El tsunami turístico del fin de semana desborda los pueblos cercanos a grandes ciudades
El auge del turismo rural se convierte en un reto para decenas de minúsculas localidades, que se ven sobrepasadas por la llegada de visitantes
“Antes de reservar mesa les aviso de dos cosas: Si llegan con cinco minutos de retraso, la pierden. Y tardaremos, al menos, una hora en servirles. ¿Les parece bien?”. La pregunta la hacen desde Casa Julio, restaurante familiar abierto en 1985 en Pampaneira, municipio en la falda sur de Sierra Nevada, en Granada. Como todo el pueblo, el local anda desbordado por las multitudes que visitan el municipio los fines de semana. Coches aparcados en arcenes, autobuses en pleno asfalto y turnos triplicados en los comedores: las quejas ante la tardanza de la comida son constantes. “Vivimos un tsunami turístico”, cree el empresario local Mauricio Riera, que ha multiplicado por cuatro su facturación respecto a cualquier otro año. Por su tienda de chocolates pasan ahora cada domingo unas 5.000 personas. El pueblo tiene 321 habitantes. “Vinimos para estar tranquilos y esto es un caos”, dice la excursionista Montserrat Castillo.
Lo que ocurre en Pampaneira, donde cada fin de semana es ya similar en ocupación a cualquier puente, ha dejado de ser una excepción para convertirse en la norma en decenas de minúsculos pueblos de la geografía española. Los especialistas coinciden en que hay dos factores para que el fenómeno se haya intensificado con la pandemia. El primero, la búsqueda de aire libre y naturaleza lejos de aglomeraciones. El segundo, la incertidumbre a la hora de viajar al extranjero. “Las restricciones impiden organizarse. Es más fácil coger el coche y acercarte al pueblo para una escapada rápida”, explica Olivia Fontela, directora de Marketing de EscpadaRural. Según sus datos, los alojamientos rurales del país registraron una ocupación del 85% durante el pasado puente de Todos los Santos, frente al 72% de 2019. Otras cifras confirman la tendencia, como las de la Federación Galega de Turismo Rural (Fegatur), que dicen que el pasado octubre fue el mejor para el sector en esa comunidad desde que hay datos.
“El turismo rural acoge ya al 30% de los visitantes”, destaca Francisco Mestre, presidente de la asociación Los pueblos más bonitos de España. Está formada por 104 municipios que han registrado un verano “espectacular, mejor que nunca”, según Mestre. Pero no hace falta figurar en el listado para que los turistas desborden aldeas y villas. En Las Peñas de Riglos (Huesca, 248 habitantes) se han visto obligados a cortar los accesos por carretera en varias ocasiones y muy cerca, en Lecina ―aldea con un puñado de vecinos― jamás habían visto tanta gente en sus pocas calles, ahora muy transitadas para visitar la carrasca milenaria nombrada Árbol Europeo del Año. En pueblos de la sierra de Cádiz se han dado colas para recorrer senderos de montaña. En la Sierra de Aracena los turistas arrasan con los cultivos de castañas. En Anento (Zaragoza, 106 habitantes) su alcalde, Enrique Cartiel, pidió ayuda al Gobierno de Aragón para gestionar a las masas. “Podemos morir de éxito”, advertía.
“Es el gran riesgo”, afirma Enrique Navarro, director del Instituto Universitario de Investigación e Innovación en Turismo de la Universidad de Málaga. El especialista cree que la masificación genera decepción en el visitante ―al vivir una mala experiencia― e indignación en el residente, harto de incomodidades. Su organismo recibe consultas de municipios que no saben cómo lidiar con el fenómeno. Navarro recomienda siempre dialogar con residentes, empresarios y los propios turistas para gestionarlo. Hay medidas, como establecer aforos máximos: ante el cartel de completo, solo se deja acceder a quienes tienen reservas en hoteles y restaurantes. “A medio plazo parece negativo, pero a largo todas las partes lo agradecerán”, sostiene Navarro, que añade que quienes estaban preparados para el turismo antes del coronavirus han sabido dar una respuesta mejor. Pedraza (Segovia, 344 habitantes) destino dominguero desde Madrid, cuenta con más de 200 plazas de aparcamiento gratuito y una amplia oferta hostelera, aunque “hay que llevar todo planeado y con reservas”, recomienda Adela de Diego desde la oficina de turismo del municipio. A casi 700 kilómetros, en Júzcar (Málaga, 232 habitantes) ya tienen la lección aprendida. Sony hizo popular la localidad después de pintar todas sus casas de azul para estrenar allí su película de los Pitufos. “Ahora es todo mucho más ordenado”, dice el chef Iván Sastre, propietario de La Posada del Bandolero.
La falta de infraestructuras es un problema de difícil solución para los pequeños pueblos. Sus exiguos presupuestos apenas dan de sí. El de Soportújar (Granada, 208 habitantes) es de 375.000 euros. Este diminuto rincón alpujarreño vive una revolución. “Hemos pasado de recibir cero turistas a más de 2.000 cada fin de semana”, dice su alcalde, Manuel Romero. El proyecto Embrujo buscaba atraer visitantes instalando esculturas y figuras ligadas con la brujería. Instagram hizo el resto, y ahora la localidad vive sobrepasada de viernes a domingo. Los visitantes se ven obligados a aparcar a dos kilómetros del casco urbano y caminar por una estrecha carretera. Encontrar hueco en los escasos restaurantes es un milagro. “Hemos rozado la bancarrota: los gastos que generaba el turismo eran superiores a los ingresos”, dice el regidor, que ha ideado un plan para alquilar locales municipales a los 17 empresarios que buscan hacer negocio allí y confía en construir pronto un aparcamiento.
“Estoy a la caza de subvenciones, pero es difícil”, señala Ángel Pérez, alcalde de Pampaneira, cuyos vecinos temen dejar el pueblo durante el fin de semana porque, al volver, no pueden aparcar. “Hay demasiada gente”, dice Paula Moreno, vecina de Capileira (554 residentes), diez kilómetros más al norte. Considera que el turismo también trae inconvenientes, como mascarillas o envases que ensucian los senderos de un territorio declarado Parque Nacional o estaciones depuradoras desbordadas porque no han sido dimensionadas para tantos visitantes. “Quizás quienes vivimos del turismo deberíamos pagar un impuesto para ayudar a construir infraestructuras y mejorar nuestro entorno natural”, añade Abel Aparicio, que alquila dos casas rurales en la zona. “Hay que respetar el medio y entenderlo: no es una gran ciudad”, afirma Julio Barea, portavoz de Greenpeace, quien destaca que el efecto sobre el medio ambiente es otro de los retos a afrontar por el turismo rural. Un problema más importante que reservar mesa en un restaurante el fin de semana para comer después de esperar una hora.
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