Campanas de boda
Todos viviríamos más felices si habitáramos en la verdad de las palabras

Diga usted que sí, buen hombre, siga creyendo que el matrimonio es solo entre un hombre y una mujer. Siga usted creyendo que los elefantes se llaman elefantes porque Dios otorgó a Adán el derecho a dar nombre a otros seres vivos (inferiores, naturalmente, según la Iglesia Católica). Siga usted creyendo, hombre sobrado de razón, que los diccionarios son enormes continentes de palabras a las que jamás ha de modificarse el significado. Es decir, que si la Academia del siglo XVIII certificó, un suponer, una definición para los bastardos, los hijos ilegítimos o las relaciones contra natura, ¿quién es el pueblo llano para modificar un significado por un cambio de costumbres o de moral? Amigo, siga usted en sus trece. Convenza al líder de su partido de que luchar por una palabreja es como luchar por las esencias de la civilización y que hay un sector de votantes que añoran aquellos tiempos en que las cosas se llamaban por su nombre “natural”. Y embárquelo en un recurso al Constitucional contra una ley que, fíjese por dónde, han asumido ciudadanos de distintos sesgos ideológicos con una naturalidad elogiable. De tal manera, que cuando siete años más tarde, ¡siete!, ese Constitucional declare que desestima el recurso y avale las bodas gais ya haya cientos de sobrinos que llamen tito a la pareja del hermano de su mamá, por ejemplo; y que haya madres que tengan hijo y el yerno correspondiente, y hombres que presenten a sus maridos y mujeres a sus esposas.
Sí, amigo, comprendo su disgusto: durante estos siete años nos hemos portado francamente mal. No ya es que hayamos malbaratado la palabra matrimonio, es que te pones te pones y acabas llenando la familia de titos y titas que en realidad no lo son. Hubiera sido infinitamente más adecuado que una criatura de nueve años le llamara al novio de su tío, “pareja de hecho” o “de pleno consentimiento”. Es un poco largo pero evitamos que los niños crezcan engañados y de mayores salgan mariquitas del propio trauma. Todos viviríamos más felices si habitáramos en la verdad de las palabras. Nos hemos portado tan mal que cuando este pasado martes el presidente Rajoy acudía a una radio para responder sobre crisis, rescates e independencias, la pregunta sobre la sentencia del Constitucional le sentó como un pellizco de monja. Es de esos momentos en los que don Mariano se torna aún más pálido de lo que es y pone cara de “por qué no estaré yo en Sanxenxo”. El presidente salió del brete como pudo afirmando que él jamás había dicho que tuviera algo en contra de los derechos de las parejas gais pero sí de que esa unión se llamara “matrimonio”. Ah, perdón, que se ve que es un término del que algunos heterosexuales tienen la patente.
“Véalo de manera positiva: el Tribunal Constitucional no puede obligarle a asistir a bodas gais”
Unos de los momentos más patéticos de Mitt Romney en ese tipo de encuentros a pie de calle que aconsejan los asesores tuvo lugar en 2011, cuando le metieron a saco en un diner de New Hampshire para departir con la clientela que estaba desayunando. El señor Romney se sentó al lado de un hombre que aparentaba ser un honrado jubilado que votaba republicano. Romney y sus acompañantes se relamieron cuando el hombre se presentó como veterano de guerra. Al republicano se le ensanchó la mandíbula: había encontrado al hombre perfecto, pero he aquí que el hombre perfecto le preguntó si prohibiría el matrimonio gay en el caso de tener la oportunidad de hacerlo. Romney, sorprendido por tan específica cuestión, le dijo que para él el matrimonio solo podía existir entre un hombre y una mujer. Lo repitió varias veces. La misma frase. Sin argumentación alguna. Una frase idéntica pronunciada en varias ocasiones. El veterano le dijo, “lo siento, no le votaré jamás”. Romney se levantó con la sonrisa congelada del político al que le han arrebatado un exitoso momento de intercambio de impresiones con el pueblo llano. Y es que las apariencias le habían tendido una trampa: el individuo con aspecto de republicano de clase trabajadora había resultado ser un viejo gay que creía en los lazos que construye el amor, así lo afirmó con rotundidad, y solo pensaba votar a un presidente que reconociera los derechos de una unión homosexual. Así de simple. Los derechos humanos se resumen de manera escueta, no hacen falta grandes fundamentos teóricos. Se expresan en el breve espacio de tiempo en que Romney se sienta a la mesa de un diner para chafardear con un presunto votante y se encuentra con que un hombre que aparenta ser un heterosexual de orden es un nada más y nada menos que homosexual de orden.
“Siete años después hay cientos de sobrinos que llaman tito a la pareja del hermano de mamá”
Pero lo dicho, querido defensor de la terminología comme il faut, usted no se deje intoxicar por la vida misma. Entiendo el disgusto que supone que a uno le toquen su diccionario moral, pero véalo de una manera positiva: de ninguna manera el Constitucional puede obligarle a usted a asistir a bodas gais, ni aunque fuera su propia hija la que se le escapara del armario y quisiera tomar a una amiga como legítima esposa. Y aún menos ese Constitucional tiene potestad para obligarle a pronunciar la sagrada palabra, matrimonio, para definir lo que para usted no es más que una parodia de unión. Siete años se le han ido en defender la virginidad de un término, tanto tiempo que ya hay algunos de esos gais que están en proceso de divorcio. Maldita sea.
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