Pensiones públicas, una conquista irrenunciable
La crisis del sistema de jubilación pone en cuestión que en el futuro los jubilados perciban lo ya pagado. Se rompe así el vínculo de solidaridad
En las últimas dos décadas se ha aceptado ya que las pensiones públicas son insostenibles y que conviene que cada cual se espabile, después de toda una vida cotizando, para tener ingresos en la vejez. El español no puede como el estadounidense salirse del sistema y decir que no cotiza y aguantar lo que pueda venir a la intemperie. Aquí si trabajas, pagas a la Seguridad Social, sí o sí. En general esto es lo que ocurre en toda Europa. Lo divertido viene cuando desde finales del siglo pasado se va filtrando la idea de que con el envejecimiento de la población y el descenso demográfico llegará un momento en que no se puedan pagar las pensiones. Esto no va a suceder de un día para otro. De la misma forma que las condiciones de trabajo se han deteriorado poco a poco hasta un punto en que los horarios laborales han desaparecido de facto, según intentábamos explicar en el primer artículo de esta serie, los requisitos para tener una pensión de jubilación van a ir haciéndose más y más duros, en una erosión lenta que no provocará grandes conflictos, pero llevará en dos décadas a que la mayoría trabaje para pagar una pensión al Estado que no cobrará o que será ridícula. Y además deberá trabajar más de lo que ya trabaja para pagarse otra vez lo que ya ha pagado. Es una ley no escrita que va inscribiéndose por ósmosis en las cabezas de los europeos. Las leyes no escritas son las verdaderamente importantes, porque todos las obedecen sin cuestionar el contenido de sus enunciados invisibles. No se olvide esto nunca.
Esta aberración, de pagar y volver a pagar lo pagado, no parece interesar mucho a los sindicatos verticales de nuestras penas y subvenciones que han aceptado el discurso “las pensiones son insostenibles” sin ofrecer mucha resistencia. En realidad, el blandiblú sindical ha alcanzado ya unos límites que superan ampliamente el patetismo. Últimamente parece ser que se dedican a apoyar el soberanismo, o sea, la balcanización de España, que es el proyecto integrador y solidario más grande que campa por la vieja piel de toro y sus islas. Claro. Como estas lumbreras del pensamiento obrero han captado, con la sutileza de entendederas que las caracteriza, debilitar los Estados e incluso destruirlos es lo que más conviene para meter en vereda poderes económicos omnímodos y globales que son capaces de poner contra las cuerdas a un país (con toda su gente dentro) en cuanto se lo propongan. A la última crisis nos remitimos. Qué hermoso espectáculo ver al mundo entero pendiente de la fumata blanca, gris o negra de las agencias de calificación como Moody’s y compañía. Detrás de esas fumatas se fue más del 15% de los salarios de los profesores de este país, por poner un ejemplo. O sea, que estamos hablando de cosas muy, pero que muy concretas. ¿Qué condiciones habrían tenido que soportar los españoles en el ajuste de la deuda soberana si el país hubiera estado dividido en varios paisitos pequeños? Que se lo pregunten a los griegos.
En 1996 se firma el Pacto de Toledo con el loable propósito de garantizar para el futuro el sistema de pensiones y sacarlo de los vaivenes de los cambios de Gobierno y las ventoleras electorales. Esto es magnífico. De entonces para acá el sistema que soporta el Pacto de Toledo ha ido sufriendo distintos deterioros y el más grave de todos es el conceptual: el reconocimiento implícito de que las pensiones públicas serán una especie de anécdota a fin de mes.
Pero vamos al concepto: ¿qué significa en una nación política la existencia de un sistema público de pensiones? En primer lugar, una razonable sensación de seguridad que solo un Estado responsable y fuerte puede garantizar. Pero hay más. Refuerza el vínculo de solidaridad entre las generaciones que se apoyan unas a otras a lo largo del tiempo. No hay nación política si no hay ese vínculo de solidaridad. El “sálvese quien pueda” nunca ha servido para trabar una sociedad políticamente y hacerla más fuerte. Y cuando estos mecanismos fallan aparecen los salvapatrias vendiendo la mercancía que los Gobiernos democráticos han descuidado.
El español trabaja desde el 1 de enero hasta el mes de mayo para pagar impuestos. Es mucho pagar. Se dirá que las pensiones no se pagan con impuestos, sino que salen de las cotizaciones de los trabajadores. ¿Tiene esto que ser así necesariamente? Es asombrosa la cantidad de dinero que llevamos gastada para rescatar bancos y entregarlos saneados con nuestro dinero a manos privadas. Evidentemente ni el euro, ni antes la peseta, tiene el don de la ubicuidad. Si los dineros van para un sitio, no van a otro. Lo que hay que poner en cuestión es con qué argumentos se decide, por ejemplo, que en las épocas de crisis el Estado puede endeudarse para rescatar bancos, pero no para sostener pensiones. Ni de lejos estoy diciendo que el Estado debe endeudarse para pagar las jubilaciones. Me limito a señalar que lo hace con unos fines, pero no con otros. ¿Por qué? El endeudamiento público y privado como sistema de vida es un cepo para la libertad pública y privada.
Hay miles de gastos prescindibles y hasta absurdos. Se dirá que son tres duros, pero muchos miles sumados hacen millones de duros
Es pensamiento mágico e infantil creer que el dinero con que se pagan las pensiones va a crecer espontánea y alegremente en las ramas de los árboles. Este dinero sale, como casi todo el caudal de ingreso tributario, de las rentas del trabajo. Y este puede gastarse en unas cosas o en otras. Hay miles de gastos perfectamente prescindibles y hasta absurdos. Se dirá que son tres duros, pero muchos miles sumados hacen millones. Cada año los boletines oficiales de las comunidades autónomas publican los informes de las distintas cámaras de cuentas. Es una literatura poco frecuentada pero ofrece lecciones infinitas de despilfarro. Hay cientos de partidas dedicadas a las actividades más peregrinas y absurdas, fundaciones, asociaciones colaboradoras, consorcios de entidades paraestatales o directamente financiadas por dinero del contribuyente, sin que este sepa a qué fines peregrinos va a parar el dinero que no servirá para las pensiones.
Lo mencionado es sólo síntoma, entre muchos, de superfetación de la Administración pública que a fuerza de asumir gasto y actividades que no le corresponden va abandonando aquellas otras para las que nació, las verdaderamente serias e imprescindibles. El asunto es de una gravedad que excede un artículo de periódico, porque este abandono de las funciones propias de la res publica como equilibrador social es una de las razones que alimentan la feudalización rampante que padecemos tanto en vertical (populismos) como en horizontal (nacionalismos). Aviso a navegantes.
María Elvira Roca Barea es filóloga y autora de Imperiofobia y leyenda negra y Seis relatos ejemplares (Siruela).
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