Sin debate
En cuanto nos enfrentamos a un asunto espinoso procuramos formar nuestra opinión según lo que predique el partido al que votamos

No hay debate. Nos enfrentamos a un mañana sombrío en el que acabaremos prescindiendo de lo fundamental y manteniendo lo accesorio, y no hay debate. No saben tenerlo los partidos. Y, como reflejo de un sentido partidista de la política que los ciudadanos hemos asumido dócilmente en estos últimos años, tampoco nosotros sabemos. En cuanto nos enfrentamos a un asunto espinoso procuramos formar nuestra opinión según lo que predique el partido al que votamos, y nos aferramos a ella. Porque no sabemos debatir o porque todos los debates se nos pudren enseguida. Sale a la palestra la incontenible Esperanza Aguirre y pone en duda el sistema autonómico y eso nos sirve para considerar que cualquier cambio en la organización del Estado nos devolvería al centralismo franquista.
Al margen del ataque al sistema de Aguirre (hipócrita en el sentido de que los presidentes del PP han sabido crear en cada comunidad su feudo) y también al margen de los que consideran un sacrilegio revisar los gastos que escapan al control del Estado central, me gustaría que, en algún momento, y creo que el momento es precisamente éste, existiera un debate real sobre cuánto dinero nos gastamos en los coches oficiales que precisan nuestras instituciones, cuántos asalariados públicos han generado los organismos locales, cuántas “embajadas” nos vemos obligados a costear, cuánta duplicación inútil de competencias que impide la eficacia en sanidad o ralentiza la puesta en marcha de negocios. Hubiera sido fundamental que ese debate se hubiera adelantado a los recortes en educación, sanidad o en investigación. Pero sigue siendo un debate urgente que debieran exigir los sindicatos, al que debería prestarse la oposición y que le toca liderar a quien manda. Si es cierto que somos pobres habremos de prescindir de los caprichos que nos permitimos cuando éramos nuevos ricos.
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