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Venezuela en la oscuridad

Los venezolanos han sumado a sus necesidades la falta de electricidad y el colapso del metro de Caracas, por lo que no solo conseguir los productos básicos, sino incluso movilizarse, es ya una odisea cotidiana

Un grupo de vecinos protesta en las calles de Caracas por la escasez de agua. / MIGUEL GUTIÉRREZ (EFE)
Un grupo de vecinos protesta en las calles de Caracas por la escasez de agua. / MIGUEL GUTIÉRREZ (EFE)

El culebrón de la difícil negociación para la investidura del presidente de España ha mantenido uno de los temas más frecuentes del debate nacional en la sombra, poco se ha escuchado de Venezuela desde que el pasado 30 de abril se revelara infructuoso el intento de toma material del poder por parte de Juan Guaidó y un reducido número de militares que lo apoyaron.

Toma material, dado que Juan Guaido ostenta el poder simbólico por lo menos ante buena parte del mundo desde que se le reconociera como presidente legítimo del país internacionalmente. Sin embargo, no detenta el poder material y Venezuela es un país con dos presidentes de facto, uno de ellos un tirano, pero materialmente presidente.

En el marco de una situación que, a primera, e incluso a segunda vista, parece irresoluble si no se produce algún cambio que altere radicalmente los precarios equilibrios, el país permanece sumido en la oscuridad. Los venezolanos han sumado a la lista de sus necesidades la falta de energía eléctrica y el colapso del metro de Caracas, por lo que ya no solo conseguir los productos básicos, sino incluso movilizarse, se ha convertido en una odisea cotidiana.

En un interesante artículo reciente, Sergio Ángel y Natassja Rojas abordan la paradoja de la disminución de la movilización social al mismo tiempo que las condiciones de vida se hacen cada vez más difíciles y los ciudadanos deben esperar cada vez más para acceder a productos como los combustibles. Los autores concluyen que no hay paradoja alguna, al mismo tiempo que el poder adquisitivo de la moneda se ha ido perdiendo y la calidad de vida desmejorando, han aumentado los tiempos de espera y se han fortalecido los mecanismos de control social. “En otras palabras, el mismo Gobierno venezolano ha empobrecido por igual a ricos y pobres, y los ha puesto en la misma condición con el fin de someterlos al control social de la espera”.

La espera se ha convertido en una forma de control social a la que yo me permito sumar la incertidumbre y la violencia. El demoledor informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha sido uno de los últimos golpes fuertes contra el régimen. A pesar de ser invitada por el propio régimen a visitar el país, la evidencia de las torturas, ejecuciones extrajudiciales y masiva represión violenta ha puesto en evidencia lo que los opositores y refugiados vienen denunciando hace mucho tiempo.

En un país cuya economía colapsa y nada funciona en la normalidad, los ciudadanos asumen cada vez más las dificultades de la sobrevivencia y la represión como una nueva normalidad. Se ven obligados a esperar para conseguir algo, bien sea haciendo largas colas, o bien sea esperando a ser ‘premiados’ a través de los sistemas de pensiones o abastecimiento público. Una forma aún más perversa de clientelismo que debilita la protesta, porque limita el tiempo material para la misma, pero a su vez fortalece los mecanismos de sujeción al control estatal de los recursos.

Las sanciones económicas impuestas por EEUU sirven de explicación del desabastecimiento al régimen. Mientras tanto, la oposición ve cómo la resistencia del régimen es más fuerte y cohesionada de lo esperado, y el exiguo capital político recibido mengua ante la espera a que algo cambie realmente. Una oposición débil porque ninguna de sus apuestas se ha producido en el tiempo y forma en la que esperaba, frente a un régimen más resistente de lo esperado, mantienen un diálogo que se ha trasladado de Oslo a la Habana.

La presión de la emergencia humanitaria puede desbordar y desgastar a los gobiernos regionales mientras el régimen sigue resistiendo y se nutre de su propia inacción

Maduro anuncia elecciones, pero unas elecciones que lidere él mismo y que controle el Gobierno; aunque haga concesiones a la oposición, dibujan un escenario en el que poco puede cambiar. Además, la efectividad de los mecanismos de control social, la poca credibilidad de una oposición que solo en apariencia ha superado sus debilidades, y la salida de cinco millones de personas del país son una mala base electoral para Guaidó.

Por otro lado, la presión internacional tampoco es una baza fuerte en la negociación, y como se señaló las sanciones en buena parte terminan por ser amortizadas por el régimen. Mientras tanto, el Grupo de Lima se sigue reuniendo y emitiendo comunicados de repulsa a Maduro pero que ni siquiera reconocen el diálogo que está teniendo lugar en Barbados y cuya permanencia no deja de ser la única noticia positiva. Es decir, que no plantean ninguna salida más allá del pulso que supone que la presión y el riesgo de intervención norteamericana lleven a Maduro a dejar el poder.

La intervención militar norteamericana no parece sencilla, y a pesar de las grandilocuentes amenazas de que el tiempo se acaba para Maduro, nadie sabe con qué reloj se miden los tiempos de la geopolítica implícita y, sobre todo, nadie sabe realmente hasta qué punto los países vecinos podrían asumir los costes de una intervención militar, cuando difícilmente pueden atender la actual emergencia humanitaria.

Más allá del interés político marcado por la preminencia de un liderazgo de derechas en la región, los países que reciben los migrantes y refugiados venezolanos cada vez tienen más problemas para lidiar con la presión social. Un buen ejemplo es Colombia: mientras el Gobierno promueve un discurso y políticas de acogida y protección a los venezolanos, el canciller se afana en recoger fondos para cumplir con las promesas y es la ciudadanía la que empieza a mostrar signos de xenofobia. Destacan en esa pulsión contraria al esfuerzo gubernamental las recientes columnas de una reconocida periodista que instaba a las migrantes venezolanas a no tener más hijos, desde una postura irrefrenablemente aporofóbica y clasista, pero hasta cierta parte popular.

La presión de la emergencia humanitaria puede desbordar y desgastar a los gobiernos regionales mientras el régimen sigue resistiendo y se nutre de su propia inacción. Venezuela no ve la luz y tampoco es claro quién pueda iluminar el camino. Sin embargo, cualquiera que sea la salida solo puede ser fruto de una negociación, en la que se presenten alternativas que permitan reequilibrar los equilibrios; para ello hace falta dar voz a los venezolanos, sacarlos de la espera. También será fundamental un apoyo claro por parte de la comunidad internacional a la negociación y la construcción de salidas no convencionales que resulten más atractivas que la resistencia.

* Érika Rodríguez es coordinadora del América Latina en la Fundación Alternativas y profesora de Ciencias Sociales en la Universidad Autónoma de Madrid

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