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Tribuna
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El salafismo después de Tahrir

Habrá que fijarse para saber si en el futuro redunda en más quietismo o se adentra en la política

Luz Gómez

Hasta la primavera árabe de 2011, el salafismo adolecía de lo que el politólogo egipcio Husam Tammam denominó “una politicidad latente”. Refugiados en el puritanismo de una auténtica vida musulmana, durante casi un siglo los salafistas se habían excluido de la refriega política so pretexto de la aislamicidad del sistema. Ni siquiera las especulaciones teológicas de los ulemas ante un mundo en mutación alteraban sus convicciones, circunscritas a una imitación utópica del modo de vida de los primeros musulmanes, los llamados salaf, de donde proviene su nombre.

Sin embargo, el actual salafismo, como el islamismo, su compañero de viaje, no remonta sus orígenes a la era de Mahoma, sino que es fruto de un fenómeno moderno eminentemente político: la remodelación del mundo islámico a raíz del control colonial. Entonces, como ahora, la respuesta islamista fue ideológica y se volcó en la consecución de un Estado islámico, mientas que la apuesta salafista fue identitaria y se consagró a definir los rasgos sociales, culturales y psicológicos que había de tener el individuo digno de ser considerado musulmán. Dónde habitase y cuáles fueran sus condiciones estatales o económicas era secundario. La prioridad era revivificar al musulmán verdadero. En Egipto, en Túnez, en Jordania, incluso en India o Indonesia, las agrupaciones salafistas nacieron por lo general antes que las islamistas, fueron una reacción más inmediata y visceral al cambio colonial, y llegados los regímenes nacionales mantuvieron una relación cordial con ellos.

La educación y la purificación del individuo es el centro de su predicación

La educación y la purificación del individuo han sido siempre el centro de la predicación salafista. Según el credo salafista, la convicción personal fruto de la meditación y el estudio propicia que el individuo renuncie a los modos de vida contrarios al verdadero islam, que se asienta en muy pocas cosas: una ortopraxis obsesionada con los rituales y una lectura literalista de los textos fundacionales. La Sunna, lo que ha trascendido del ejemplo del Profeta, compite por inmediatez con el propio Corán. Es por este flanco por donde los salafistas han recibido no pocos ataques de ulemas no menos conservadores que ellos pero más atentos al orden mundano, en particular de la élite de Al Azhar, la universidad islámica por excelencia, ubicada en El Cairo.

En cuanto a la estructura de las organizaciones salafistas, a lo largo del siglo XX sus círculos de proselitismo, iniciación y formación trabajaron a escala local. A la cabeza de cada agrupación, un jeque marcaba la pauta del ser salafista (indumentaria, ocio y relaciones sociales), que cada individuo se afanaba en seguir y transmitir. Los viajes de formación, tan característicos de la tradición islámica, propiciaban que los congregantes retroalimentaran al grupo con las relaciones externas adquiridas, lo cual creaba cierto sentimiento de incardinación en un universo salafista global, aunque sin sujeción a realidad estructural alguna o bases doctrinales explícitas. Se podría decir que siempre ha sido más fácil saber quiénes no son salafistas que quiénes lo son, incluso para los propios salafistas.

Pero este salafismo más o menos lineal se truncó a finales del siglo XX. A ello no fue ajena la eclosión del yihadismo, que se nutrió tanto de las bases sociales del salafismo como del universo doctrinal islamista. Ante el desafío yihadista, los jeques salafistas respondieron con más pietismo y más control social, esto es, con menos política. Sin embargo, los tiempos también iban a cambiar para ellos. Las antiguas redes locales basadas en el saber de los mayores se estaban transformando en redes virtuales controladas por los jóvenes, y la televisión por satélite encumbraba a resonantes jeques mediáticos ajenos al control de los círculos sapienciales. En 2010, los jeques Muhammad Hasan y Muhammad Husain Yaqub copaban los índices de audiencia egipcios con sus diatribas en la cadena Al Nas contra el trato con no salafistas, la convivencia entre sexos y la militancia política. Sus consignas eran rápidas y simples, su lengua se alejaba del árabe clásico y recurría al coloquial, y sus referencias preferían el acervo popular a la exhibición de autoridades. El protagonismo desbocado de estos neosalafistas incomodaba a la vieja guardia de Ansar al Sunna al Muhammadiya o de al Dawa al Salafiya, las dos grandes agrupaciones salafistas egipcias. Igualmente, la legitimidad islámica que estaban recabando entre las clases medias inquietaba a los islamistas, tanto a los Hermanos Musulmanes (HHMM) como a las plataformas reformistas sin estatuto jurídico reconocido. La retradicionalización de los HH MM plasmada en la elección en 2010 de su nuevo guía, Muhammad Badie, fue en cierto modo una apuesta a la manera salafí por la reislamización social en detrimento de lo político. En líneas generales puede afirmarse que mientras que antes de la revolución de Tahrir los salafistas se estaban politizando, los HH MM se estaban salafizando, todos en liza por hacerse con el maltrecho espacio público de una sociedad civil ahogada.

Pervive otro salafismo revolucionario, en apariencia anárquico, que desde primera hora participó en las revueltas árabes

Con el estallido de las revueltas árabes, los salafistas de viejo cuño titubearon: al fin y al cabo los autócratas les habían dejado hacer. Aunque pronto comprendieron que tenían que buscar su hueco en un tiempo nuevo. Y lo encontraron sin grandes problemas en el discurso sobre la identidad y en la batalla cultural. Esto ha supuesto que hayan entrado de lleno en la guerra de posiciones del marco posrevolucionario, abandonando su anterior estrategia de revolución silenciosa, dicho sea todo a la manera de Gramsci. En un tiempo en que el islamismo clásico, con Libertad y Justicia, Ennahda y Justicia y Desarrollo encabezando los ejecutivos de Egipto, Túnez y Marruecos, respectivamente, se ha despegado de anteriores proclamas y recurre a los fundamentos civiles del Estado para defender la islamicidad de sus Gobiernos (el debate constitucional en estos tres países es buena prueba de ello), los salafistas enarbolan la pura islamicidad de la sociedad y llenan el hueco opositor dejado por los islamistas ahora en el poder. Si bien no lo hacen reivindicando el califato o entidad estatal alguna para la umma. Se sorprendería quien fuera buscando alguna alusión de este calibre en, por ejemplo, el programa de Al Nour, el partido salafista que ha obtenido 111 escaños en el Parlamento egipcio. Estos salafistas se presentan como única alternativa nueva y antisistema, profesional y joven, y se muestran elusivos tanto en lo referente a la estructura del Estado como en materia de política exterior. Incluso las referencias a la sharía no dejan de ser genéricas y de nebulosa aplicación. Tariq Zumur, líder de Construcción y Desarrollo, otro de los nuevos partidos salafistas egipcios, espetó a unos periodistas que le recordaron la obsesión salafista por los biquinis y la cerveza: “Nuestra intención es gobernar un país, no administrar un cabaré”.

Pero junto a este salafismo en vías de institucionalización, pervive otro revolucionario, en apariencia anárquico, que desde primera hora participó en las revueltas árabes y que en Egipto tiene al jeque Hazim Salah Abu Ismail por icono. Su fuerza no reside en el Parlamento, sino en su presencia continuada en la plaza de Tahrir, desde donde se erigen en guardianes de las esencias. Es este salafismo el que plantea el mayor desafío, tanto a las otras corrientes salafistas como al islamismo en el Gobierno, y es en el que habrá que fijarse para saber si el salafismo del futuro redunda en más quietismo o se adentra definitivamente en la política.

Luz Gómez García es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.

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