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El difícil arte de hacer previsiones

Organismos y Gobiernos se ven abocados a cambiar, con cada vez mayor frecuencia, sus pronósticos económicos en un mundo muy volátil

Ignacio Fariza
Una niña en un barrio marginal de Asunción (Paraguay). 
Una niña en un barrio marginal de Asunción (Paraguay). N. Duarte (Getty)

"Predecir es muy difícil, especialmente si es sobre el futuro”, reza una frase plagada de sorna y que se le atribuye al padre de la física cuántica, Niels Bohr, pero cuya autoría real quedará en la nebulosa de la historia. Apenas nadie predecía en abril de 2015 que el Reino Unido saldría del bloque común europeo; el referéndum ya había sido convocado, sí, pero la amenaza era lejana: ¿quién pensaría que la siempre racional Gran Bretaña se complicaría la vida? El final es bien conocido: las encuestas fallaron y los británicos votaron por abandonar el barco en una gran sacudida que abría de par en par las puertas a la incertidumbre. En aquella primavera de hace un lustro, pocos fuera de EE UU sabían de Donald Trump algo más que lo básico: que era un multimillonario ávido de popularidad y habitual de los reality shows que había cimentado su fortuna en los casinos y el ladrillo. ¿Quién pensaría que año y medio después ganaría las elecciones presidenciales? Pero las encuestas, de nuevo, fallaron y su llegada a la Casa Blanca cambió por completo las reglas globales del juego: adiós al multilateralismo; hola al proteccionismo y al negacionismo climático. Y hola, sobre todo, a una era en la que pronosticar —una profesión, por definición, de riesgo— es cada vez más complicado y la brecha entre las proyecciones y la realidad, cada vez mayor.

En lo económico, una secuencia se ha convertido ya en habitual. Los organismos internacionales hacen público su pronóstico de crecimiento global para el año siguiente; meses después, los indicadores de coyuntura quedan por debajo de lo esperado; los pronosticadores incorporan la novedad en sus modelos y rebajan su previsión inicial que, pese a todo, acaba pasándose de optimista cuando se somete a la prueba del algodón: el contraste con el dato final. Y vuelta a empezar. En el caso del FMI, la gran referencia, ésta ha sido la dinámica en seis de los ocho últimos años, con desviaciones que oscilan entre el punto porcentual del año pasado y las cuarto décimas de 2014 y 2015. En 2018 dio en el clavo y en 2017 se quedó corto: pronosticó un 3,5% y el mundo creció un 3,8%.

Crecimiento económico global

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Dato final

Previsión en abril del año anterior

2017 fue el único año que el dato final superó la previsión

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Fuente: FMI

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Fuente: FMI

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Fuente: FMI

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“Las dinámicas económicas, demográficas y de desigualdad están provocando un crecimiento potencial más plano en las economías avanzadas, una cierta japonización”, opina Federico Steinberg, del Real Instituto Elcano. “No acabamos de asumirlo y por eso el crecimiento acaba siendo sistemáticamente más bajo que las previsiones”. A ese factor, el también profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, suma un elemento adicional: la incertidumbre “radical”. “Hay cambios estructurales que hacen muy complejo saber en qué entorno nos estamos moviendo, con elementos cambiantes en cuestiones que dábamos por sentadas: tensiones tecnológicas, proteccionismo… Hacer proyecciones siempre ha sido muy difícil, pero ahora más”.

Las desviaciones aumentan si se trata de adelantarse a un futuro lejano, aumentando las voces de quienes se preguntan si realmente tiene sentido ese ejercicio. Por ejemplo, a cinco años vista: en 2012 se auguraba un crecimiento del PIB global del 4,7% en 2017 y la cifra quedó en el 3,8%; el 4,5% vaticinado para 2018 en la ya lejana primavera de 2013 se fue al 3,6%; y el 4% previsto en 2014 para el ejercicio recién terminado se quedará en el 2,9%. "No teníamos incorporada la guerra comercial entre EE UU y China", reconoce a EL PAÍS Gian Maria Milesi-Ferretti, subdirector del Departamento de Estudios del Fondo. "Además, hemos visto crisis mucho mayores de lo previsto en Argentina, Turquía, Venezuela o Irán". En este último caso, el FMI esperaba que cerrase el ejercicio en positivo "y ha acabado cayendo un 10%", según los datos que maneja Milesi-Ferretti.

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El optimismo en las proyecciones económicas tiene algo de paradójico: coincide en el tiempo, como recordaba recientemente Fernando Vallespín, con una adicción global al negativismo y las distopías incluso cuando los datos duros —de los que el médico y divulgador Hans Rosling da buena cuenta en el luminoso Factfulness (Deusto, 2018)— apuntan en dirección contraria.

Exceso de confianza

Con todo, pasarse de largo en las previsiones dista mucho de ser una novedad. Paul Beaudry (Vancouver School of Economics, hoy número dos del banco central canadiense) y Tim Willems (FMI) constataban recientemente cómo el “exceso de optimismo” en las previsiones de crecimiento mundial del FMI se ha traducido, desde 1990, en unos pronósticos superiores en 0,6 puntos a lo que finalmente dictó la realidad. Antes de la Gran Crisis, la dinámica era la opuesta: se subestimó el PIB en 13 de los 18 ejercicios que van de 1990 a 2007. Aquel año, el último del ciclo alcista, se dieron la vuelta las tornas, lo que apunta a un cierto sesgo procíclico: cuando la economía está en un buen momento la tendencia es a pecar de optimismo y en tiempos de vacas flacas se impone el pesimismo. “Hay”, critica Ashoka Mody, de Princeton, “una visión anticuada de las dinámicas económicas que lleva a predecir una aceleración continua del crecimiento. En algunos modelos, la economía siempre rebota”.

El Banco Central Europeo tampoco es ajeno al error en los pronósticos, especialmente ante horizontes amplios. “Hay un espacio significativo de mejora en las predicciones de largo plazo (...) con una fuerte tendencia a la sobrepredicción”, escriben dos economistas del propio instituto emisor —Georgios Kontogeorgos y Kyriacos Lambrias— en una reciente evaluación sobre la capacidad predictiva del organismo. Prácticamente todos los analistas aceptan que el crecimiento potencial es menor, apunta Rafael Doménech, de BBVA. “Incorporamos la nueva evidencia a nuestras previsiones, pero el pasado siempre pesa mucho y a veces somos presos de nuestras propias hipótesis”. ¿Falla, entonces, el modelo? “No: fallan los diagnósticos o aumentan las incertidumbres. Y en un momento de cambio generalizado, la desviación es mayor”.

El pesimismo sobre la economía no sería bueno: hay riesgo de retroalimentación y de profecía autocumplida. “Si un Gobierno dijese que hay una alta probabilidad de recesión o bajo crecimiento, la inversión y el consumo se verían afectados, y la economía empeoraría aún más”, resume por correo electrónico John Hawkins, de la Universidad de Canberra. Pero el exceso de optimismo tampoco. Los fallos, como recuerda Jeffrey Frankel, profesor de Economía en Harvard y uno de los expertos que más y mejor ha estudiado la cuestión, no son inocuos. “El crecimiento es genuinamente difícil de predecir, pero los errores al alza en los cálculos gubernamentales —quizá por un cierto pensamiento iluso—, son más sistemáticos y [con consecuencias] peores: les permite contar con ingresos más altos en sus Presupuestos”. En esto, la literatura económica es implacable: las crisis fiscales y de balanza de pagos son harto más probables cuando las proyecciones se pasan de largo que cuando aciertan o se quedan cortas. Atentos.

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Sobre la firma

Ignacio Fariza
Es redactor de la sección de Economía de EL PAÍS. Ha trabajado en las delegaciones del diario en Bruselas y Ciudad de México. Estudió Económicas y Periodismo en la Universidad Carlos III, y el Máster de Periodismo de EL PAÍS y la Universidad Autónoma de Madrid.

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