De muchos, uno
Seguimos siendo un país que cree en la democracia aunque no siempre actuemos conforme a ello
Ha llegado esa época del año; el largo fin de semana en el que nos reunimos con familiares y amigos para celebrar los perritos calientes, la ensalada de patata y, sí, la fundación de nuestra nación. Y también es la época en que algunos nos ponemos un poco filosóficos y nos preguntamos qué estamos celebrando exactamente. ¿El Estados Unidos de 2013 es, en algún aspecto significativo, el mismo país que se declaró independiente en 1776?
Yo diría que la respuesta es que sí. A pesar de todo, hay un hilo de continuidad en nuestra identidad nacional —que se refleja en las instituciones, las ideas y, especialmente, las actitudes— que sigue intacto. Por encima de todo, seguimos siendo, en lo fundamental, un país que cree en la democracia, aun cuando no siempre actuemos conforme a esa creencia.
Y eso es algo extraordinario si tenemos en cuenta lo mucho que ha cambiado el país.
En 1776, Estados Unidos era un territorio rural, integrado principalmente por pequeños agricultores y, en el sur, por agricultores un poco más grandes con esclavos. Y la población libre estaba compuesta por, bueno, anglosajones blancos protestantes: casi todos provenían del noroeste de Europa, el 65% procedían de Reino Unido y el 98% eran protestantes.
Actualmente Estados Unidos no se parece en nada a eso, aunque a algunos políticos —pensemos en Sarah Palin— les gusta hablar como si el “verdadero Estados Unidos” siguiese siendo blanco, protestante y rural o con ciudades pequeñas.
Algunos políticos hablan como si el verdadero EE UU fuera todavía blanco, protestante y rural
Pero el “verdadero EE UU” es, en realidad, un país de zonas metropolitanas, no de ciudades pequeñas. Resulta revelador que incluso cuando Palin hizo aquellos infames comentarios en 2008, los hiciese en Greensboro, Carolina del Norte, que quizá no esté en el Corredor Noreste, pero que —con una población metropolitana de más de 700.000 personas— dista mucho de ser un pueblo perdido. De hecho, dos tercios de los estadounidenses viven en zonas metropolitanas con medio millón de residentes o más.
Y la mayoría de nosotros, por cierto, tampoco vivimos en barrios residenciales. Estados Unidos en conjunto solo tiene 33,59 habitantes por kilómetro cuadrado, pero el estadounidense medio, según la Oficina del Censo, vive en una sección censal con más de 1.930 habitantes por kilómetro cuadrado. Por mucho que se diga que el Corredor Noreste es por alguna razón poco estadounidense, esas cifras indican que el estadounidense típico vive en un entorno que se parece más a la zona metropolitana de Boston o Filadelfia que a Greensboro, por no hablar de las ciudades verdaderamente pequeñas.
¿Qué hacemos en estas zonas metropolitanas densamente pobladas? Casi ninguno de nosotros somos agricultores; pocos somos cazadores; la inmensa mayoría nos pasamos los días de diario sentados en un cubículo y visitamos los centros comerciales en los días libres.
Y étnicamente somos, por supuesto, muy distintos de los fundadores. Solo una minoría de los estadounidenses actuales desciende de los anglosajones blancos protestantes y los esclavos de 1776. Los demás son descendientes de las sucesivas oleadas de inmigrantes: primero desde Irlanda y Alemania, luego desde el sur y el este de Europa, ahora desde Latinoamérica y Asia. Ya no somos un país anglosajón; solo alrededor de la mitad de nosotros es protestante; y cada vez más somos gente no blanca.
No obstante, yo afirmaría que seguimos siendo el mismo país que se declaró independiente hace todos esos años.
No es solo porque hayamos mantenido la continuidad del Gobierno legal, que no es poca cosa. El actual Gobierno de Francia es, hablando en sentido estricto, la Quinta República; nosotros tuvimos inicialmente una revolución antimonárquica, pero seguimos estando en nuestra Primera República, lo que, de hecho, convierte a nuestro Gobierno en uno de los más antiguos del mundo.
El país sigue siendo excepcionalmente democrático en sus gestos
Sin embargo, más importante aún es el dominio imperecedero que tiene en nuestro país el ideal democrático, la idea de que “todos los hombres son creados iguales”; todos los hombres, no solo los de ciertos grupos étnicos o los de las familias aristocráticas. Y hasta la fecha —o eso me parece, y he viajado mucho a lo largo de mi vida—, Estados Unidos sigue siendo excepcionalmente democrático en sus gestos, en el modo en que se relacionan las personas de distinta clase.
Por supuesto, nuestro ideal democrático siempre ha ido acompañado de una enorme hipocresía, empezando por los padres fundadores que defendían los derechos humanos y luego se dedicaban a aprovecharse del fruto del trabajo de los esclavos. El Estados Unidos actual es un lugar en el que todo el mundo afirma defender la igualdad de oportunidades, pero somos, objetivamente, el país más clasista del mundo occidental; el país en el que los hijos de los ricos tienen más probabilidad de heredar la condición social de sus padres. También es un lugar en el que todo el mundo celebra el derecho al voto, pero donde muchos políticos se esfuerzan por privar de ese derecho a la gente pobre y de color.
Pero esa misma hipocresía es, en cierto modo, una buena señal. Puede que los ricos defiendan sus privilegios, pero, dado el carácter de Estados Unidos, tienen que fingir que no lo hacen. Quienes intentan impedir el voto saben lo que hacen, pero también saben que no deben decirlo explícitamente. De hecho, ambos grupos saben que el país los considerará antiestadounidenses a menos que defiendan, aunque solo sea de boquilla, los ideales democráticos; y en ese hecho reside la esperanza de una redención.
De modo que sí, seguimos siendo, en un sentido profundo, la nación que declaró su independencia y, lo que es más importante, declaró que todos los hombres tienen derechos. Levantemos nuestros perritos calientes en homenaje a ello.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel en 2008.
© New York Times Service 2013
Traducción de News Clips.
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