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Europa, ante el invierno más crudo

El ahorro de gas se convierte en imperativo y los gobiernos redoblan sus peticiones de cautela en el consumo en previsión de una temporada de frío caótica si Putin cierra el grifo. España es uno de los países menos expuestos, pero también uno de los que aún no ha lanzado campañas de concienciación a gran escala

Una zona residencial frente a una planta de carbón del operador alemán RWE en Niederaussem (Alemania).
Una zona residencial frente a una planta de carbón del operador alemán RWE en Niederaussem (Alemania).INA FASSBENDER (AFP)
Ignacio Fariza

El verbo ahorrar, cuando va asociado a energía, ha dejado de ser infinitivo para convertirse en imperativo. Europa no tiene tiempo que perder: cada minuto que pasa sin reducir el consumo de energía en hogares y empresas es, también, una oportunidad perdida para protegerse de cara a un invierno en el que las incertidumbres se multiplican. Los cortes selectivos de gas natural aplicados por Rusia en las últimas semanas son un potente aviso a navegantes sobre lo que puede ocurrir en la temporada de frío si este combustible deja de fluir hacia la UE. La disyuntiva a la que se enfrentan varios países del bloque, como los bálticos, los del Este o los centroeuropeos, es sencilla: reducir el consumo en verano o exponerse a un invierno de escasez inimaginable para varias generaciones si Vladímir Putin se atreve a cerrar completamente el grifo.

Tiempos extraños, estos. Recién estrenado el verano, el goteo de mensajes de preocupación —cuando no directamente de pánico— empieza a ser abrumador. Los ejecutivos han empezado a deslizar, por todas las vías imaginables, su temor por lo que puede estar por venir. El danés ha pedido explícitamente a sus ciudadanos que reduzcan el tiempo que dedican a ducharse —una medida a la que también se ha sumado Alemania— y que sequen la ropa al aire libre en vez de en secadora. Y el austriaco habla sin reparos de situación “crítica”, y pide a su población que someta a revisión sus calefacciones para reducir pérdidas de energía de hasta un 15% cuando toque encenderlas. En España, mientras, reina la tranquilidad: aunque el suministro está prácticamente garantizado gracias a sus seis regasificadoras en activo —la mayor red de toda la UE—, y a pesar de las palabras del presidente del Gobierno en la última sesión de control —”deberemos mejorar la eficiencia y el ahorro energético; deberemos responder unidos también a esta agresión“—, los planes concretos no llegan.

“Desde el inicio de la invasión rusa de Ucrania sabemos que una disrupción grave [en el suministro de gas] es posible; ahora ya es probable”, sintetizaba a finales de junio la comisaria europea de Energía, Kadri Simson, que trabaja en un plan de recorte de la demanda de gas —estableciendo un orden de prioridades, una suerte de triaje energético— en caso de que el Kremlin acabe por cerrar el grifo. Las primeras claves del texto, de nombre revelador —Ahorra gas para un invierno seguro—, las adelantó EL PAÍS el jueves: prohibición del aire acondicionado a menos de 25 grados en edificios públicos o centros comerciales; premios para las industrias que reduzcan su consumo. Los ministros de Energía de la Unión terminarán de pergeñar todo el próximo día 26 en una reunión que tendrá un único tema en la agenda del día: cómo evitar un invierno de penurias.

Tormenta perfecta es una expresión muy manida, pero esta es una de esas situaciones en la que su uso está más que justificado. A las lógicas y crecientes dudas sobre qué ocurrirá con los envíos de gas ruso se suma el parón por accidente en la planta de exportación de Freeport (Texas, EE UU), clave en el engranaje de emergencia diseñado para abastecer a la UE de gas estadounidense. Y hasta el parón técnico de buena parte del parque nuclear francés, que obliga a la segunda mayor economía del bloque a quemar más gas y a importar más electricidad de otros países vecinos generada, en gran medida, con… más gas.

La alarma está más que justificada, pero la energía sigue fluyendo, la industria aún no ha tenido que levantar el pie del acelerador de la producción y la vida, aunque mucho más cara que hace solo un año, sigue su curso habitual. Quizá más de lo que debiera: en las grandes capitales comunitarias, los coches siguen circulando con alegría, en muchas ocasiones con una sola persona a bordo; en las oficinas y en las tiendas el aire acondicionado a todo trapo es la norma, a veces incluso con las puertas abiertas; y los pocos hogares que han variado su dieta energética lo han hecho más motivados por los altos precios que por una genuina preocupación por la coyuntura europea.

Ucrania está en los periódicos, en las radios y en los telediarios. Pero no en nuestro día a día. “A pesar de que el futuro de la guerra puede pasar por este invierno, no hemos cambiado sustancialmente nuestro modo de vida desde que empezó: deberíamos mentalizarnos de la situación en la que estamos y actuar desde una óptica de solidaridad colectiva: solo así habrá cambios modales, como un mayor uso del transporte público”, reflexiona Alejandro Labanda, experto en transición energética y director de la consultora beBartlet. “Una de las mejores herencias de esta crisis sería un uso más racional de la energía, especialmente en espacios públicos”.

Hay dos planos a distinguir: uno inmediato, “en el que lo que tenemos que hacer es arreglar el techo en llamas, ahorrando energía para evitar el peor escenario”, apunta Kinga Tchórzewska, profesora de Economía de la Energía en la Universidad Kozminski de Varsovia. Y uno de medio y largo plazo, en el que “solo una transformación hacia la energía verde puede garantizar que no se repita de nuevo una situación como esta: de haber dado pasos en el pasado, no estaríamos así. Es algo que tenemos que tomarnos muy en serio”.

Tensiones “muy importantes”

“Es muy probable que los próximos meses nos enfrentemos a tensiones muy importantes ante la limitación o posible interrupción del suministro ruso”, vaticina Xavier Labandeira, catedrático de la Universidad de Vigo. Aunque la situación varía “sustancialmente” entre países, en última instancia “todos nos veremos afectados directa —mayores precios de gas— o indirectamente —recesión inducida por menor actividad industrial—. Los riesgos socioeconómicos son mayúsculos: tenemos una baja capacidad de almacenamiento y dificultades para sustituir en el corto plazo los suministros rusos”.

En las regiones europeas más expuestas, Labandeira ve “posible” que los hogares que utilizan gas tengan que restringir zonas calefactadas y reducir la temperatura el próximo invierno. También que algunas industrias se vean “abocadas a interrumpir su actividad”: en caso de corte ruso, Alemania, sin ir más lejos, solo podría mantener su consumo habitual durante tres meses, incluso si logra llenar al máximo sus depósitos.

No hacer nada o, lo que es lo mismo, dejar las cosas al albur de los siempre autoritarios (y arbitrarios) designios del Kremlin, rozaría lo suicida: mientras el suministro de la UE dependa del fino hilo de Moscú, el bloque estará en peligro. Especialmente si la próxima temporada de frío es más cruda que la media, una circunstancia que se escapa por completo al control de gobiernos y ciudadanos.

“Europa está en una situación muy precaria: que pueda o no pasar el próximo invierno sin cierres industriales y apagones depende de la continuidad de los flujos de gas desde Rusia”, apunta Katja Yafimava, del Instituto de Estudios Energéticos de la Universidad de Oxford. Ese escenario sería, además, sinónimo de recesión ineludible: sin el combustible industrial por excelencia, economías como la alemana o la italiana sufrirían un parón súbito.

Más campañas públicas

Consumir menos electricidad es, en prácticamente todos los países de la Unión, sinónimo de quemar menos gas natural. ¿La razón? El último megavatio hora generado suele tener origen en centrales alimentadas por este combustible, que en las últimas semanas ha disparado su precio hasta quedar a un paso del máximo histórico de marzo. A rebufo, los principales mercados eléctricos, entre ellos el alemán o el italiano, han dado un nuevo salto. Y los futuros apuntan a un precio de la luz más propio de un bien de lujo que de un servicio esencial.

“Europa desperdicia mucha energía”, enfatiza por correo electrónico Massimo Filippini, codirector del Centro de Política Energética y Economía de la Escuela Politécnica Federal de Zúrich. “Hay que promover más campañas públicas que muestren cómo pequeños cambios en nuestro comportamiento diario pueden ayudar a reducir el consumo: ajustar unos grados la temperatura en las casas, optimizar el ventilado, invertir más en aislamiento y cambiar las calefacciones de gas por bombas de calor”, enumera. “Hacen falta más subsidios para la eficiencia energética: los que se han puesto en marcha hasta ahora para abaratar la gasolina y el diésel no solo son ineficientes, sino que son regresivos”.

En la misma línea, Elisa Trujillo-Baute, de la Universidad de Lleida, reclama que se prioricen las actuaciones en los hogares de menor renta. “Para ellos el golpe de los altos precios es mucho mayor y, además, son los que tienen las ventanas más antiguas y los electrodomésticos menos eficientes”, desliza por teléfono. “Y hacen falta, también, más campañas de información que trasladen parte de la responsabilidad de ahorrar a la ciudadanía en su conjunto. Políticamente, no es fácil desde el punto de vista político, porque tiene un coste, pero la realidad es que vamos tarde”, agrega en referencia directa al caso español.

España: suministro garantizado, pero gran exposición a precios

La Comisión Europea ha ordenado a los Estados que los depósitos de gas lleguen a principios de noviembre al 80% de llenado o más. Sería lo mínimo para afrontar el invierno con unas ciertas garantías. Pero tendría que ir acompañado, sí o sí, de una bajada sustancial en el consumo: según los cálculos de Ben McWilliams y Georg Zachmann, del think tank bruselense Bruegel, la demanda europea de gas debería caer una media de un 15% en las próximas semanas y meses para que el bloque pueda salir del entuerto si Rusia acaba cerrando el grifo. “El reemplazo por gas natural licuado (GNL, en la jerga del sector) ya ha alcanzado su límite”, recuerdan.

Ese ahorro medio necesario, sin embargo, varía —y mucho— por latitudes. Donde mayor debe ser el tajo en el consumo es en las tres repúblicas bálticas (Estonia, Lituania y Letonia) y Finlandia: tendría que caer hasta menos de la mitad que en la media de los tres últimos años, según McWilliams y Zachmann. Sin embargo, estos países también son los que más se están aplicando, con una reducción en la demanda que ya ronda el 35% respecto a los ejercicios precedentes. En Bulgaria, Grecia y Hungría, la bajada requerida es del 49% y la empresa cobra una dificultad especial: lejos de caer, la demanda de gas es hoy incluso superior a años anteriores. Y en Alemania, el descenso tendría que ser de cerca de un tercio, diez veces más de lo que ha caído hasta ahora.

En el lado opuesto están Francia, España y Portugal, en donde el abastecimiento de gas natural se puede dar prácticamente por garantizado. En el caso de los dos países ibéricos, el elemento diferencial está en su potente red de regasificadoras (siete en total), el gasoducto con Argelia y el escasísimo volumen de compras de gas ruso, lo que les otorga un mayor margen de holgura. En el de la segunda mayor economía europea, el problema no radica tanto en el gas —su dependencia de Rusia es baja— sino en la electricidad: si nada cambia, el parón de un número no menor de sus reactores llevará al límite su suministro en varias jornadas del invierno, una situación que ya se dio a principios de abril y que ha llevado a las principales compañías energéticas a pedir a hogares y empresas una contención en el consumo.

En España, aun siendo uno de los países menos expuestos, Labandeira llama a “no minimizar los riesgos y la severidad del problema”. Una restricción o interrupción de la oferta rusa, dice, “nos impactará de lleno, vía mayores precios que afectarán a nuestra actividad económica: es fundamental prepararse para escenarios adversos”. En las últimas semanas, tanto el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, como la vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, han hecho un llamamiento a la conciencia colectiva en el consumo. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en 2011 —cuando los precios se dispararon, pero la situación desde el punto de vista del suministro era infinitamente menos compleja que ahora, se redujo la velocidad máxima en carretera a 110 kilómetros por hora para reducir el consumo—, esta vez no se ha tomado ninguna medida contundente.

“Falta definir, comunicar a la sociedad y aplicar una estrategia de intenso ahorro y eficiencia”, reclama el catedrático de la Universidad de Vigo, sorprendido por la “escasa atención” que se le está prestando al ahorro energético. En un entorno energético “explosivo” como el actual”, zanja, es “crucial que la población entienda que el problema no se soluciona con subvenciones a productos energéticos que permitan mirar para otro lado, como si nada pasase. Y que, en una situación de gran dependencia exterior, como la española, devoran cantidades ingentes de recursos que se transfieren a los exportadores de combustibles fósiles”.

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Sobre la firma

Ignacio Fariza
Es redactor de la sección de Economía de EL PAÍS. Ha trabajado en las delegaciones del diario en Bruselas y Ciudad de México. Estudió Económicas y Periodismo en la Universidad Carlos III, y el Máster de Periodismo de EL PAÍS y la Universidad Autónoma de Madrid.

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