Rusia pone a prueba el milagro económico de Europa del Este
La entrada en la UE hace 18 años ha impulsado el crecimiento en los países del antiguo bloque soviético, pero la invasión de Ucrania es un foco de gran incertidumbre
Un solo movimiento, la invasión de Ucrania, decretado por un solo hombre, el autócrata ruso Vladímir Putin, ha cambiado el horizonte de expectativas de toda una región. Nadie lo tenía en su hoja de coordenadas hace unos meses, pero lo improbable ya es un hecho. Y Europa Central y del Este, protagonista de uno de los grandes milagros económicos —y de convergencia— de las dos últimas décadas, ya lo sufre. En un océano de incertidumbre, hay al menos dos cosas claras: incluso si Moscú se frena en Ucrania, el milagro de crecimiento perderá impulso; y la brecha abierta entre los países que entraron a la Unión Europea en 2004 —Lituania, Letonia, Estonia, Polonia, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Malta y Chipre— y los que se quedaron fuera —Moldavia, Georgia y la propia Ucrania— crecerá, a merced de una potencia agresiva como Rusia.
El caso que probablemente mejor explique la bifurcación de caminos entre los que accedieron a la UE y los que se quedaron literalmente a las puertas es el de Polonia —el más grande de cuantos entraron al club comunitario hace 18 años— y Ucrania —el mayor de los que quedó fuera—: ambos tenían un PIB similar en 1990 y tres décadas después, en 2020, el primero triplicaba al segundo a pesar de tener una población sustancialmente menor. “¡Tres veces!”, decía quien, por aquel entonces, ocupaba la presidencia del Consejo Europeo, Herman van Rompuy, en una extraña concesión para la exaltación bajo su inconfundible rictus impasible. En plena crisis financiera y con los movimientos euroescépticos empezando a asomar la cabeza, trataba así de poner en valor la diferencia entre encontrar acomodo bajo el paraguas comunitario o quedarse a la intemperie. Lejos de quedar ahí, la brecha ha seguido creciendo mientras se cerraba su distancia frente al resto de la UE: diez años después, la economía polaca cuadruplica en tamaño a la ucraniana con seis millones de habitantes menos. “¡Por cuatro!”, se podría decir pidiendo prestadas las exclamaciones al político belga.
Y en esas ha irrumpido la versión más belicosa del Kremlin. “Todavía es muy difícil de decir qué va a pasar, pero cualquier impacto será desfavorable: los altos precios de la energía parecen inevitables y un menor comercio con Rusia es una posibilidad real”, apunta Andrea Boltho, profesor emérito del prestigioso Magdalen College. “También afectarán negativamente un consumo y una confianza empresarial menores, sobre todo a los países bálticos. Es bastante deprimente”, añade. Lorenzo Codogno, ex director general del Tesoro italiano, avisa de las “tensiones” que esto puede desatar en Eslovaquia, Letonia, Lituania, Estonia o Polonia, todos ellos con comunidades de habla rusas nada despreciables, con “enormes consecuencias” potenciales sobre el crecimiento.
Salto cualitativo
“El impacto económico es indudablemente negativo para los países de Europa Central y del Este”, sentencia Tomas Dvorak, especialista en la región de la consultora Oxford Economics. “La inflación subirá, tanto por la subida del gas natural como por el encarecimiento de los alimentos importados de Ucrania, y hay un riesgo claro de crisis humanitaria a medida que los civiles ucranianos huyan de su país tras la invasión”. Cinzia Alcidi, jefa de investigación del centro de estudios CEPS, por su parte, alude tanto a la cercanía geográfica a Ucrania como al “recuerdo de la URSS”, todavía vivo en la memoria de varias generaciones.
18 años de integración ininterrumpida, sin embargo, siguen pesando mucho más que un presente y un futuro incierto. “Deslumbrante”; “historia de éxito”; “mejora importante y significativa de los estándares de calidad de vida”; “convergencia heterogénea”. Con todas las salvedades que cabe añadir tras la invasión de Ucrania por parte de Rusia —que no son precisamente pocas: solo Vladímir Putin sabe qué puede pasar a partir de ahora—, la decena de economistas consultados para este reportaje ponen el énfasis en todo lo acontecido en el grupo de países que convirtieron su entrada al club comunitario en el trampolín perfecto para su despegue económico. “Su desempeño ha sido espectacular”, valora Fabrizio Coricelli, profesor de la Escuela de Economía de París. Tanto que, dice, apenas admite pocos paralelismos con lo acontecido en los últimos años en otras latitudes. “Es una excepción remarcable a escala global”, enfatiza por correo electrónico. Más aún, dice, en un momento en el que “no hay evidencia de convergencia entre países pobres y países ricos”.
Las cifras apuntalan las palabras del economista italiano: los ocho países que el próximo 1 de mayo cumplirán su mayoría de edad como miembros de pleno derecho de la UE han pasado de tener una renta per cápita —ya eliminado el efecto brecha de precios— equivalente al 60% de la española, a rozar el 100% —95% en 2020—. Y dos de ellos, República Checa y Lituania —o tres, si se suma Eslovenia, en Centroeuropa—, ya han superado ese umbral. Un dato más: frente a una expansión media del PIB de la eurozona solo ligeramente superior al 1% entre 2004 y 2019 —el año anterior a la pandemia—, los países de Europa Central y del Este superaron con creces el 3%. “Se han beneficiado enormemente tanto de su acceso al mercado único europeo como de su profunda integración en las cadenas de suministro europeas y de los fondos estructurales de la UE”, sostiene Dvorak, de Oxford Economics.
Mientras el PIB per cápita italiano es solo un 25% superior a su nivel de hace dos décadas y el español ha crecido en un 40%, esos ocho países triplican su valor inicial. “Es mucho más de lo que cabía prever y da testimonio de los enormes beneficios que implica la pertenencia a la UE y el de las reformas institucionales que se requieren para la entrada”, completa el académico de la Escuela de Economía de París, coautor de un reciente estudio que concluye que los beneficios de su entrada en la UE han sido “mucho mayores” que los obtenidos por España o Portugal. Dvorak coincide: “Los resultados están ciertamente cerca de las expectativas más optimistas que se manejaban durante las negociaciones para la ampliación de 2004″.
Pese a las reminiscencias que emanan de los últimos acontecimientos, poco queda ya de la Europa del Este de los años del telón de acero; si acaso unas trazas de lo que fue, como el sucio carbón polaco o las moles de viviendas —casi todas renovadas— de inconfundible estética soviética. Aquel Oriente europeo se ha transformado en algo bien distinto: en tiempo récord, la evolución de sus capitales es palmaria, tanto en calidad de vida como en la fría pero trascendental renta per cápita.
¿Qué factores están detrás de este milagro económico? La primera explicación apunta a la potencia con la que la manguera de dinero europeo ha regado el bloque durante casi dos décadas. Varios datos que soportan esta hipótesis. En el anterior periodo presupuestario (2014-2020) las tres repúblicas bálticas (Lituania, Letonia y Estonia) fueron los Estados miembros que más dinero por habitante recibieron de los fondos de cohesión: más de 3.000 euros cada uno. Les siguió Eslovaquia, uno de los ejemplos de mayor éxito junto con Polonia. Y este último fue el que más recibió en términos agregados: nada menos que 91.300 millones.
“Esto ha permitido al país desplegar una inversión tremenda tanto en infraestructuras como en capital humano. Pero también los subsidios agrarios [no recogidos en los datos citados] han representado un apoyo masivo”, apunta László Andor, excomisario europeo de la familia socialdemócrata, húngaro, y hoy secretario general de la Fundación de Estudios Europeos Progresistas. En la otra orilla política, la del Partido Popular Europeo, otra excomisaria, esta vez polaca, Danuta Hubner, apunta que este dinero ha sido “crucial” en la “transformación económica” de su país. Y señala que ese dinero va a continuar llegando en el periodo presupuestario abierto: 76.000 millones sin ni siquiera todos los fondos de cohesión ni lo que correspondería por el plan de recuperación, ahora frenado por la Comisión al no aceptar Varsovia modificar las disposiciones adoptadas que atentan contra el Estado de derecho.
Pero desde Bruselas son varias las fuentes que sitúan a la misma altura e, incluso por encima, la propia entrada en la Unión Europea, las reformas que eso requiere, la creación de estructuras e instituciones de mercado o la seguridad jurídica que implica como un elemento decisivo. Sin esta transformación, dicen, no solo no habrían llegado fondos para inversión pública sino que tampoco habrían llegado los necesarios para el cambio de piel del sector privado, como recalca Zsolt Darvas, investigador húngaro del Instituto Bruegel, el mayor think tank para asuntos europeos. Es lo que en las instituciones comunitarias califican de “buena vecindad”, un concepto magmático que lo aglutina prácticamente todo: desde las condiciones institucionales, hasta las educativas y comerciales.
La inversión a espuertas también se ha encontrado con una ventaja significativa: mano de obra formada, con habilidad técnica y tradición para trabajar en los sectores que lo requerían. Y su antaño industria pesada, de herencia soviética, ha dado paso a una mucho más moderna y perfectamente ensamblada en la cadena de suministros comunitaria y, muy particularmente, alemana, cuyas empresas han visto en el Este una oportunidad de oro para rebajar sus costes laborales sin modificar ni un ápice sus estándares de calidad y sin alejarse mucho de su mercado.
Ventajas competitivas
Esa conexión con la locomotora alemana ha dado alas a su economía, y les ha permitido aprovechar al máximo sus ventajas: mano de obra barata y alta cualificación técnica —herencia, en buena medida, de la URSS—; una normativa común con el resto de la UE; y la cercanía geográfica a uno de los mayores ejes de consumo del planeta. Dos países han sacado un rédito particularmente importante de su cercanía con el gran polo industrial germano, sobre el que pivota el resto de la UE: República Checa y Eslovaquia, donde las automotrices han echado raíces. Otros, como los bálticos —Lituania, Letonia y, sobre todo, Letonia— han aprovechado su cercanía geográfica y cultural con Suecia y el resto de Escandinavia para integrarse en sus cadenas de valor de alta tecnología, apunta Coricelli. Pero todos han encontrado un buen encaje para el florecimiento de su sector secundario.
Las menos de dos décadas de sigilosa transformación del bloque habrían tenido mucho más lustre en cualquier otra latitud. Opacada, por un lado, por la rapidísima y estruendosa explosión de las economías asiáticas y, por otro, por una Europa cuyo centro de gravedad sigue siendo miope en su excesiva basculación hacia el oeste. Cuando en París, en Roma, en Madrid e incluso en Bruselas y Berlín se piensa en economías de rápido crecimiento, la tentación de mirar a los dragones asiáticos o África es demasiado grande. Tanto que se tiende a pasar por alto lo evidente: que Europa cuenta con buenos ejemplos de desarrollo acelerado. Y que la velocidad de crecimiento exhibida por este en los últimos años ha sido, en algunos casos, incluso más rápida que en países netamente emergentes, como México o Brasil.
A diferencia de lo ocurrido en el arco mediterráneo, donde el monocultivo de los servicios —y, especialmente, el alto peso del turismo— ha elevado el zarpazo económico a la máxima potencia, la región está saliendo bastante más airosa de la pandemia. ¿Qué explica esta relativa inmunidad tras el inevitable batacazo del confinamiento? En gran medida, su modelo de crecimiento, que descansa en buena parte en las exportaciones —de bienes, sí, pero también de servicios que requieren un capital humano de alta cualificación—, ha mostrado una capacidad de resistencia mucho mayor.
Su posición geográfica única, que añade evidentes riesgos desde el punto de vista geopolítico, con Vladímir Putin siempre al acecho, también le da un plus de futuro: una de las grandes lecciones de la pandemia es que depender mucho de terceros países para el abastecimiento de bienes clave es un error de calado. Y ahí, tanto Europa del Este como Centroeuropa pueden sacar a relucir una de sus mejores credenciales: su cercanía al cliente último o, al menos, las etapas finales de los procesos de ensamblaje. Coricelli ve “probable” que la pandemia acabe convenciendo a las empresas europeas para traer de vuelta sus fábricas en Asia a estos países para evitar el riesgo de ruptura de las cadenas de suministro.
Como en España o Italia, en Europa Central y del Este, la nueva remesa de dinero europeo bien puede ser una segunda oportunidad para afinar su modelo de crecimiento. Así lo cree, al menos, Soňa Muzikárová, economista jefa del centro de estudios Globsec, con sede en Bratislava, tras varios años en el BCE y en la OCDE. “La trayectoria futura depende, en gran medida, de cómo cada país aplique los fondos de recuperación”, desliza. Su diseño, con desembolsos condicionados a reformas, dice, obligará a su país —Eslovaquia, uno de los que más rápido ha ido cerrando el diferencial de renta con la media europea— y a otros muchos a aprovechar mejor este chute de subvenciones para digitalización, energías renovables y proyectos de largo aliento.
Un problema grave
Un último dato para la reflexión, Praga y Varsovia superan hoy en PIB por habitante (medido en paridad de poder de compra, una corrección fundamental para incorporar la diferencia de precios) a la muy burguesa Viena. También, y holgadamente, a Madrid y Berlín, según los datos de la oficina estadística comunitaria, Eurostat. Y Budapest está a la altura de su antigua gemela imperial. Con niveles de desigualdad, eso sí, estratosféricos, más propios de otras latitudes. “La diferencia entre las grandes ciudades, con sus buenos servicios digitales, sus buenos restaurantes y sus lugares bonitos, y el campo, que claramente se está quedando atrás, es enorme”, completa Alcidi, del CEPS. Un perfecto caldo de cultivo para el auge de un populismo autoritario y antiinmigración que triunfa en varios países del bloque: ahí están los casos más conocidos del ultraconservador polaco Andrezj Duda y, sobre todo, del húngaro Viktor Orban. Pero no solo: el esloveno Janez Jansa es, desde hace dos años, el mejor escudero de Orban en las cumbres europeas; y, aunque desalojado del poder por la mínima en las elecciones de octubre del año pasado, el magnate Andrej Babis ha aplicado durante cuatro años recetas no tan distintas en la República Checa.
“El desarrollo económico [...] ha estado estrechamente ligado a su participación en las cadenas de valor mundiales. Su modelo de desarrollo se basó en una ventaja inicial por la mano de obra relativamente cualificada pero de bajo salario, lo que permitió especializarse en actividades de fabricación”, concluye un reciente estudio de la Comisión Europea. “Sin embargo, este modelo se enfrenta a un desafío porque la convergencia se logra socavando uno de sus cimientos, los costes salariales son bajos. Para cambiarlo, hay que atraer actividades de más valor añadido”.
El excomisario húngaro Andor coincide con los técnicos del Ejecutivo comunitario: en Europa Central y del Este, dice, “el diálogo social y la protección laboral es mucho más débil que en la occidental”, y “consecuentemente los sueldos tienen un comportamiento peor”. Su esperanza, añade, es que la directiva de la UE sobre salarios mínimos “corrija esta situación”. Paradójicamente, la mayor oposición a este trascendental cambio normativo proviene de varios Gobiernos de la región, que se oponen por una mezcla de ideología y miedo a perder el favor de los inversores. Coricelli niega la mayor: en China y otros países emergentes, dice, están creciendo con fuerza y seguirán haciéndolo en los próximos tiempos. “Ajustados por productividad, los costes laborales son más favorables allí que en China”, concluye.
A pesar del indiscutible salto económico de este conjunto de países, los mercados financieros y los inversores internacionales aún encuadran al bloque Europa Central y del Este bajo el epígrafe de “emergente”, una etiqueta cada vez más discutible. “Eso significa que países como la República Checa, Hungría o Polonia siguen sujetos a choques de confianza, riesgo de salida de capitales y grandes fluctuaciones en el tipo de cambio”, apunta el checo Dvorak, de Oxford Economics. Además, añade, su vinculación con la eurozona es tal —una abrumadora mayoría de sus exportaciones tienen como destino final alguno de los países de la moneda única— que el mediocre desempeño de la UE en los últimos tiempos acabará filtrándose en sus propias economías. Ventajas y riesgos de ligar su futuro al de un club en el que la interconexión entre países es máxima y la coordinación no siempre es la mejor. “La bonanza puede seguir unos años, 10 o 20 tal vez. Pero cada vez será más difícil mantener este ritmo”, avisa Darvas, de Bruegel. “La convergencia no es un proceso automático”, recuerda Muzikárovám, de Globsec, en una afirmación que suena a aviso a navegantes. “Y bien puede revertirse en ausencia de reformas”.
El clima político pone en riesgo los fondos de la UE
Hasta que el jueves pasado Moscú dio la orden de invadir Ucrania por tierra, mar y aire, los riesgos que se ceñían sobre la senda de convergencia de los países que entraron a la UE en 2004 eran, principalmente, dos: el invierno demográfico que se aproxima —notablemente más gélido en estos países que en el resto del bloque— y el constante desafío al Estado de derecho de un buen número de estas capitales, que puede llevar a que el hasta ahora caudaloso río de fondos comunitarios mengüe o, en el caso más extremo, llegue a secarse. Hay otro, siempre con el permiso del conflicto entre Rusia y Ucrania, del que nadie tiene aún claro su desenlace: el alto coste de la transición verde en Estados que van uno o varios pasos por detrás del resto de la Unión. Polonia es, quizá, el caso más paradigmático de este problema: ¿cómo hará para liberarse a corto y medio plazo de la hipoteca del carbón?
“Tienen sus propios problemas idiosincráticos: inestabilidad política, baja calidad institucional y una montaña mucho mayor a escalar en términos de neutralidad de emisiones [de gases de efecto invernadero]”, desliza Tomas Dvorak, de Oxford Economics. Incluso cuando, hace ya más de una semana, todos los ojos miraban a Putin para saber si iba a invadir Ucrania, una significativa sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea se coló en los titulares: los jueces daban su visto bueno al mecanismo de condicionalidad que permite a las autoridades comunitarias cerrar el grifo cuando observe derivas autoritarias y ataques al Estado de derecho en algún país de los 27. Aunque todavía hay más incógnitas que certezas sobre esta herramienta, el proceso bien puede acabar con el corte de fondos, una decisión que lastraría —y de qué manera— la o las economías afectadas.
“No está claro qué sucederá con el nuevo mecanismo. De hecho, no es la Comisión quien acaba castigando, sino el Consejo [el foro que reúne a los gobiernos nacionales de la UE], lo que abre la puerta a la politización de los casos”, describe el excomisario europeo Laszlo Andor, quien recuerda que su país —Hungría— todavía no ha recibido ni un euro del plan de recuperación por el choque del primer ministro Viktor Orbán con el Ejecutivo comunitario por su negativa a implantar medidas contra la corrupción. “Acudir al mercado para financiar la economía supondrá pagar más intereses por los fondos de lo que se abonaría con los préstamos europeos”, reflexiona el socialdemócrata en referencia a la segunda pata de las ayudas: subvenciones y créditos.
Aún más contundente se muestra la también excomisaria Danuta Hübner, en este caso polaca: “Si esta sentencia acaba con que Polonia no reciba fondos de recuperación [Varsovia también está a la espera] tendrá un impacto negativo en el desarrollo del país. Pero incluso si hay cambios en la política del gobierno con el Estado de derecho, hay reformas, los jueces [castigados] vuelven a sus puestos y se aprueba el plan, habremos perdido un año respecto a otros países, como España. Y no hay mucho tiempo para invertir ese dinero”, lamenta la ahora eurodiputada del Partido Popular Europeo.
Luego está —de nuevo con el permiso de Rusia— la madre de todas las batallas, que prácticamente toda Europa, tal vez con Francia como única excepción, deberá librar en los años venideros: el envejecimiento de su población y la dramática descompensación de su pirámide demográfica. Pero, a diferencia del resto, en los países del centro y el oriente del Viejo Continente, este es un proceso acelerado: están pasando, en tiempo récord, de ser sociedades relativamente jóvenes a tener grandes cohortes poblacionales a un paso de la jubilación o directamente retiradas. En parte, por la emigración de décadas atrás; en parte, por el hundimiento de sus tasas de fertilidad, que están entre las menores de la Unión Europea. Esto se ve con claridad al comparar a España, un país que también tiene tasas de natalidad ridículas, y Polonia: a finales del siglo pasado ambos países tenían unos 40 millones de habitantes; ahora España tiene algo más de 47 millones y Polonia sigue anclada en las cifras de hace décadas. Todo, pese a haber recibido bastante inmigración desde Ucrania: de los 820.000 extranjeros inscritos en la Seguridad Social polaca en 2021, 600.000 procedían del vecino del este, cuantifica Hübner.
Pensiones
El invierno demográfico tiene dos vectores económicos indiscutibles. Primero, una presión extra sobre sus sistemas de pensiones, uno de los talones de Aquiles de sus Estados de bienestar, escuálidos al lado del de sus socios occidentales. Segundo, una mano de obra cada vez más escasa en países que la necesitan para mantener el vigor de sus manufacturas. “Es un factor muy negativo, que lastra su desarrollo futuro”, sostiene Cinzia Alcidi, jefa de investigación de CEPS.
En la República Checa, por ejemplo, ya hay más vacantes que personas en busca de un empleo. Y eso tiene impacto sobre la competitividad de la que habían hecho bandera durante años: la escasez de trabajadores subraya Dvorak, mete presión sobre los salarios y limita la capacidad de su industria para capturar los segmentos de mayor valor añadido de las cadenas de suministro. La inmigración, dice, se erige en única alternativa posible a corto plazo. Pero será un camino de espinas: en países en los que los discursos nacional-populistas han encontrado tierra fértil, es material inflamable de primera categoría. Para Hübner, la política antimigratoria deja a su país, Polonia, ante un panorama “sombrío”. También a Hungría, que está discurriendo por los mismos derroteros. “Repensar” esta política y ampliar las medidas de natalidad es un imperativo: de lo contrario, zanja la eurodiputada conservadora, “la demografía será una bomba retardada sobre el futuro”.
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