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La bombilla del siglo XXI: la revolución de las baterías alumbra una nueva era

Cada vez más perfeccionadas y baratas, tienen la llave para generar un cambio de paradigma energético y económico en el mundo

Empleados de una fábrica de baterías en Fuzhou (China), el pasado 28 de junio.
Empleados de una fábrica de baterías en Fuzhou (China), el pasado 28 de junio.Zhu Haipeng (VCG/Getty Images)
Ignacio Fariza

Thomas Alva Edison se llevó todos los méritos en 1879, pero el invento venía de tiempo atrás. Setenta años antes, Humphry Davy, oriundo de Cornualles (Inglaterra), había logrado fijar una fina tira de carbón entre los dos polos de una pila. Nacía, así, la primera bombilla, el invento que permitiría al ser humano hacer vida de noche y que multiplicaría exponencialmente los usos de la electricidad. Hoy, dos siglos después, es otra la revolución en ciernes: la de las baterías, sistemas de almacenamiento de energía cada vez más avanzados que tienen la llave de un auténtico cambio de paradigma. Tanto en lo puramente energético, como para decantar la balanza en la madre de todas las batallas: la del cambio climático.

El último eslabón para la eclosión definitiva de las renovables y la electrificación masiva está a punto de caramelo. El acelerón tecnológico, las crecientes economías de escala y la proliferación de fabricantes —hay quien alerta, de hecho, de un riesgo de sobrecapacidad productiva— han laminado el precio de las baterías: hoy cuestan, de media, algo menos de la mitad que hace solo un año y medio, la mitad que hace un lustro y un 90% menos que una década atrás. Una drástica caída, de proporciones inimaginables en otras industrias, que abre oportunidades en dos frentes clave: el coche a pilas y la descarbonización de la matriz eléctrica.

La promesa está ahí, con un final anhelado y, a la vez, factible. Las baterías, la guinda en el pastel renovable, son —serán— la tumba del petróleo, el carbón y el gas natural, la trilogía fósil responsable de la crisis climática. Primero, porque permitirán electrificar definitivamente el transporte por carretera. Un cambio de era en el que España camina con varios cuerpos de desventaja, pero cuyo final parece escrito en piedra: la movilidad terrestre, en especial la de bajo tonelaje, será eléctrica o no será. Adiós, pues, al diésel y a la gasolina; primero en los coches y, poco después, también en camiones y autobuses de larga distancia.

“En 2040, los niños verán las palabras ‘carbón’, ‘gas’ o ‘petróleo’ como algo antiguo, arcaico”, escribía en junio Assaad Razzouk, autor de Salvar el planeta sin tonterías: Lo que no te cuentan sobre la crisis climática (Atlantic Books, 2022; solo disponible en inglés). Una visión quizá algo optimista pero que apunta en una dirección inequívoca: frente a su omnipresencia actual, en unas décadas, el petróleo y el gas deberían quedar circunscritos a usos muy concretos; en su mayoría, industriales y no energéticos. En paralelo, la demanda de baterías a escala mundial se quintuplicará de aquí a 2035, según las cifras de BloombergNEF, al pasar de algo menos de 1,2 gigavatios hora (GWh) a más de 5,8.

Plataforma para almacenar energía en Daggett (California).
Plataforma para almacenar energía en Daggett (California). Irfan Khan ( Los Angeles Times/Getty Images)

“Su impacto sobre la demanda de combustibles fósiles va a ser enorme”, sustenta Francisco Blanch, jefe global de materias primas y derivados del Bank of America. “Hasta ahora, solo había una forma de almacenar energía: en forma de hidrocarburos. Ya no es así: ya se puede almacenar energía limpia en baterías, y eso va a reducir drásticamente el consumo de gas y petróleo”, añade por teléfono desde Nueva York. “Cuando, pronto, los coches eléctricos ofrezcan rangos de 1.000 kilómetros y recargas muy rápidas a precios asequibles… ¿quién va a querer uno de combustión?”, se pregunta retóricamente. En China, líder mundial en este flanco, la Agencia Internacional de la Energía (AIE) calcula que dos de cada tres modelos de turismos a pilas ya son más baratos que sus equivalentes de gasolina.

En el ámbito del transporte, aclara Adrián González, especialista de la Agencia Internacional de las Energías Renovables (Irena), las baterías serán “indispensables para el tráfico ligero por carretera y una alternativa con potencial en el tráfico pesado, aéreo y marítimo”. “La densidad energética y coste que están alcanzando las de iones de litio, las hacen opción predilecta. Además, el apogeo innovador, en esta y otras químicas, promete expandir las posibilidades de las baterías a otros vehículos, ya sea hibridadas con sistemas de hidrógeno verde y sus derivados o de forma independiente”, añade.

La expulsión de lo fósil también será importante en la propia generación de electricidad, un ámbito en el que las baterías —junto con las centrales hidráulicas de bombeo, claves para almacenar energía a largo plazo— invitan a pensar en una expulsión masiva de las centrales de gas. Serán, se puede aventurar, la puntilla para los ciclos combinados, cuya presencia en países como España empieza a quedar relegada a dos franjas del día: a primera hora de la mañana y a última de la tarde, en las que la demanda es mayor que la oferta conjunta de las renovables y la nuclear. Y acabarán, también, por romper la correlación entre el precio del gas natural y el de la electricidad, que tantos problemas dio durante la crisis energética.

Garantía de suministro

“Las baterías van a revolucionar el panorama energético, multiplicando el impacto de la solar fotovoltaica”, vislumbra por correo electrónico Duo Fu, máximo responsable de Rystad para temas de almacenamiento. “Las baterías desempeñarán un papel clave en el sector eléctrico: contribuirán a garantizar el suministro a medida que se desmantelan las centrales térmicas”, secunda Christina Rentell, analista sénior de la consultora británica Aurora Energy Research.

Las cifras las ponía recientemente Auke Hoekstra, investigador de la Universidad Técnica de Eindhoven (Países Bajos): el sol y el viento son, por sí solos, capaces de reemplazar aproximadamente el 70% de la generación eléctrica de origen fósil. Cuando a ese binomio se le sume un despliegue masivo de baterías, la cifra escalará hasta el 90%. Y si en la ecuación se incluye, también, el hidrógeno verde y los combustibles sintéticos (de base eléctrica), la tasa de sustitución alcanzará el ansiado 100%. “Hace nada parecía un sueño, pero en muy poco tiempo vamos a ver con nuestros propios ojos que es posible tener un sistema íntegramente renovable”, apuesta Xavier Cugat, divulgador de las renovables y uno de tantos profesionales energéticos que ha dado el salto en los últimos meses del ecosistema solar al del almacenamiento. En su caso, a la china Pylontech Technologies.

Son ya varios rincones del mundo —Australia, Alemania, el Reino Unido, dos Estados de EE UU [California, el pionero, y en los últimos tiempos también Texas] e incluso en Chile, donde la española Grenergy desarrolla la mayor batería del planeta— en los que la segunda fase de esa secuencia empieza a ser más cosa del hoy que del mañana. Con una presencia ya muy sustancial de las baterías como elemento estabilizador de la oferta y la demanda, y no como un mero regulador de frecuencia y de gestión de cargas, la única función que se les encomendaba hasta hace poco.

Aunque con retraso, como con el coche eléctrico, la ola de las baterías estacionarias —asociadas a plantas renovables [hibridadas, en la jerga del sector] o independientes— llegará pronto a España. “Vamos más lentos de lo que deberíamos, pero el despegue de verdad se va a notar a partir de 2025″, asegura Cugat. “De aquí a final de la década veo 100 GWh… O más. Es decir, la capacidad de acumular lo que generan cinco nucleares todos los días”, sentencia.

“Es una disrupción que se parece y, mucho, a la de la fotovoltaica hace unos años”, ilustra Pedro Fresco, autor del libro Energy fakes: Mitos y bulos sobre la transición energética (Editorial Barlin, 2024). La comparativa no podría venir más al pelo: en los albores de la revolución solar, los precios de los paneles eran altos e impedían una competencia de tú a tú con la nuclear o con las fuentes fósiles. Con el paso de los años, sin embargo, los costes se hundieron y empezaron a ponerla en precio. Hoy ni siquiera compite, pero en sentido contrario: las placas solares son, por mucho, la forma más barata de obtener electricidad en buena parte del mundo.

Matrimonio bien avenido

El matrimonio solar-baterías es particularmente bien avenido. “Es como el pie de Cenicienta y el zapato”, sonríe Fresco al otro lado del teléfono. La primera ofrece electricidad a precio de saldo; la segunda, la posibilidad de almacenarla para unas cuantas horas —entre dos y seis— en las que más cara está. El resultado: una curva de precios más plana, frente a las grandes brechas actuales.

Una buena noticia, en fin, para los consumidores —que pagarán mucho menos en los tramos más caros de la jornada—, para las redes de transporte y distribución —ayudarán a descongestionarlas, como ya ocurre en Alemania— y, también, para los hoy baqueteados desarrolladores fotovoltaicos: empresas que han invertido millonadas en parques y que ahora ven cómo los precios que capturan en muchos tramos del día son, en el mejor de los casos, cercanos a cero; en el peor, directamente negativos. Frente a esa temida canibalización —la solar devorando sus propios ingresos—, las baterías ofrecen una salida doble, reduciendo al máximo el desperdicio de energía y, a la vez, estabilizando los precios en las horas centrales.

Instalación de una batería en un coche de VinFast.
Instalación de una batería en un coche de VinFast. Linh Pham (Bloomberg)

“Los números ya salen, y cada vez mejor. Tanto por la propia caída en el coste de las baterías como por los precios negativos de la electricidad, cada vez más comunes en los mercados europeos. Eso incentiva, y mucho, su instalación”, esboza Blanch. En su último informe sobre costes de la energía y del almacenamiento, de referencia en el sector, el banco de inversión Lazard ya sitúa a las baterías a la altura del resto de tecnologías de respaldo.

Incluso sin ayudas públicas, la enorme —y creciente— volatilidad de precios entre la hora de comer (y alrededores, cuando más sol hay) y las del desayuno y la cena (cuando la radiación es mínima o directamente inexistente y la demanda de los hogares, en cambio, se dispara) ya hace que en muchos países sea rentable el arbitraje: comprar electricidad cuando está barata, almacenarla en una batería y venderla cuando está cara. Un juego en el que también empiezan a participar los hogares, con pequeñas baterías en las que almacenar los excedentes de sus paneles para no tener que tirar de la red por la noche. Es solo el principio: “Su crecimiento será exponencial”, proyecta Fu, de Rystad Energy.

Este auge en todos los frentes —gran escala, coche eléctrico, dispositivos domésticos— se está traduciendo, también, en un colosal crecimiento en el volumen de empresas dedicadas al desarrollo de baterías. Muchas de ellas, de nuevo cuño: las start-ups centradas en este segmento han levantado 8.000 millones de dólares (casi 7.400 millones de euros) en los últimos años, según la consultora Oliver Wyman. “Se ha convertido en un foco clave de cambio, aunque no esperamos un impacto significativo en el mercado de vehículos eléctricos hasta el 2030″, apostilla la firma neoyorquina.

Hasta entonces, muchas empresas del sector —que, paradójicamente, no atraviesa su momento más boyante de ventas— encuentran refugio en el mercado de almacenamiento estacionario: Tesla, sin ir más lejos, empieza a hacer ya más dinero con su Megapack —su solución de almacenamiento a gran escala—, “que va a desempeñar un papel central”, en palabras del consultor energético Julien Jomaux, que con los coches. “Aunque el precio de las celdas ha bajado muchísimo, en algunas aplicaciones, como en los coches eléctricos, este descenso aún no se ha transferido íntegramente”, lamenta Cugat. “Y eso es algo que tiene que ver más con los fabricantes de coches. Si hubiera más competencia…”.

El drástico abaratamiento de las baterías tiene muchas papeletas para ser todo menos efímero. A la sobrecapacidad de producción se suma otro factor: el litio, su principal materia prima, cotiza hoy en mínimos de tres años tras dejarse el 80% de su valor desde finales de 2022. Y el sodio, la alternativa con más visos de sustituirlo en algunos tipos de baterías, es uno de los elementos más comunes —y económicos— en la corteza terrestre.

“El precio continuará bajando, y rápido. Y eso acelerará la adopción del vehículo eléctrico, creando un círculo virtuoso en el que la mayor producción lleva a menores costes y más desarrollo tecnológico”, auguraban hace unos días Azeem Azhar y Nathan Warren, dos analistas que tratan de predecir el efecto de los cambios tecnológicos. Por ahora, con bastante tino. “El ciclo continuará con otras tecnologías, como las baterías en estado sólido o las de ion de sodio”.

Previsiones

De cumplirse el vaticinio, sus cálcu­los les llevan a fijar un precio de las baterías en el entorno de los 23 euros por megavatio hora (MWh) en el tramo final de esta década, frente a los 75 actuales. “Incluso si las bajadas se desaceleran, su coste en 2030 será un 50% inferior al actual”, prevén Azhar y Warren.

Por inversión en I+D tampoco será. “Hay medio millón de tipos de baterías en desarrollo, con diferentes metales y tipologías. Y muchísimo dinero encima de la mesa en investigación”, aquilata Blanch, del Bank of America. Son miles de millones de euros anuales los que están entrando en este segmento, el más prometedor del mundo energético para los próximos años. “Es un área clave, con tres objetivos fundamentales: aumentar la capacidad absoluta de almacenamiento y reducir tanto las pérdidas como el peso. No habrá un tipo de batería universal, cada una va a tener sus características. Pero aún hay mucho margen de mejora”.

En este promisorio futuro hay, sin embargo, algunos cabos por atar. El primero es su impacto medioambiental. Aunque a lo largo de su vida útil las baterías reducen significativamente las emisiones respecto a sus alternativas fósiles (motores de combustión o ciclos combinados), en el proceso de fabricación liberan mucho CO2. Y luego está la derivada geopolítica: el dominio de China es apabullante. Dos de los tres mayores fabricantes de baterías (CATL y BYD) son chinos, un dominio que solo contesta —a gran distancia— Corea del Sur. “El riesgo está en quién controla la cadena de producción. Y por ahora, ese es China”, avisa Blanch. Tras los chips, el campo de batalla se traslada a los iones de litio. Un dilema que no estaba ni remotamente sobre la mesa en tiempos de Edison. Menos aún de Davy.

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Sobre la firma

Ignacio Fariza
Es redactor de la sección de Economía de EL PAÍS. Ha trabajado en las delegaciones del diario en Bruselas y Ciudad de México. Estudió Económicas y Periodismo en la Universidad Carlos III, y el Máster de Periodismo de EL PAÍS y la Universidad Autónoma de Madrid.
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