Farsa y delirio
Si conocemos a los responsables hay que exigir responsabilidades, caiga quien caiga
Que nuestra vida pública es, casi enteramente, una escenificación es algo que se intuye desde hace mucho tiempo pero, quizá, lo que ahora resulta más llamativo es que los actores que desfilan por el escenario sean tan mediocres y, lo que es peor, se sientan tan poco responsables de la obra que se está representando. También es muy intrigante que esta obra no tenga autor —o autores— y que nadie se sienta responsable de ella. Leí con atención, hace unas semanas, una entrevista que le hacían a George Soros acerca de la economía mundial en la que se confirmaba esta sospecha. Soros, un personaje literario de envergadura, el más notable de los últimos filantropófagos —filántropo de día y antropófago de noche, o viceversa—, daba exhaustivas explicaciones sobre los tenebrosos horizontes de la economía europea como si todo se produjera deus ex machina,fruto de un destino ciego, y sin aludir en ningún momento, por supuesto, a su destacada participación en el hundimiento de varias monedas nacionales a finales del siglo XX. Él no tenía ninguna responsabilidad en la tiniebla que describía.
Nuestros banqueros y responsables económicos tampoco la han tenido. Fue muy interesante, en cuanto a representación teatral de una obra sin autor, la discreta subida al escenario de Rodrigo Rato y compañía para explicar cómo el sistema financiero español, el más sólido del mundo, en opinión no tan lejana, del presidente Zapatero, era, en realidad, un auténtico agujero negro. Durante todas las comparecencias actuó, como en los desenlaces de las tragedias de Eurípides, un deus ex machina. Todo había ocurrido de forma fatal, inevitable, consecuencia de los tremendos dictados de la realidad y sin que ninguno de los comparecientes tuviese responsabilidad alguna en lo acaecido. Eran, al parecer, héroes trágicos sometidos al vaivén del destino y a las caprichosas decisiones de los dioses. Aunque Rato y compañía no tienen, desde luego, aspecto de héroes se presentaron como tales ante el poco exigente patio de butacas. Lo suyo había sido pundonor y sacrificio y, a causa de las jugarretas del destino, merecían la comprensión e incluso la compasión de los ciudadanos, sin que se les tuviesen en cuenta indemnizaciones y réditos en consejos de administración. Como no eran responsables de la obra representada no se sentían obligados a la disculpa y a la autocrítica, y aún menos a la penalización.
Lo cierto es que, en consonancia con estos héroes, ningún ministro de Economía o consejero autonómico de finanzas ha tenido la menor responsabilidad en el argumento de la obra. Nadie dimitió cuando estaba en el cargo ni nadie se ha sentido empujado a dar explicaciones tras haberlo abandonado. ¿Por qué debían hacerlo, en efecto, si no habían participado en la escritura de la obra? Ellos eran solamente actores, no autores. Aún recuerdo la gran interpretación teatral de Pedro Solbes, en un debate electoral que contribuyó decisivamente al triunfo socialista en 2008. Solbes, en plena explosión de los peores presagios, negó la existencia de una crisis económica, anunció el regalo de 400 euros a los espectadores y ganó las elecciones. Unos meses después el desastre se hizo bien visible. Unos años después Solbes no se ha sentido, para nada, implicado en lo sucedido. Era un actor, no el responsable de la obra.
Naturalmente los principales actores son los que más se empeñan en demostrar que, de ninguna manera, son los autores. El presidente Zapatero era puramente un actor. De lo contrario, si realmente participó en la escritura del argumento, no se entiende su falta total de autocrítica y su declarada ausencia de responsabilidad. La única reaparición de Zapatero, más bien patética, en compañía de un obispo, fue para hacer el ridículo en una discusión sobre el humanismo y no para pedir perdón por sus catastróficos errores. No lo hizo porque no se sentía responsable. Y ni de lejos se siente responsable el presidente Aznar, a pesar de que todos los dedos apuntan a su Ley del Suelo, y a la subsiguiente especulación inmobiliaria, como el desencadenante primero de la cadena de desastres. Ajeno a tales reflexiones Aznar, bien pertrechado en varios consejos de administración, va por el mundo dando lecciones, intentando que su figura —y su paso por el gobierno— se sitúe más allá del bien y del mal. Él puede hablar con autoridad porque no se siente responsable de nada que ahora aparezca como sombrío. Y su predecesor, el presidente González, a juzgar por las declaraciones, también se considera al margen, de modo que lo que ocurrió después no procedía de lo realizado antes. El actor —bueno o malo, González era bastante bueno— no tiene por qué ser juzgado por el desarrollo de la obra. ¡Que se juzgue al autor!
Nuestros gobernantes, es decir los actores, recurren constantemente al lenguaje fatalista
Pero el autor no aparece. Supuestamente ninguna ideología de la codicia y la depredación está implicada en la confección del argumento. Quizá, en efecto, sean los dioses y de ahí que se utilice tanto la fórmula deus ex machina. Últimamente, a medida en que la calidad de los actores se va degradando, la atribución de la autoría de todo al destino se confirma. El lenguaje se vuelve fatalista, como si la oscura ananké de los antiguos se ocupara de todo. En el fondo del argumento que los actores representan no está, como algunos insinúan, la codicia, la corrupción, la especulación más descarnada, sino —créanlo, señores espectadores— una realidad ineluctable que se abalanza sobre nuestras vidas y reduce cualquier libertad de elección. Nuestros gobernantes actuales —es decir, los actores que ahora tenemos en escena— recurren constantemente al lenguaje fatalista del que el presidente Rajoy se ha convertido en un consumado maestro: “La realidad me empuja a hacerlo”, “no tenemos otra opción”, “como es natural y lógico”, “como no podía ser de otra manera”… El actor sobre el escenario, al desconocer al autor de la obra, se refugia en la conocida maldad de los dioses, siempre envidiosos de las cosas humanas. ¿O sí conoce la identidad del autor?
Esta es la pregunta más terrible y la única válida para una democracia. Pues si, en efecto, conocemos a los autores, a los responsables de lo que se está escenificando, en una farsa que raya el delirio, entonces hay que desatar los mecanismos de la catarsis y exigir responsabilidades, caiga quien caiga. En una democracia los actores son también los autores. Nadie puede alegar que únicamente participaba ficticiamente en la representación. Pero entonces las consecuencias son drásticas y, eliminados los dioses, el juicio de los hombres debería ser implacable para llegar al fondo de lo ocurrido. Esto es arriesgado y da miedo porque supone un ejercicio de crítica y autocrítica que, acostumbrados a ver la vida colectiva como una farsa, tal vez ya no estemos en condiciones de realizar. El problema es que ahora la farsa ha dejado de tener gracia y los farsantes nos parecen impostores. Desearíamos conocer la verdad. Sin embargo, estamos desorientados pues en una escenificación tan burda se hace difícil saber cuándo termina la comedia y empieza la tragedia.
Rafael Argullol es escritor.
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