Los demócratas perdieron a la clase trabajadora y luego las elecciones
No basta con medidas que apoyen sus ingresos, hay que hablar su mismo idioma por lejano que les suene a las élites
El resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos fue más una derrota de los demócratas que un triunfo de Donald Trump. Los demócratas no perdieron porque el presidente Joe Biden permaneciera en carrera demasiado tiempo ni porque Kamala Harris no tuviera cualificaciones para el cargo, sino porque llevan tiempo perdiendo a la clase trabajadora y no supieron recuperarla.
Con sus posturas favorables a la disrupción digital, a la globalización, a la inmigración a gran escala y a la ideología woke, el partido dejó hace mucho tiempo de ser un hogar para los trabajadores estadounidenses. Hoy es más probable que vote por los demócratas un graduado universitario que un trabajador de una fábrica. En Estados Unidos, como en otros lugares, si el centroizquierda no se orienta más hacia los trabajadores, la democracia saldrá dañada.
Aunque los demócratas ganaron algunas elecciones anteriores con el apoyo de Silicon Valley, de minorías, de algunos sindicatos y de la clase profesional de las grandes ciudades, esto nunca fue una estrategia sostenible. Es una coalición que repele a los trabajadores y a la clase media en gran parte del país, sobre todo en las ciudades pequeñas y en el sur. El problema ya era evidente después de 2016, y es una de las razones por las que en 2020 Biden adoptó una estrategia industrial orientada a los trabajadores.
La economía de Biden sirvió a la clase trabajadora, porque creó empleo y fortaleció la base industrial estadounidense. Hubo un veloz aumento de los salarios más bajos, y se adoptaron políticas un poco más favorables a la opinión de los trabajadores estadounidenses en temas como la inmigración, el proteccionismo, el apoyo a los sindicatos y la inversión pública. Pero el aparato del partido —sobre todo los activistas con un alto nivel de estudios que están concentrados en las ciudades costeras prósperas— nunca internalizó las preocupaciones culturales y económicas de la clase obrera. En vez de eso, muchas veces parecía que los demócratas los estuvieran sermoneando o amonestando.
Para comprender la relación entre los demócratas y los trabajadores estadounidenses, yo propongo este experimento: si un miembro de la élite demócrata se encontrara un día perdido en una ciudad desconocida, ¿preferiría pasar las siguientes cuatro horas hablando con un trabajador estadounidense del Medio Oeste con diploma de secundaria o con un profesional mexicano, chino o indonesio con título de posgrado? Cada vez que hago esta pregunta a colegas y amigos, todos dan por sentado lo segundo.
Al principio, con su énfasis en la clase media y el patriotismo, parecía que Harris estaba dispuesta a abordar este problema. Tal vez, con un esfuerzo auténtico y creíble por recuperar a los trabajadores hubiera ganado las elecciones. Pero al final, la campaña se centró en los temas preferidos de la base electoral demócrata. El mayor intento de ampliar la coalición fue usar a Liz Cheney —una excongresista republicana desterrada de su partido— para atraer a las mujeres de las periferias urbanas con la cuestión del aborto. Pero, al margen de la importancia de la libertad reproductiva, no era un tema que fuera a conquistar a la clase trabajadora y, en particular, a los trabajadores varones.
En cuanto a la economía, los demócratas podrán hablar de oportunidades y empleos hasta quedarse sin aliento, pero mientras no se distancien de la élite tecnológica y de la élite mundial de negocios, las palabras no se convertirán en una agenda real orientada a los trabajadores (y estos no se dejarán engañar). Ahora que (irónicamente) hasta Silicon Valley empieza a abandonar a los demócratas, no hay mejor momento para cambiar de rumbo.
Pero la redirección será difícil con el Partido Republicano de Trump y J. D. Vance convertido en el principal hogar de los trabajadores —sobre todo los de la industria fabril y los de ciudades pequeñas— y con las élites demócratas tan culturalmente desconectadas de los trabajadores y de gran parte de la clase media.
La gran tragedia es que, aunque poco a poco, la agenda de Biden había comenzado a beneficiar a los trabajadores —demostrando así que la globalización y el aumento de la desigualdad no son fuerzas de la naturaleza imbatibles—, es casi seguro que las políticas del próximo Gobierno serán favorables a los plutócratas. Cobrar altos aranceles a los productos chinos importados no repatriará empleos; y no ayudará en nada a mantener la inflación controlada. Aunque las políticas pandémicas de Biden —sumadas a las medidas de estímulo de Trump— atizaron la inflación, la Reserva Federal de Estados Unidos logró restablecer la estabilidad de precios. Pero si Trump, buscando aumentar su popularidad, la presiona para que baje todavía más los tipos de interés, podría ocurrir que la inflación se reactive.
Además, es probable que el apoyo de Trump al sector cripto haga posibles más estafas y burbujas y no beneficie a los trabajadores o consumidores estadounidenses. Sus prometidas rebajas de impuestos serán buenas ante todo para las corporaciones y para las cotizaciones bursátiles, y si generan inversiones se concentrarán en el sector tecnológico y la automatización.
En un plano más general, los próximos cuatro años de política tecnológica pueden resultar desastrosos para los trabajadores. La importante orden ejecutiva sobre IA de Biden era sólo un primer paso. Sin una regulación adecuada de esta tecnología, no sólo causará estragos en muchas industrias, sino que también llevará a la manipulación generalizada de consumidores y ciudadanos —basta mirar las redes sociales—, y su verdadero potencial como herramienta con capacidad para ayudar a los trabajadores quedará sin realizarse. Con su apoyo a las grandes empresas y a los capitalistas amantes del riesgo de Silicon Valley, la Administración de Trump reforzará la tendencia hacia la automatización sustitutiva de mano de obra.
Otro gran riesgo para los trabajadores es la amenaza de Trump a las instituciones estadounidenses. No es ningún secreto que debilitará todavía más las normas democráticas, introducirá incertidumbre en la formulación de políticas, profundizará la polarización y socavará la confianza en instituciones como los tribunales y el Departamento de Justicia —que intentará usar en su beneficio—. En un primer momento, esta conducta no provocará una debacle económica, e incluso puede fomentar algunas inversiones de sus empresas favoritas —incluida la industria de los combustibles fósiles—. Pero a medio plazo —digamos, unos 10 años—, el debilitamiento de las instituciones y la pérdida de confianza pública en los tribunales afectarán a la inversión y la eficiencia.
Tales debilidades institucionales siempre suponen costes económicos, y pueden terminar siendo realmente desastrosas en una economía dependiente de la innovación y de tecnologías avanzadas y complejas, que requieren más respaldo contractual, confianza entre las partes y fe en el Estado de derecho. Sin una regulación dirigida por expertos, gran parte de la economía —desde la atención médica y la educación hasta el comercio electrónico y los servicios al consumidor— terminará inundada de productos de baja calidad.
Con una economía que ya no pueda fomentar la innovación y el crecimiento de la productividad, los salarios se estancarán. Pero incluso frente a esos resultados adversos, muchos trabajadores no volverán con los demócratas a menos que estos tengan en cuenta realmente sus intereses. Esto implica no sólo adoptar políticas que apoyen sus ingresos, sino también hablar su mismo idioma, por muy ajeno que pueda ser para las élites costeras que han llevado al naufragio del partido.
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