Restaurar la confianza
En las últimas décadas, la erosión de la confiabilidad se ha acentuado por la disponibilidad de mayor información y por el aumento de la corrupción, las malas prácticas, y la falta de liderazgo y gobernanza ética
Los seres humanos somos por naturaleza animales sociales y cooperativos, y nos requerimos unos a otros para atender nuestras necesidades básicas y afectivas. Para que esta colaboración se produzca, resulta imprescindible la existencia de una confianza mutua, que ha sido durante siglos la base del progreso y la civilización. La confianza, por tanto, constituye un bien público esencial, que garantiza el funcionamiento adecuado de las transacciones de activos, servicios, capitales e información; y que es el fundamento de la existencia del dinero fiduciario, piedra angular de las relaciones económicas.
La confianza es un estado psicológico que incluye la intención de aceptar la vulnerabilidad frente a otra persona o institución, basado en las expectativas positivas de sus intenciones y comportamientos futuros. Es decir, confiamos entre nosotros porque estamos dispuestos a asumir el riesgo de depender de la actuación del otro. Se han descrito diversos procesos de construcción de la confianza: (1) Cálculo, mediante el cual el que la deposita estima los costes y beneficios de confiar o no; (2) Predicción, por el que se confía siempre que sea posible pronosticar el comportamiento del otro; (3) Intención, se otorga siempre que se puedan percibir los motivos para actuar de la otra parte.
La confianza se ha convertido en el nuevo grial de las organizaciones. Es uno de los grandes retos a los que se enfrentan personas, empresas, instituciones y gobiernos. Es básica para el crecimiento, la competitividad y la sostenibilidad de empresas y Estados. No es algo que surja espontáneamente, ni que se pueda reclamar, requiere una estrategia para ser generada, en función de tres elementos fundamentales. En primer lugar, de la transparencia, de un adecuado flujo de información que permita a los operadores la toma de decisiones con el menor riesgo posible. En segundo lugar, de la ética y el compromiso, ser consecuente, hacer lo que se dice y decir lo que se hace. Y, por último, del equilibrio entre las expectativas creadas por el depositante de la confianza y lo que finalmente ha obtenido.
Es incuestionable que nuestra época se caracteriza por la existencia de una crisis generalizada de confianza, que afecta tanto a las relaciones económicas y sociales, y a las instituciones —Justicia, Corona, Iglesia, gobiernos—, como a las empresas y organizaciones. En las últimas décadas, esta erosión de la confiabilidad se ha acentuado por la disponibilidad de mayor información y por el aumento de la corrupción, las malas prácticas, y la falta de liderazgo y gobernanza ética.
La confianza es el aglutinante que cohesiona a los miembros de una sociedad y permite las relaciones de cooperación mediante las que los ciudadanos trabajamos conjuntamente. Por el contrario, la desconfianza genera temor e incertidumbre, con notables efectos para la economía, que acaba convergiendo en un aumento de las desigualdades. Para mantenerla se hace necesaria la imprescindible labor de numerosas instituciones y profesionales: auditores, notarios, registradores, agencias de calificación, certificadoras de calidad, medios de comunicación, ONG, etc. Sin embargo, a la vista de los resultados obtenidos hasta hoy, esto no ha sido suficiente.
Una de las esperanzas para revertir esta situación está en los llamados “registros descentralizados”, cuyo gran exponente es la tecnología blockchain. Estos archivos compartidos permiten alcanzar un consenso, y evita que sean terceros —gobiernos, bancos, registros públicos— los que den fe de la realidad.
Si la confianza es muy difícil de mantener en modelos democráticos, mucho más complicado es alcanzarla en un contexto de regímenes autoritarios. En China se están desarrollando modelos que reemplazan el tradicional marco de confianza horizontal por una calificación concedida por plataformas, auspiciadas desde el Gobierno, donde se integra información de numerosas fuentes: transacciones financieras, datos judiciales, comportamiento en redes sociales, e incluso algunos otros como las conductas privadas al volante, en el transporte público o en una intimidad del hogar que, vigilada, ya no es tal. Parece difícil que este tipo de modelos puedan ser impuestos en sociedades democráticas como las occidentales, en las que, afortunadamente, se mira con lupa el equilibrio entre transparencia y privacidad, y en las que imperan los valores de libertad e individualidad, el imperio de la ley y la seguridad jurídica. Estos principios son válidos e inamovibles, pero es urgente que busquemos mecanismos de recuperación de la confianza que incorporen la tecnología y el conocimiento actual, que en todo caso deberán pasar por el filtro de la ética individual y colectiva.
Mario Alonso es presidente de Auren y economista
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