Costoso derroche
Confiar ciegamente en el mercado para evitar el desperdicio de comida no facilita las cosas
No hubo que esperar a verificar el impacto de la crisis para contemplar imágenes de ciudadanos buscando entre los cubos de basura en las calles o en las puertas de cadenas de alimentación restos de alimentos. Hay personas que pasan hambre y otras que desperdician alimentos.
Se mandan a la basura alimentos que de ser destinados para el uso que están concebidos acabarían con gran parte del hambre en todo el mundo, y en países como el nuestro. Un hecho por si solo revelador de problemas no solo económicos, sino medioambientales y, desde luego, éticos, para todos los protagonistas en la cadena de alimentación: productores, procesadores, distribuidores, comerciantes y, desde luego, consumidores finales.
Una tercera parte de la producción alimentaria mundial es perdida o desperdiciada, lo que supone más de 1.300 millones de toneladas anuales y 1 billón de dólares, según la FAO. Esta agencia estima que son más de 1.000 millones de personas las que pasan hambre. Aunque la distribución entre perdidas y desperdicio de alimentos es similar entre países avanzados y los menos desarrollados, en estos últimos las perdidas mayores, un 40%, tienen lugar tras las cosechas y en las fases de procesamiento; en las economías avanzadas esa proporción tiene lugar en el circuito de comercialización al por menor y por los consumidores.
En la Unión Europea son más de 100 millones de toneladas de alimentos al año las que se desperdician. Las estimaciones elevan a 120 millones esa cifra en 2020 si no se adoptan medidas correctoras. Es razonable que una de las políticas comunitarias sea precisamente la protección de la salud humana y animal y con ello reducir esos escandalosos niveles de desperdicio, garantizar la sostenibilidad de sistema alimentario.
En España, los datos de la Asociación Española de Distribuidores, Autoservicios y Supermercados sitúan los desperdicios de alimentos en 128.000 toneladas anuales con un valor aproximado de 292 millones de euros, que serían 336 con las donaciones. Otras estimaciones elevan esa cuantía de forma considerable. Eurostat sitúa a España como el séptimo país más derrochador de la UE, con 7,7 millones de toneladas. Los hogares son los responsables del 42% del desperdicio, con una media de 76 kilos por hogar y año. Compran demasiado, no almacenan correctamente los alimentos y desperdician muchos sobrantes.
Son comportamientos poco racionales. Contrastan con otros, como el que estos días hemos conocido del mayor accionista de Ikea, habituado a comprar alimentos a punto de caducar o equipándose con ropa de segunda mano. Se trata de algo más que una anécdota, para constituir una señal ejemplar para asimilar prácticas individuales racionales y sostenibles, compatibles con otras acciones que han de adoptar los gobiernos. Estrechar controles en toda la cadena, extender tecnologías digitales para el control de la aptitud de los alimentos son acciones básicas, algunas de ellas ensayadas como buenas prácticas en algunos países.
Confiar ciegamente en la acción libre del mercado, la ausencia de coordinación, no facilita precisamente las cosas. Ello no debe impedir acciones específicas de educación en la eficiencia en el consumo: no solo está en juego el ahorro estrictamente económico, también el impacto medioambiental en la producción y en el consumo. Y en última instancia la más mínima solidaridad, perfectamente compatible con la competitividad y la creación de empleo.
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