Cómo hacer un mundo mejor
El profesor Tirole aconseja desarrollar el Estado con reguladores independientes, ministerios menos nutridos y emprender reformas para salvar lo público
“Hacer de este mundo un mundo mejor es la primera misión del economista”. Así culminó Jean Tirole su discurso aceptando el Premio Nobel de 2014.
Este ingeniero de Caminos ha balizado el retorno de los franceses al debate público porque ha buscado rescatar los fundamentos de la Economía.
Sus fundadores eran intelectuales más cercanos a la filosofía moral que a los números. Para ellos lo decisivo era poner el foco en valores, principios, conductas y políticas. Luego todo cambió y se dedicaron a profetizar el pasado. Y después, el presente como si fuera el único futuro posible, modelizado por la econometría. Pero el Tirole moral agarró la escarpia matemática y llegó a presidir la Sociedad Econométrica. Los números al servicio de una causa.
La causa de Tirole se ubica en el hermoso linde al que convergen el mejor liberalismo y la socialdemocracia abierta. Cohonesta mercado y Estado, tamaño y competencia, libertad y regulación. Denosta el exceso burocrático y predica la protección de lo común. Reivindica el servicio a lo colectivo con la eficacia presupuesta a lo privado. Hermana eficiencia y equidad.
Escuchar la agazapada voz del profesor de Toulouse, heredera al tiempo de los imperativos morales kantianos y de los cálculos de resistencia de materiales, es una experiencia única. Derrite. Porque es experta en afrontar trade-offs, recetas en apariencia (y en parte) contradictorias, eso que constituye el reto de la política económica y de los economistas modernos.
Tanto como leer su magno libro de divulgación, La economía del bien común, recién vertido al castellano. Al lector rápido le conviene su capítulo sexto, Por un Estado moderno.
Aconseja Tirole desarrollar el Estado mediante reguladores independientes; agilizar la administración con ministerios menos nutridos; emprender reformas para salvar lo público, “en paquete”, de golpe, incluso “en tiempos difíciles” como hicieron la socialdemocracia escandinava, alemana o canadiense. Algo imposible sin liderazgos fuertes, como el de François Mitterrand, quien abolió la pena de muerte sin temblar ante una opinión pública contraria.
Y propugna con fuerza intelectual inédita —democrática y económica— la necesidad de las agencias independientes, dada la insuficiencia (y manipulabilidad) de los Gobiernos. Pero con condiciones: presidencias de independientes reconocidos; votados por mayoría cualificada de los grandes partidos; conscientes de que su autonomía no es infinita: cuelga del Parlamento.
Un gran manual para españoles cansados de simplezas.
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