Responder a la crisis alimentaria global
Si la UE quiere mantener cierto liderazgo tendrá que intensificar el apoyo a las poblaciones más vulnerables
Es tradicional que, durante sus encuentros de primavera, el Fondo Monetario Internacional (FMI) presente la actualización de sus previsiones económicas. En esta ocasión, la institución no faltó a su cita para reducir su previsión de crecimiento internacional y la persistencia de una alta inflación hasta bien entrado 2023. En los países desarrollados, la preocupación se centra en los altos precios del gas, el petróleo y la electricidad, que se trasladarán a través de toda la cadena de suministro para hacer crecer también la denominada inflación subyacente, que excluye de su cálculo los elementos más volátiles como la energía y la alimentación, pero que también se ve afectada por estos componentes.
Menos atención han suscitado los llamamientos del FMI a una situación que, si bien no nos afecta de manera tan aguda, sí que puede tener profundas consecuencias económicas y sociales en el conjunto del planeta, y no es otra que el notable incremento del precio de los alimentos. Según la FAO, la organización de Naciones Unidas para la alimentación, el planeta se enfrenta en estos momentos, en términos reales, a los mayores precios alimentarios desde que se tienen registros, bien por encima de la crisis alimentaria de 2007-2010, y superiores incluso a los estimados para la crisis económica de 1973. Los precios de los alimentos han crecido un 60% desde 2020, con una notable subida de los aceites vegetales (un 240% desde 2020), los cereales (un 70%) y la leche y productos lácteos (un 45%). En el mercado de futuros, esta tendencia al alza de los precios se confirma, con subidas, para el trigo disponible en julio de 2023, de más de un 16% sólo en el mes de abril de 2022. En otras palabras, se espera que la tendencia al crecimiento de precios perdure en el tiempo. Esta situación se produce no sólo por la interrupción del suministro de cereales desde Ucrania, sino también por el impacto que tiene en la producción agraria mundial el precio del petróleo, del cual es altamente dependiente.
El impacto de este crecimiento amenaza con reducir notablemente la seguridad alimentaria en los países en vías de desarrollo y emergentes. De acuerdo con estimaciones de Naciones Unidas, hasta 1.700 millones de personas se verían afectadas por los diferentes canales de transmisión de la crisis generada por la invasión rusa, de los que 1.200 millones de personas, que viven en 69 países, se verían afectados de manera aguda. El desafío es máximo si tenemos en cuenta, además, que las crisis de seguridad alimentaria vienen acompañadas por inestabilidad política y por el riesgo de nuevos conflictos internos o internacionales.
En la anterior crisis alimentaria en 2007-2010, la comunidad internacional movilizó millones de euros a través de los mecanismos de cooperación bilateral, el Banco Mundial y las agencias de Naciones Unidas. España fue uno de los países más activos, participando en la cumbre del G8 en L’Aquila en 2009, cofundando con EE UU el Programa Global de Seguridad Alimentaria, y desembolsando más de 1.500 millones de euros para seguridad alimentaria, tanto en acuerdos bilaterales como a través de organismos multilaterales. Nuestro compromiso internacional culminó con el reciente nombramiento del español Gabriel Ferrero como presidente del Comité Global de Seguridad Alimentaria de Naciones Unidas.
Sin embargo, en esta ocasión, los compromisos van por detrás: la Comisión Europea ha aprobado ayudas por más de 500 millones de euros para los países vecinos y el Sahel, pero las necesidades globales sobrepasan estas cifras en gran medida. El llamamiento del Programa Mundial de Alimentos estimaba sus necesidades en 18.000 millones de dólares para atender a los 137 millones de personas más gravemente afectadas y la FAO sólo ha alcanzado el 10% de fondos de respuesta que habían estimado.
Responder inadecuadamente es un grave riesgo geopolítico: en el camino de una crisis que empobrece a buena parte de la población mundial, la apelación a los principios democráticos, y no a los intereses materiales, será un mal reclamo para asegurar la complicidad de los países emergentes y en vías de desarrollo. Si la Unión Europea quiere mantener cierto liderazgo internacional frente a un crecientemente consolidado bloque iliberal, tendrá que intensificar el apoyo a aquellas poblaciones más vulnerables que están sufriendo las consecuencias de esta crisis.
José Moisés Martín Carretero es economista y consultor
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