Diez cartas para mover la política energética europea
El frente de países liderado por España logra un giro inédito tras presionar a la Comisión Europea para conseguir una reforma integral del mercado
La crisis de precios energéticos ha tenido que llegar, con toda su crudeza, al norte y centro de la UE —con Alemania a la cabeza— para que la Comisión Europea haya emprendido una senda inédita en su historia: abrir, de par en par, el melón del diseño de los mercados. Los avisos, cuando no ruegos, de varios países del sur de Europa —con España como punta de lanza— vienen de muy atrás. De hace un año. Desoídos al comienzo, fueron ganando predicamento, con pasos sustanciales como el visto bueno a la excepción ibérica, para terminar imponiendo sus tesis sobre las constantes negativas de los países más ortodoxos.
Mediados de septiembre del año pasado. El precio de la luz en el mercado mayorista ibérico ronda los 150 euros por megavatio hora (MWh), una cota desconocida hasta entonces. Por carta, España advierte a Bruselas de que el repunte, todavía incipiente, no solo pone en riesgo la “muy necesaria recuperación económica” sino que amenaza con descarrilar la estrategia misma de descarbonización. “Es un desafío para la Unión Europea en su conjunto. (...) Si las reglas del juego se fijan a escala comunitaria, los remedios también”, se leía en el texto, firmado por las vicepresidentas Nadia Calviño y Teresa Ribera, y al que ha tenido acceso EL PAÍS. Los destinatarios: otros dos vicepresidentes —en este caso, de la Comisión Europea—, Frans Timmermans y Margrethe Vestager, y la comisaria de Energía, Kadri Simson. Bruselas seguía instalada en el no rotundo: modificar las reglas del mercado era anatema, sin la menor concesión al debate. El impuesto sobre los beneficios extraordinarios sonaba tan remoto o más.
El reguero de misivas continuó, hasta sumar una decena. Las más, en solitario; pero también conjuntas con otros Estados miembros del sur y el este de la Unión. Todas, eso sí, en el mismo sentido: había que introducir cambios y había que hacerlo pronto. “Debemos tener listas medidas para afrontar el aumento en el precio de la energía y el carbono [en referencia a los derechos de emisión]”, escribían el 1 de diciembre los Gobiernos de España, Francia, Italia, Grecia y Rumania en un non paper, como en la jerga diplomática se conoce a los textos en los que las capitales fijan su posición sobre un tema candente en la arena comunitaria. Los decibelios subían; el mosqueo de los eslabones más débiles del club crecía. Y eso que todavía ni siquiera había empezado la guerra, el último empujón para unos precios ya fuera de órbita.
Hubo que esperar algo más, hasta los albores de la primavera, para que se empezasen a intuir los primeros indicios de quiebra en la hasta entonces posición monolítica del Ejecutivo comunitario y de los ortodoxos, con Alemania —en esto, las diferencias entre Olaf Scholz y Angela Merkel eran difícilmente perceptibles— y Países Bajos al frente. Coincidencia o no, a finales de marzo —un mes después del inicio de la invasión rusa de Ucrania— el precio medio diario de la luz en Alemania ya se había asomado unas cuantas jornadas al balcón de los 400 euros por MWh. Otro peso pesado, Francia, había sufrido picos horarios de 3.000 euros, con gran parte de su otrora poderosísima planta nuclear fuera de juego. La pesadilla ya no era algo etéreo: los grandes ya le veían las orejas al lobo.
El cambio de guion ya toma cuerpo. Los tiempos se aceleran y cae una primera línea roja: a finales de marzo, la Comisión Europea da su respaldo a la excepción ibérica, un mecanismo ideado para cortar de raíz el hilo conductor entre los precios del gas y de la luz. Poco después llegaría el beneplácito de los Veintisiete al sistema, en una maratoniana cumbre de líderes europeos en la que Pedro Sánchez llegó a levantarse de la mesa, obligando a Emmanuel Macron y al presidente del Consejo —Charles Michel— a salir a su encuentro. “En la UE van a mirar con lupa nuestra propuesta para bajar la luz: si funciona, otros países se lo plantearán”, afirmaba Ribera en una entrevista con este diario. Tres semanas después, la presión de España, secundada por otros socios, llevaba a la agencia de reguladores europeos (ACER) a abrir por primera vez la puerta a una revisión profunda del mercado eléctrico.
“Intervención de emergencia”
Llega el verano y, con él, un nuevo parón. La burocracia y los Gobiernos entran en fase de letargo. Los mercados energéticos, sin embargo, no dan tregua: entre finales de julio y finales de agosto, la cotización del gas se duplica, arrastrando consigo a la electricidad. Aunque la seguridad de suministro copa prácticamente todo el debate público, en la calle la sensación de urgencia se multiplica. Las facturas desproporcionadas ahogan el bolsillo de hogares y empresas. A diferencia de hace 10 años, el golpe no es asimétrico: el norte, rico, sufre tanto como el sur.
Ese es el caldo de cultivo del viraje definitivo en las altas instancias comunitarias. Es la última semana de agosto, Europa vuelve de vacaciones y la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, consuma el volantazo. Cae el velo del tabú: ha tenido que pasar un año largo desde el inicio de la espiral inflacionaria de la energía para queVon der Leyen —alemana; conservadora— termine de dar su brazo a torcer.
Es un giro de 180 grados que se sintetiza en tres palabras: “intervención de emergencia”. La “vertiginosa” senda de la electricidad, dice, “está poniendo de manifiesto las limitaciones de nuestro actual diseño del mercado”. Como con las compras de deuda por parte del BCE y las emisiones mancomunadas de deuda, la espiral de precios energéticos ha hecho caer verdades que parecían esculpidas en bronce. “Es una pena haber perdido un año, pero lo importante es que hay un consenso hoy”, resumía Ribera este viernes, poco antes de que el Consejo diese luz verde a intervenir el mercado y aplicar un gravamen sobre los beneficios caídos del cielo. Doce meses y 10 misivas después, Europa es otra.
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