fractura política, cultural y sentimental entre Cataluña y España crece sin parar. Al tiempo que se ha producido una ruptura de hecho entre dos Gobiernos, el español y el catalán, hasta ahora hermanados en la ortodoxia de la austeridad. Los problemas derivados de la incapacidad de las naciones para encontrar su plenitud son siempre los más enconados, los más enquistados y los que más alimentan la neurosis política, porque afectan al reparto del poder y entran de lleno en el territorio de las psicopatologías colectivas. España, que tiene en su inconsciente el síndrome de nación imperfecta, siente como una herida narcisista las aspiraciones de Cataluña. Y Cataluña, potencia nacional que no ha conseguido pasar al acto, encontró en el victimismo la salida a su insatisfacción. La política española se ha descolocado cuando Cataluña, con el independentismo, ha pasado a la ofensiva. El conflicto sobre la lengua que Wert ha destapado en rabiosa respuesta poselectoral es un ejemplo de la irracionalidad de los conflictos identitarios. El Gobierno da una batalla innecesaria que refuerza a Mas en su peor momento.

Pero la potencia expansiva de los conflictos nacionales no debería afectar a otras prioridades. Estos días vemos a médicos y jueces en la calle. Y es noticia, porque no son aficionados a la protesta. Este país tiene tres problemas que deberían ser prioritarios: la ruptura social, la profunda crisis de los jóvenes y el corporativismo. En España hay hambre, hay marginación social creciente, hay un proceso de desclasamiento que parte las clases medias en dos. Naturalmente, la primera causa de esta dramática situación es el paro. ¿Qué ha hecho el Gobierno para combatirlo? Una reforma laboral que es una fábrica de despidos. En un país con la renta per capita que tiene España nadie debería pasar hambre. Estamos en la vieja cultura de la caridad: el Gobierno elude su responsabilidad y la deja en manos de organizaciones asistenciales religiosas o civiles.

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Los jóvenes no encuentran trabajo. La edad de emancipación linda los 30 años. Los que pueden se van al extranjero, la mayoría se queda en casa de los padres. Las consecuencias de este retraso en independizarse son terroríficas: lastra el aprendizaje de la responsabilidad, afecta a la creatividad y a la innovación, tiene costos psicológicos altísimos, impide a una generación realizarse con autonomía y libertad. Es un drama personal, pero es también un problema colectivo: un país que se carga una generación, se carga su futuro. ¿Qué hace el Gobierno? Recortes en educación, recortes en investigación, cero políticas de emancipación.

El corporativismo —empezando por el político— es uno de los grandes factores de bloqueo del país. La reforma de las instituciones debería ser una prioridad, pero ni Gobierno ni oposición han hecho una sola propuesta, dando la razón a los que piensan que en tanto que casta extractiva no quieren perder privilegios. Por este camino, un día la democracia será puro simulacro. El Gobierno quiere cambiar la justicia: en vez de atacar el corporativismo de los jueces, sube las tasas —dejando a la mitad de la población sin tutela judicial efectiva— y busca fórmulas para poner el poder judicial a sus órdenes. España necesita reformas. Pero reformas que realmente redistribuyan el poder, no que consoliden los privilegios de los que tienen más y dejen a su suerte a la mayoría. Si la oposición quiere levantar cabeza podría empezar por marcar la agenda pública. Los movimientos sociales están dando pistas interesantes. Hay que exigir claridad a los partidos: está probado que la estrategia del PP está orientada a utilizar la crisis para dejar el Estado de bienestar reducido a mínimos, ¿qué quieren los demás?

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