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Tribuna
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¿De quién son nuestros impuestos?

Si Cataluña no cede en el pacto fiscal, el Ejecutivo debería emitir una señal de que no es admisible

Antoni Zabalza

El gran olvidado de la propuesta de pacto fiscal lanzada por el gobierno catalán es el contribuyente. La Generalitat dice que quiere la “llave de la caja” de todos los impuestos devengados en Cataluña. Ésta es una metáfora engañosa de la relación fiscal que en democracia gobernantes y gobernados deben guardar entre sí. Los impuestos no están ahí, en una caja, a la espera de que uno u otro gobierno los haga suyos. Los impuestos son del contribuyente, que espera ser convencido por los gobiernos central y autonómico de las razones que justifican su exacción.

Querer para sí la titularidad, gestión y recaudación de todos los impuestos que los contribuyentes catalanes pagamos es una pretensión del gobierno de la Generalitat que va más allá del mandato para el que fue elegido, que no es otro que el de proveer determinados bienes y servicios públicos de la forma más eficiente posible. Si se limita a su mandato, los recursos necesarios son los que le proporciona el sistema de financiación autonómica más el rendimiento de los impuestos sobre los que tiene competencias normativas.

La propuesta de pacto fiscal justifica esta pretensión diciéndonos a los contribuyentes que el gobierno catalán quiere nuestros impuestos para financiar los bienes y servicios suministrados por la Generalitat y para transferir el resto a Madrid, para que con ellos el gobierno central pueda suministrarnos los servicios que son competencia del Estado. Pero ¿por qué razón debería aceptar al gobierno catalán como mi intermediario ante el gobierno central? ¿Qué capacidad especial tiene este gobierno para saber mejor que yo cuáles son mis intereses y preferencias? Mis impuestos los doy a cambio de unos servicios y quiero darlos directamente a quién me los suministra. Ésta es la base de la relación que debe existir entre gobernante y gobernado en un sistema descentralizado y democrático como el nuestro. Es la única forma de poder exigir responsabilidades y de ejercer influencia como votante. Quiero que quien necesite mi dinero para construir una escuela me explique los beneficios de esta inversión y el coste en el que deberemos incurrir para obtenerlos, y quien lo necesite para rescatar un banco me diga qué ocurriría si lo dejáramos caer. Si me convencen, pagaré mis impuestos con gusto. Si no me convencen, seguiré pagando mis impuestos, pero mi frustración se verá reflejada cuando tenga la oportunidad de votar. Necesito saber en qué urna particular debo depositar mi frustración. Si en la del gobierno catalán, en la del gobierno central o en ambas; de lo contrario todo es confusión sobre a quién pedir cuentas. Y la democracia está basada en precisamente lo contrario: transparencia y responsabilidad.

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¿Por qué razón debería aceptar al gobierno catalán como mi intermediario ante el gobierno central?

Otra razón que también se ha barajado es que el gobierno catalán quiere todos mis impuestos porque los ingresos actuales no alcanzan para financiar los bienes y servicios que la Generalitat suministra. Pero para resolver este problema no es necesario reclamar para sí los ingresos de otro nivel de gobierno. Si el gobierno de la Generalitat cree que la presión fiscal de los catalanes ya ha superado el máximo soportable, lo que procede es reducir el gasto. Y si cree que un gasto menor será socialmente inaceptable, que nos pida más dinero. Ésta es la forma de obtener la información necesaria para saber qué hacer. Si se lo damos de buen grado, el gobierno sabrá que puede mantener los actuales niveles de gasto. Si se lo damos de mal grado, el futuro gobierno que ocupe el poder sabrá que es imperativo hacer reformas para reducir el nivel actual de prestaciones públicas.

En el año y medio que lleva gobernando, el gobierno de la Generalitat ha mostrado liderazgo en la reducción del déficit y temple ante la crítica indiscriminada de derroche autonómico. Por eso sorprende su insistencia en una propuesta tan alejada de la realidad y tan contraria a los principios básicos de la imposición tributaria. Aparte de su escasa viabilidad política, el pacto fiscal tiene costes que no parecen haber sido sopesados.

El más sutil, pero a la larga el más dañino, es la confusión de responsabilidades políticas señalada más arriba. El siguiente en importancia es la grave pérdida que esta propuesta, si llevada a término, supondría para la eficacia de la administración tributaria española y para la eficiencia económica del sistema fiscal. No hay ningún país que haya adoptado nada parecido, ni que tenga planes de hacerlo. Estos costes son contingentes, pero hay un último coste que lo estamos sufriendo ya. Las comunidades autónomas están en el punto de mira de los mercados. La prensa internacional habla de la necesidad de controlar el “despilfarro” de los gobiernos regionales españoles. En este contexto, la intención de desmantelar la administración tributaria del Estado no contribuye precisamente a fortalecer la imagen económica de España. Si el gobierno catalán no cede en su peculiar idea de pacto fiscal, el central debería emitir una señal inequívoca a la comunidad internacional de que ésta no es una propuesta admisible.

Antoni Zabalza es catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Valencia y fue secretario de Estado de Hacienda.

 

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