La estafa del ‘capitán Pescanova’
La Audiencia Nacional desmonta al empresario Manuel Fernández siete años después de la quiebra de la compañía
En marzo de 2011 despegaba desde el aeropuerto de Peinador, en Vigo, un avión Antonov cargado con diez patrulleras semirrígidas con destino a Maputo, la capital de Mozambique. Poco antes del envío, un grupo de tripulantes eran entrenados para manejarlas en un exclusivo club náutico que el presidente de Pescanova, Manuel Fernández de Sousa, había construido —sin solicitar licencia, saltándose la ley— en plena ría gallega. Las patrulleras, que fueron financiadas por la firma de pescado congelado, iban a servir para evitar otro episodio como el del Vega V, un barco de la empresa que meses antes había sido secuestrado por piratas somalíes. Manolito Pescanova, como cariñosamente lo llaman sus amigos, no quería ver repetido el terrible suceso e hizo lo que sabía hacer: arreglar aquello costase lo que costase.
El episodio da una pincelada de cómo le gustaba actuar al expresidente de la compañía que popularizó a Rodolfo Langostino y que esta semana ha sido condenado por la Audiencia Nacional a penas que suman ocho años de prisión por falsedad en documento mercantil, estafa, falseamiento de cuentas, falseamiento de información económica y alzamiento de bienes. Asegura una fuente cercana —este periódico no logró contactar con él— que recibió el fallo en el Pazo Pegullal, un casón del siglo XVIII en Salceda de Caselas (Pontevedra). Dicen antiguos colaboradores que lo que ha ocurrido en Pescanova es una extensión de su forma de ser, “siempre quiso ser el primero en todo”, que desembocó en un engaño monumental a los accionistas. Los críticos lo achacan más bien al “choque con la realidad de alguien que no está en contacto con ella”.
La empresa pesquera quebró en 2013 con un agujero de casi 2.400 millones de deuda oculta y tuvo que ser rescatada por la banca —actual propietaria—. Durante décadas, sin embargo, Manuel Fernández de Sousa fue el único capitán Pescanova. Era a la vez admirado y temido. Admirado, por ejemplo, por Manuel Fraga, que en la recta final de su presidencia en la Xunta se puso a llorar de emoción tras asistir a un consejo de administración de la pesquera, a la que alababa como un pilar económico —y a la que rescató con dinero público en 1995—. Y temido por sus frecuentes ataques de furia cuando las cosas no salían como él quería: se enfrentó a cara de perro con el gobierno bipartito del socialista Emilio Pérez Touriño porque quería instalar una granja acuícola en un espacio protegido. Sus maneras hacían temblar a sus subordinados, a los que no dudaba en despertar de madrugada si él estaba de viaje en un destino con otro huso horario. “Era capaz de echar a la calle a cualquiera que no le decía a todo que sí”, asegura un exempleado.
Ante el juez se presentó como una víctima: “Soy el mayor perjudicado, lo he perdido todo”, llegó a decir. Su fin empezó mucho antes de que las alarmas se disparasen en Bolsa. Fernández de Sousa habría heredado de su padre, José Fernández López, una gran empresa fundada en 1960 gracias a la visión innovadora de la congelación del pescado en alta mar, una tecnología entonces desconocida. Ya bajo su mando, a finales de los 70 introdujo los platos precocinados. Una década después saldría a Bolsa y en los 90 comenzó una aparentemente exitosa carrera en acuicultura. Pescanova llegó a tener 90 buques, 50 plantas de acuicultura, 30 fábricas y 10.000 trabajadores por el mundo. Un auténtico imperio que se volcó en la cría de langostino, salmón o rodaballo con escaso éxito. Cuando el agujero ya superaba los 800 millones, no supo parar: comenzó a engañar a los bancos con facturas de operaciones ficticias. “No pudo soportar que los proyectos tuviesen un periodo de maduración. Él quería seguir invirtiendo y convertirse en la mayor empresa acuícola del planeta”, contaba hace unos años un antiguo accionista que apostillaba: “Quiso ser mejor que su padre”. Lejos de conseguirlo, se hundió en deudas y arrastró a gran parte de sus directivos con él.
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