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Tribuna
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La educación lingüística y literaria en la EBAU

Es posible diseñar unas pruebas de acceso a la universidad coherentes con los enfoques competenciales de los nuevos currículos

Examen de Selectividad, el año pasado, en el campus de la Universidad de Castilla-La Mancha en Ciudad Real.
Examen de Selectividad, el año pasado, en el campus de la Universidad de Castilla-La Mancha en Ciudad Real.Mariano Cieza Moreno (EFE)

A diferencia de lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, las pruebas de acceso a la universidad no tienen ya en España tanto la función de certificar la madurez intelectual de nuestros estudiantes cuanto la de establecer una clasificación que permita dirimir su admisión o rechazo en la carrera elegida.

La trascendencia de la prueba ha tenido, hasta ahora, dos implicaciones. Por un lado, la absoluta prevalencia durante el curso de los saberes que aparecen en la EBAU, pues el escaso tiempo con que se cuenta acaba por devaluar todos los demás. Por otro, y puesto que los exámenes han de permitir una calificación numérica lo más objetiva y afinada posible —¡hasta las centésimas cuentan!—, predominan cuestiones de respuesta cerrada sobre las de respuesta abierta e, incluso en este último caso, el adiestramiento previo deja poco margen a la elaboración personal.

Así sucede, por ejemplo, con la asignatura de Lengua Castellana y Literatura. La comunicación oral, cuya presencia en la EBAU es nula, apenas se trabaja en las aulas pese a su fuerte presencia curricular. En el bloque de lengua se priorizan cuestiones en que lo relevante es acertar el dato y no tanto el proceso metacognitivo desplegado. Así, prima el etiquetado sintáctico sobre la reflexión metalingüística y la explicación razonada de aspectos de naturaleza morfológica o semántica queda sujeta a fórmulas ensayadas durante todo el año. Por último, el bloque de literatura se resuelve, en muchas comunidades autónomas, con el volcado más o menos literal de temas elaborados previamente por el docente. Dados los apremios de tiempo del examen y lo que está en juego con la calificación, parece que no queda otra.

¿Es posible diseñar unas pruebas de acceso a la universidad coherentes con los enfoques competenciales de los nuevos currículos, según los cuales los estudiantes han de ser capaces de movilizar lo aprendido en situaciones imprevistas, no prefijadas de antemano, y acordes con los criterios de evaluación que establece el decreto estatal? Con la voluntad de contribuir a un debate que debiera ser plural y sosegado, compartimos algunas ideas acerca de la posible estructura y enfoque de la prueba de Lengua Castellana y Literatura. Esta podría organizarse en tres partes.

En primer lugar, el análisis guiado de un texto escrito, oral o multimodal, en el que convendría dar cabida a diferentes géneros discursivos (noticias, conferencias especializadas, artículos de opinión, debates, cartas de reclamación, entrevistas radiofónicas, etc.). Las cuestiones pondrían el foco en identificar el sentido global, la estructura, la información relevante y la intención del emisor, y en valorar críticamente el contenido y la forma del texto evaluando su calidad y fiabilidad así como la eficacia de los procedimientos lingüísticos empleados. Ello implica incorporar cuestiones de reflexión metalingüística, y no solo de carácter morfosintáctico y semántico sino también de carácter textual, pragmático y discursivo (como, por ejemplo, indagar acerca del incumplimiento eventual de las máximas de cooperación conversacional o la ausencia de estrategias de cortesía lingüística).

En segundo lugar, la producción escrita de un texto expositivo o argumentativo sobre un tema de interés general, con indicaciones precisas acerca del contexto comunicativo en que se inscribe: grado de formalidad de la situación, destinatarios, propósito, etc. En el texto resultante se evaluarían tanto la coherencia y cohesión, la adecuación a la situación comunicativa y la corrección gramatical y ortográfica. Es imprescindible que los estudiantes dispongan del tiempo necesario para revisar su texto y mejorar un primer borrador.

En tercer lugar, el comentario guiado de un fragmento literario extraído de una de las obras trabajadas a lo largo del curso (una por trimestre o evaluación). Las cuestiones, de acuerdo con el currículo de la materia, deberían ir orientadas a argumentar la interpretación del fragmento a partir del análisis de sus elementos formales y la relación de estos con el sentido de la obra, así como a justificar las relaciones externas del texto con su contexto sociohistórico, con la tradición literaria y con el contexto actual de recepción.

El problema en este punto es cómo conciliar la autonomía docente en la elección de las obras con la necesidad de diseñar una prueba que pueda acoger al conjunto de los estudiantes sin inclinar aún más la balanza del lado del azar o del capital cultural de partida. Por poner un ejemplo: plantear el comentario de un texto literario de cualquiera de las obras españolas de la Edad de Plata (1875-1936) premiaría a aquellos estudiantes que hubieran leído precisamente esa obra en su centro. Invitar a relacionar el fragmento con obras plásticas, musicales o cinematográficas favorecería, en tanto no cambia la totalidad del sistema educativo, a quienes se han nutrido desde bien pequeños de un rico abanico de experiencias culturales en su entorno familiar.

Para conjurar estos riesgos cada administración educativa podría proponer tres obras (una de cada género) para cada uno de los tres arcos temporales previstos en el currículo. Así, para el período antes citado, la Edad de Plata, una tríada entre las muchas posibles podría ser esta: Campos de Castilla, de Antonio Machado; Tea Rooms, de Luisa Carnés, o La casa de Bernarda Alba, de Lorca, dejando a cada docente no solo la elección de una de ellas sino el diseño del itinerario en que la obra se inscribe. Los títulos propuestos se irían renovando en un tercio cada tres años, favoreciendo así la construcción de un canon escolar de la literatura española e hispánica contemporánea que conjugara los ideales de estabilidad y renovación.

Sí quedaría bajo la autonomía docente la inscripción de la obra en un itinerario temático o de género —tal y como precisa el currículo— que permita relacionar la obra elegida con otras con las que comparte vínculos diacrónicos (mismos temas, cauces formales o procedimientos retóricos) y sincrónicos (obras artísticas del mismo contexto cultural), y con otras que ayudan a tender puentes entre el ayer y el hoy, entre el horizonte de producción de las obras y el horizonte actual de recepción.

De esta manera la lectura guiada en el aula estaría en el centro de la educación literaria —y no el frenético cabalgar por una imposible sucesión de generaciones, autores y obras—, al tiempo que el diseño de itinerarios alrededor de la obra elegida permitiría trazar una panorámica del contexto cultural en que esta se inscribe y la persistencia y evolución de los universales temáticos y los procedimientos formales.

Las pruebas de acceso a la universidad no debieran ser el cierre de unos aprendizajes más o menos efímeros, sino la garantía de que lo aprendido en el instituto seguirá siendo fértil cuando dejemos atrás sus paredes y sus timbrazos.

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