El mito de la unidad
Un gran pacto, ¿para qué? Quemarse todos juntos no haría más que acelerar la posibilidad de que se nos colara de matute un Gobierno tecnocrático
En medio del desbarajuste nacional vuelven a oírse voces pidiendo un gran pacto de Estado o un Gobierno de unidad. Es una idea que casi nunca se concreta y en cambio tiene buena reputación en la opinión pública. Como si la ciudadanía hubiera de estar mejor amparada por el hecho de que todos los partidos fueran de la mano. A veces la suma aumenta la magnitud de la catástrofe, porque juntos se sienten menos responsables. Un gran pacto, ¿para qué? Si es simplemente para hacer “lo que hay que hacer”, como le gusta decir a Mariano Rajoy, es decir, para que quede claro que “no hay alternativa”, desde luego no hace falta. Que lo haga el Gobierno de turno, y si se quema, que suba otro. Quemarse todos juntos no haría más que acelerar la posibilidad de que se nos colara de matute un Gobierno tecnocrático con sello de expedición berlinés, como ocurrió en Grecia y en Italia.
Sin duda, la situación española es extremadamente grave, metida en una crisis económica, política, moral y cultural. Esta semana hemos tenido un episodio que refleja el estado de deterioro de las instituciones. Nadie ha sido capaz de impedir que Carlos Dívar llegara como presidente a la conmemoración del Bicentenario del Poder Judicial. Y el Rey de España ha preferido ir a dar un pésame a su colega de un país tan democrático como Arabia Saudí, antes que honrar a uno de los tres poderes del Estado. Y hemos visto cómo Obama, Merkel y compañía exigían claridad y rapidez a un presidente del Gobierno que confunde la defensa de los intereses españoles con la negación de la realidad, con lo cual consigue meterse en un jardín todos los días. Si esto es lo que se ve en la superficie, mucho más grave es el escenario real de un país con el 25% de paro y con una generación de jóvenes sin perspectiva alguna, condenados a batir todos los récords de permanencia en el domicilio familiar, es decir, sin expectativas de autonomía y emancipación real.
Se dan, por tanto, las condiciones de emergencia que justifican un Gobierno de unidad. Pero no basta. Un Gobierno de unidad solo tendría sentido para emprender una gran tarea de reconstrucción del país, que pasaría, por lo menos, por los siguientes puntos: acelerar al máximo la resolución de la crisis de la deuda, afrontando la inevitable cuestión de las quitas y organizando las condiciones de rescate de un país que es imposible que pague lo que debe; abrir un proceso de investigación parlamentaria y judicial para depurar a fondo las responsabilidades de lo ocurrido estos años en el sector financiero para ofrecer a la sociedad una elemental reparación práctica y simbólica; sentar las bases para el reequilibrio de la economía española con especial atención a la exportación y al tamaño de las empresas; afrontar la construcción del Estado posautonómico por una vía racionalizadora y no centralizadora; restablecer la noción de responsabilidad después de unos años en que las élites han actuado bajo el principio de que todo era posible con toda impunidad; renovar y regenerar las instituciones básicas del Estado empantanadas en inexplicables disputas de castas y de intereses; reformar los poderes corporativos en la vía de una real redistribución del poder; modificar toda la legislación —empezando por la fiscal— destinada a reforzar los intereses de los que más tienen; revitalizar los mecanismos de participación política para que los ciudadanos puedan volver a hacer oír su voz y recuperar así una democracia que languidece; y desde luego impedir la imposición de un Gobierno desde el exterior en caso de rescate. Quizás así se rompería el clima general de pesimismo y, por tanto, la pulsión negativa que no hace sino reforzar la sensación de parálisis colectiva.
¿Verdad que estos no son los objetivos de los que promueven la idea de un Gobierno de concentración? ¿Verdad que es prácticamente imposible que los partidos se pongan de acuerdo en un programa de este tipo? Entonces, no perdamos el tiempo en brindis al sol. Y exijamos a cada cual que asuma sus responsabilidades. El Gobierno, recuperando algo que hace mucho tiempo que ha perdido: la capacidad de iniciativa. Para lo cual tiene que empezar reconociendo la realidad, para no encontrarse cada semana con que los hechos desmienten lo que acaba de proclamar solemnemente. Y la oposición, dando voz a una ciudadanía desconcertada que ve la escena pública como algo cada vez más irreal, al tiempo que tiene la sensación de que se han roto irremisiblemente los estabilizadores sociales.
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