Salario, mínimo; y FP, bajo mínimos
España es el país europeo con menos titulados de formación profesional, un 9%, a año luz de Alemania u Holanda
La patronal Cepyme dramatizó: una subida secuenciada del salario mínimo (SMI) hasta 1.000 euros en 2022 costaría 130.000 empleos, entre los extinguidos y los no creados. Ese cálculo se basaba en un insólito informe de la consultora ETT Randstad, que trasladó las conclusiones del trabajo del Banco de España sobre el alza del 22% del SMI en 2019. Pura magia, pues el aumento de ahora sería del 5,2%; y la coyuntura expansiva es muy distinta del enfriamiento de entonces.
Que haya estudios más ideologistas que cuantitativos no implica, sin embargo, que junto a efectos sociales benéficos —también algunos económicos— del alza de ahora, esta no cause asimismo perjuicios a algún segmento de empleos: al costar más caros, ser menor el margen y escasear la potencia contratante, ciertos patronos se inhibirán.
Lo ha calibrado con matices el Banco de España: el aumento “puede servir para reducir la desigualdad o mejorar el bienestar social de determinados colectivos”, declaró el gobernador, Pablo Hernández de Cos. Pero “puede generar algunos efectos indeseados sobre el empleo, en particular en algunos trabajadores vulnerables como los jóvenes, trabajadores poco formados o los de sectores como la agricultura o el servicio doméstico; en todo caso, una subida moderada tendrá un impacto moderado”.
También formuló una propuesta nueva: ante aumentos futuros hay que “reforzar las políticas activas de empleo” e incrementar así “la productividad y mejorar la empleabilidad” de los afectados por el alza del SMI.
La nueva ley de formación profesional (FP) en trámite, y la inversión prevista de 1.500 millones en sendos planes (estratégico y de modernización) para la FP, van como anillo al dedo de esa necesidad. Claro que la formación no se agota en los expulsados de la ciudadela-empleo, aunque beneficiará mucho a los poco cualificados; también asumirá a los experimentados, sin título; y a los jóvenes que quieran concluir ahí su ciclo formativo, o seguirlo luego con un máster universitario.
Lo bonito de la ley Celaá en ciernes es que acarrea consenso: de instituciones y agentes sociales. Y políticos. La ha recibido con trompetas el que fuera ministro del PP y autor del decreto de 2012 sobre FP dual (escuela y empresa), el siempre sorprendente José Ignacio Wert (Expansión 23/9/21).
El punto de partida está bajo mínimos. España es el país europeo con menos titulados en FP (9% en 2015), peor que Irlanda (15%) o Grecia (15%) y a años luz de Alemania (57%) u Holanda (35%) (Panorama de la educación). El 44% de los españoles no ha pasado de la ESO, por el 23% en la media de la OCDE y el 21% en la UE, según aquella.
Aunque es cierto que en los últimos años se han dado pasos sólidos: los titulados en FP eran ya el 12% en 2020. Los 615.709 alumnos de 2011/2012 aumentaron tangiblemente a 861.906 en 2019/2020 (frente a 1,3 millones de universitarios (Newtral). El caso es que las necesidades aprietan: España contabiliza 11 millones de trabajadores sin título que acredite sus capacidades, mientras las empresas no logran cubrir casi la mitad de sus ofertas de empleo. Y en 2025, el 49% de los puestos de trabajo exigirá un título de FP (en 2019 era el 22,7%).
Y más aún en la modalidad reina de la FP, la FP dual, que combina clases en aularios de centros educativos y prácticas en empresas, la exitosa receta centroeuropea que absorbemos... despacio. Solo un 3% de los estudiantes españoles de FP van a la dual. Concentrados en tres autonomías: Cataluña, con 7.152; Madrid, con 4.070, y Andalucía, con 2.194. La mayor implicación de empresas corresponde a catalanas y vascas. Por eso aparece como un duro revés que este curso 20.000 candidatos no hayan podido escoger en Cataluña su especialidad preferida de FP: 4.479 plazas se han derivado a la enseñanza telemática, justo lo opuesto a la dualidad experimental. Se requiere un uso inteligente de la inversión. E inteligencia planificadora.
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