Agro desigual
El exponente quizás más exacto y deprimente de la desigualdad del sistema económico y de gobernación global quizá sea la existencia de importantes contingentes de la población mundial que pasan hambre. No es un gran consuelo que en las dos últimas décadas se haya reducido de forma significativa, hasta el 11,3% de la población mundial. Son más de 800 millones de personas sufren de malnutrición crónica, según la FAO; al mismo tiempo, las economías avanzadas desechan millones de toneladas de alimentos. Con esta desigualdad coexiste un poder de mercado cada día mayor en las grandes empresas transformadoras y distribuidoras de la producción agropecuaria mundial.
La producción agrícola en el conjunto de la estructura de la economía global ha descendido en importancia gracias fundamentalmente a la generación de importantes ganancias de productividad. Se produce más con menos, incluido el territorio dedicado a los cultivos tradicionales, en los que se ampara la industria trasformadora.
En el sector coexiste una atomización de explotaciones agropecuarias con un número relativamente reducido de empresas transformadoras y distribuidoras. Los compradores de los productos primarios, las grandes multinacionales del sector, mantienen el poder de mercado a pesar de su antigüedad. Siguen manteniendo una capacidad de influencia en la formación de precios muy importante, muy superior desde luego al de los productores. Por su tamaño, y capacidad de atracción de inversores, disponen de mayores posibilidades de crecimiento y control del mercado. En no pocos casos, esas empresas aprovechan su capacidad de financiación para acelerar procesos de concentración en el número de operadores. Es el caso del subsector cárnico, protagonista de verdaderas megafusiones.
Esa desigualdad en la presencia en los mercados debería ser un primer centro de atención de autoridades nacionales y de agencias multilaterales. Por lo menos para decidir si es posible alguna estrategia para reducir la concentración de poder. Ese control se ha de ejercer sin amenazar la continuidad de la inversión para que la producción siga posibilitando la reducción del hambre, la competa alimentación de toda la población global. Las estimaciones de la FAO sitúan la inversión necesaria en 83.000 millones de dólares al año para poder satisfacer ese objetivo en el horizonte de 2050.
La producción ha descendido en importancia gracias a la generación de importantes ganancias de productividad
Junto a ello, es necesaria la educación por una alimentación responsable, por hábitos y consumo que eviten el derroche allí donde sobra la capacidad de comprar y respete la tierra, el agua y los demás recursos naturales. Estos deberán seguir aumentando para garantizar ese objetivo de nutrición al conjunto de la población, pero el uso responsable de los mismos ha dejado de ser una concesión minoritaria de algunos países ricos. El cambio climático es un factor muy influyente en el uso de esos recursos primarios con los que producir la alimentación necesaria. Y ello conduce nuevamente a las empresas productoras, al tipo de transporte y a su necesaria eficiencia. No cuidar el medioambiente es la forma de neutralizar ganancias de productividad y rentabilidad a medio y largo plazo.
Los avances tecnológicos no solo deberían seguir avanzando para hacer posible un uso más eficiente de los recursos, el agua de forma destacada, sino para la protección de plantas y cultivos. Maquinaria más respetuosa con los recursos, pero más eficientes, y fertilizantes saludables, son algunas de las exigencias básicas. Solo desde la doble perspectiva, de atención al poder de mercado de las grandes productoras y distribuidoras, y del adiestramiento de los productores primarios en la sostenibilidad de la producción podremos estrechar esa brecha que denuncia las insuficiencias del sistema alimenticio a escala global. Los consumidores tienen también en este ámbito la oportunidad de favorecer el cambio necesario con sus decisiones de consumo responsable.
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