Defender las libertades
El vandalismo debe ser frenado sin vulnerar los derechos civiles de la gran mayoría
El ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, ha generado reacciones de preocupación al anunciar el enésimo endurecimiento del Código Penal, en este caso para castigar a los convocantes de “actos violentos” por cualquier medio, incluido Internet, y elevar a dos años la pena mínima en los atentados contra agentes de la autoridad para facilitar la prisión preventiva. Asociaciones de magistrados, expertos en derecho penal y la oposición política de izquierdas desconfían de la dureza anunciada, que se eleva al grado de alarma al conocer una propuesta de Interior al departamento de Justicia para perseguir criminalmente a partidos políticos o sindicatos, en caso de que alguno de sus afiliados cause daños “de relevancia penal” en actos convocados por aquellos.
Un proyecto para encarecer el coste penal de la violencia callejera no debería presentarse a través de declaraciones, sino de forma mucho más precisa. Que las sociedades abiertas se ven zarandeadas por minorías vandálicas es una evidencia: Barcelona es el blanco de grupos de salvajes, cada vez que se produce la celebración popular de un éxito deportivo o una huelga. Una sociedad democrática debe combatir a los que agreden a las personas o destrozan los bienes públicos o privados, pero el castigo penal de tales conductas ya está previsto en la ley vigente. El problema en estos casos suele ser, más bien, disponer de la capacidad de identificar y detener a los violentos.
En todo caso, ese combate debe distinguirse nítidamente de la protección de los derechos y libertades fundamentales. El anuncio del Gobierno ha sido lo suficientemente impreciso como para que se le atribuya el objetivo de atajar como sea la conflictividad social o impedir concentraciones al estilo del 15-M. Las imágenes de los incidentes entre estudiantes y policía en Valencia, o de los actos vandálicos en Barcelona durante la huelga del 29 de marzo, han ocupado las portadas de medios de comunicación internacionales y esa es una ocasión que el Ejecutivo no parece dispuesto a dejar escapar. Tampoco, la facilidad de las redes sociales para llamar a marchas o concentraciones.
Reprimir exige un estricto criterio de proporcionalidad. Una democracia que ha sobrevivido a décadas de gravísimos actos terroristas no puede sucumbir a la tentación de cuestionar el normal ejercicio de los derechos constitucionales porque existan grupos de vándalos urbanos.
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